Jul
1
2015
Joaquín García Roca es miembro Consejo de Dirección Iglesia Viva, profesor en la Facultad de Sociología de Valencia y profesor invitado en varias Universidades de Latino América. Ha escrito esta presentación de la Laudato si’ en el número 262 de Iglesia Viva, que acaba de aparecer.
El papa Francisco en la encíclica Laudato, si’. Sobre el cuidado de la casa común, ha colocado a la Iglesia ante los dos mayores retos de la humanidad hoy: la destrucción de la tierra y la liberación de los pobres. Y de este modo, hace suyo el llamado de la nueva conciencia ecológica a buscar un nuevo comienzo, “nuestro tiempo será recordado, –dice la Carta de la Tierra– por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida”. Sin embargo, advierte Francisco, para dejar atrás una etapa de autodestrucción, “no hemos desarrollado una conciencia universal que lo haga posible” (207). Desarrollar la capacidad de salir de sí, reconocer el valor de las criaturas, cuidar algo para los demás y evitar el sufrimiento de los pobres o el deterioro de los que nos rodean es el propósito declarado de la nueva encíclica.
Un inmenso concierto de voces se ha convertido en testigos de estas mutaciones desde la investigación científica hasta los movimientos ecologistas, desde las declaraciones mundiales hasta las pequeñas prácticas alternativas. Gracias a esta nueva conciencia ecológica, la tierra se ha convertido en la herencia y casa común de todos sus habitantes. Es un proceso que causa en nosotros un doble sentimiento, el asombro ante la nueva cosmología y la biología evolucionista y el lamento angustiado ante la nueva vulnerabilidad de la naturaleza. Ante este escenario, las personas de fe no han encontrado apropiadas motivaciones en la teología tradicional, aunque se han mantenido en un primer plano en la espiritualidad franciscana, en la sensibilidad de las iglesias ortodoxas, y en algunas teologías contextuales atentas a las revoluciones científicas que abren nuevos territorios a la experiencia humana y religiosa.
El actual sistema económico ha modificado la relación de los seres humanos con la naturaleza, el predominio de la técnica puso la tierra a la disposición arbitraria de los seres humanos; la política se sometió a la economía y se mostró incapaz de gobernar los procesos de la naturaleza mientras la ética se mostraba incapaz de poner límites a las decisiones humanas.
La conversión ecológica
Al observar la situación actual, el papa constata que junto a las extraordinarias posibilidades actuales para crear mejores condiciones de vida, se alza amenazante el alto nivel de contaminación con el cambio climático, el agotamiento de los recursos naturales, la pérdida de la biodiversidad y el deterioro de la calidad de la vida humana y la degradación social. La exhaustiva descripción de la situación actual de la tierra le sirve al papa para denunciar los mecanismos económicos, políticos y religiosos que han llevado a este deterioro, y hacer una “invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo como estamos construyendo el futuro del planeta” (14) en orden a proteger nuestra casa común y “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral”. (13). La encíclica nunca abandona la doble destinación “a los cristianos y a la humanidad” hasta la incorporación de las valiosas reflexiones de innumerables científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales dentro y fuera de las Iglesias (7).
No se trata de emular los conocimientos ecológicos de la comunidad científica, ni de competir con los movimientos sociales en su empeño por defender la tierra, ni siquiera de advertir de los riesgos autodestructivos desde fuera como ha sido habitual en algunas declaraciones magisteriales; se trata de abrirse a una revolución ecológica que desborda las estructuras mentales anteriores, sitúe a la humanidad ante la necesidad perentoria de evitar la catástrofe ecológica, ofrezca nuevas motivaciones y estilos de vida saludables e ilumine con una nueva luz el universo cristiano en un momento de profunda regeneración interna y externa. Pervierten la intención de la encíclica quienes reducen su aportación a un simple apéndice de la Doctrina social de la Iglesia.
Elevar la ecología a paradigma acerca del ser humano, la vida, la sociedad y la naturaleza significa abrir un nuevo régimen que preste atención prioritaria a algo que había sido periférico y colaborar con todas las instancias científicas, sociales, religiosas y humanitarias en la dignificación de la casa común. Para dirigirse a la humanidad invoca los consensos mayoritarios alcanzados en la ciencia, en las plataformas cívicas y en las principales declaraciones mundiales; con ellos la encíclica actúa de simple notario de las voces acreditadas social y científicamente. Para abrir este espacio en el interior de la Iglesia cuenta ante todo con la voz de la tradición franciscana, con la aportación del P. Teilhard de Chardin (83. nota 53, cuya rehabilitación ha sorprendido a algunos sectores), con las declaraciones de conferencias episcopales que habían sido postergadas en las declaraciones magisteriales; con ellos ejerce la tarea del pastor que amplifica el clamor de sus periferias.
La pasión por el cuidado
Al utilizar el método de la Constitución conciliar Gaudium et spes basado en la observación de la realidad (ver), en el discernimiento de los signos del tiempo (juzgar), se orienta toda ella a promover la conversión personal y colectiva (actuar). La encíclica no pretende ser una reflexión académica, aunque recoja sus mejores aportaciones, sino un llamado a crear nuevos estilos de vida, renovadas motivaciones y prácticas liberadoras. “Quiero evitar un mensaje abstracto” (17), para favorecer la acción trasformadora, urgente y necesaria. Al comienzo de su ministerio, el papa Francisco había advertido su voluntad de ir a lo esencial y perentorio ”¡qué dirían de un médico que ante un accidente mortal se preocupara por el colesterol!”. Algunos comentaristas andan preocupados por los colesteroles. Si son de izquierdas, en negarle novedad a la encíclica: “no aporta nada, más bien se apropia de algo que no es suyo como ejercicio eclesiástico de maquillaje que distrae la atención de los graves problemas internos de la Iglesia”. Si son de derechas en cuestionar su legitimidad magisterial, ya que según ellos “la materia de la encíclica excede sus competencias”: “Un papa enseñando geografía no puede ser magisterio, es una simple opinión particular, que siembra las bases de un nuevo conflicto de Galileo”. En ningún lugar de la encíclica, el papa reclama originalidad más bien se sabe deudor de la conciencia colectiva de la que recibe también legitimidad. Por otra parte los conservadores nos tienen habituados a reconocer como magisterio aquello que coincide con sus posicionamientos ideológicos. Ante los unos y los otros, el papa se propone ofrecer “la gran riqueza de la espiritualidad cristiana, generada por veinte siglos de experiencias personales y comunitarias, a fin de renovar la humanidad… y las consecuencia que el Evangelio tiene en nuestra forma de pensar, sentir y vivir” (216).
No están en condiciones de afrontar la necesaria conversión ecológica los instalados en el optimismo del progreso que ven innecesarios “cambios de fondo” (60), porque creen en un “crecimiento material sin límites” (78), y tampoco los domiciliados en el pesimismo que ven inevitable la catástrofe planetaria porque consideran que el ser humano es inevitablemente una amenaza para el ecosistema mundial. Ninguna de las dos ideologías deja espacio a la acción responsable, preventiva y trasformadora.
Ni la espiritualidad que abandona la densidad de la materia, ni la teología que habla de una mundanidad sin mundo real ni el pensamiento ilustrado que en nombre de la complejidad desprecia la acción necesaria están en condiciones de afrontar la situación de la tierra. Sobre ellas pesa la ideología de la abstracción que convierte la espiritualidad en fuga del mundo, la teología del mundo en un ejercicio fantasma que nunca se pone en situación de mundo, y el pensamiento en un ejercicio retórico. La espiritualidad y la teología que intentan introducir a Dios en el escenario olvidándose de la escena, pierden tanto a Dios como a la escena. De la abstracción tampoco se libran ciertos intelectuales que separaron el pensamiento y la acción y olvidan que el incendio ecológico empieza en el comedor de la propia casa. Cuando preocupa más el pensamiento que la acción nos quedamos sin uno y el otro. Con meridiana claridad la encíclica descalifica estas posiciones ya que “no se trata de hablar tanto de ideas, sino sobre todo de alimentar la pasión por el cuidado del mundo” (216).
El camino hacia la tecnocracia
La pregunta que, en la tragedia de Esquilo, el coro hace a Prometeo sobre “quién es más potente la técnica o la naturaleza” ha planeado sobre la historia de la humanidad. El propio Zeus temía con razón que los hombres podrían ser más potentes que los propios dioses gracias a la técnica. La respuesta de Prometeo es inequívoca: la técnica es de largo más débil que la naturaleza, ya que ésta era inmutable y necesaria y se impone tanto al individuo como a la ciudad. La cultura judeo-cristiana introdujo un elemento decisivo al considerar la naturaleza producto de la voluntad de Dios y en consecuencia moldeable por la libertad humana; se tambaleaba su estabilidad ya que al ser un acto libre de la creación podía haber sido de otro modo. En el relato del Génesis, naturaleza y técnica son compatibles ya que la libertad humana puede conjugar el dominio de la naturaleza con el cuidado de la misma. Esta compatibilidad se rompió históricamente al concederle a los humanos poderes absolutos sobre la naturaleza, lo que se consideró la interpretación mayoritaria del mandato de creced y multiplicaos. La encíclica se sitúa abiertamente en contra de esta interpretación del relato bíblico que ha justiciado el dominio y destrucción de la naturaleza.
En la era moderna, la técnica dio un salto cualitativo al convertir la naturaleza en objeto de experimentación, posesión y dominio. La naturaleza se pone al servicio de las demandas de los seres humanos y estos se convierten en “maestros y poseedores”. La encíclica denuncia cumplidamente lo que llama “antropocentrismo desviado” (115, 119). La tecnología adquirió tal poder autonómico que se independizó de la voluntad humana, hizo imprevisible los resultados de su uso y dejó de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo. Los daños infligidos a nuestro planeta aumentan a ritmo acelerado, alentados por una economía que ha de crecer exponencialmente para ser viable y por un consumo exagerado que explota los recursos con desigual suerte entre los países ricos y los pobres. Del museo de horrores da cumplida noticia la encíclica, denunciando la profunda conexión entre la injusticia social y la devastación ecológica; son los pobres los que mayormente sufren la destrucción de la tierra de la que dependen. “La pobreza y su remedio tienen rostro ecológico”.
La tecnocracia es el paradigma que ejerce su dominio sobre la economía y la política con tanto poder que es “muy difícil prescindir de sus recursos o utilizarlos sin ser dominados por su lógica” (108). La encíclica habla de paradigma tecnocrático para significar que “nada queda fuera de su propia lógica sino que incide decididamente en todos los aspectos de la realidad, orienta las preguntas y los silencios culturales, establece los fines de la acción y el sentido de la búsqueda (109). Se necesita pues un enfoque totalmente nuevo sobre la forma de pensar y sentir, sobre la antropología y la relación de los humanos con la tierra, sobre el origen y destino del mundo. La encíclica construye esta nueva visión a través de la confrontación con el viejo paradigma tecnocrático que está en el origen de la degradación ecológica y se sostiene sobre una mirada parcial y fragmentada, sobre una antropología “que enfrenta al sujeto a lo informe totalmente disponible para su manipulación” sobre una gestión política a merced de los técnicos y una ética basada en el interés incapaz de poner límites a la eficacia de la técnica. En consecuencia, la encíclica se propone “conformar una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático con una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad” (112), y de este modo “volver a ampliar la mirada, limitar, orientar y colocar la técnica al servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral “El paradigma ecológico que “viene a liberar del paradigma tecnocrático reinante” entraña una nueva racionalidad, una nueva antropología, una nueva cosmología llamados a transformar la conciencia humana y abrir el universo cristiano a nuevas fronteras y horizontes. La propuesta de una ecología integral va más allá de la preocupación ambientalista e incorpora el valor del trabajo, el sentido de la economía y los estilos de vida. El conflicto entre ambos paradigmas puede verse en el siguiente cuadro.
Paradigma tecnocrático | Paradigma ecológico |
Mirada parcial y fragmentada (110) | Global e integrada |
Naturaleza sometida al dominio e interés | … al cuidado y colaboración (82) |
Fortalece individualidades | Fortalece lazos sociales (116) |
Enfatiza el crecimiento económico (82) | … el desarrollo humano y social |
Interesado en los medios | Interesado en los fines (61) |
Poder humano sin límites | Conciencia de los límites |
Ser humano señor de la naturaleza (116) | … administrador responsable |
El valor es el rédito y el provecho | El valor real de las cosas |
Al servicio de unos pocos(190) | Al servicio de las mayorías empobrecidas |
El paradigma ecológico
El nacimiento de un nuevo paradigma se acompaña de auténticas mutaciones requeridas por una revolución científica, por un cambio colectivo de mentalidad y por nuevas experiencias que ya están en acto rompiendo la geopolítica de la impotencia. Señalaremos dónde están las principales transiciones.
Frente a la racionalidad instrumental, la lógica ecológica se basa en la conectividad, la interacción y el proceso. La expresión más repetida en la encíclica es “todo está conectado” (91,117, 240), “nada puede analizarse ni explicarse de forma aislada” (61). “En el seno del universo podemos encontrar un sinnúmero de constantes relaciones que se entrelazan secretamente” (240) ¿Cuáles son las vinculaciones más significativas que conforman la visión ecológica? Las conexiones espaciales muestran la íntima vinculación entre lo local y lo global, entre lo regional y lo nacional, entre lo nacional e internacional, entre el cielo y la tierra; las conexiones temporales establecen vínculos entre el pasado y el presente, entre la generaciones actuales y las generaciones futuras. Las conexiones sociales han vinculado la pobreza y el ambiente, la suerte del Sur con el destino del Norte, los países hegemónicos con los países periféricos. Desde esta conectividad se establece la tesis principal de la encíclica que vincula la “opción por los pobres y la defensa de la naturaleza” “los pobres crucificados y las criaturas arrasadas por el poder humano” (241). Ignorar esta racionalidad sistémica lleva a buscar inútilmente el foco central o el “pasaje cumbre de la encíclica”, que el obispo de San Sebastián ve en el sentido trascendente de la vida, y el obispo de Valencia lo encuentra en la condena del aborto. Es justo lo que la encíclica ha querido evitar al trascender la lógica binaria que siempre suma cero “o trascendente o inmanente”, “o muerte o vida” Pasamos de largo por encima de la racionalidad sistémica que permite afirmar ambas cosas sin necesidad de elegir una de ellas, Más todavía en la lógica sistémica (ecológica) no hay centro ya que todos los elementos son inseparables.
El paradigma ecológico produce, igualmente, una mutación antropológica; el ser humano es un ser relacional (118), estrechamente conectado con Dios, con el prójimo, con la tierra (66). “La persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas” (240). El papa denuncia una “concepción equivocada de la antropología cristiana” que ha tenido funestas consecuencias. Al afirmar que el ser humano es el señor del universo en lugar de un “simple administrador responsable” ha trasmitido el sueño prometeico de dominio sobre el mundo. Y justificó la propiedad privada de los bienes de la tierra cuando en realidad la fe en Dios creador “niega toda pretensión de propiedad absoluta”. En la antropología ecológica, la naturaleza no es algo “separado de nosotros” sino que “somos parte de la misma e íntimamente compenetrados”, “Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura” (2).
El paradigma ecológico comporta asimismo una ética de los límites que es esencial para entender el alcance de la propuesta de Francisco. Ignorar los límites puede destruir el propio sistema. Una economía que no esté sometida a la política es autodestructiva, y una política que no esté sometida a la ética es inhumana. La ausencia de estos límites está en el origen de la degradación que se manifiesta en catástrofes naturales, en crisis sociales y financieras. La conciencia del límite es proporcional al cuidado de la fragilidad que comporta una ética de la responsabilidad que invita a proteger y custodiar la fragilidad en cualquier supuesto incluso en la fragilidad del embrión humano, como afirma la encíclica “proteger a todos los seres débiles, que a veces son molestos e inoportunos y no proteger a un embrión humano aunque a veces causa disgusto y dificultad” Es la experiencia del límite quien permite “recuperar los distintos niveles del equilibrio ecológico: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios. Es aquí donde la ética ecológica da el salto al Misterio y adquiere su sentido más hondo” (210). A la ética que se necesita para resolver una situación tan compleja no le basta sólo que uno sea mejor; se necesitan ambientes colectivos “ya que los individuos aislados pueden perder su capacidad y su libertad para superar la lógica de la razón instrumental y terminan a merced de un consumismo sin ética y sin sentido social y ambiental. A problemas sociales se responde con redes comunitarias, no con la mera suma de bienes individuales” (219).
Nuevas fronteras
La revolución ecológica sitúa al cristianismo ante nuevos retos y oportunidades que necesitan ser incorporadas a la vida cristiana, a la teología y a la espiritualidad. El cristianismo no se ha construido nunca sobre un vacío socio-cultural sino sobre convicciones, mentalidades y prácticas de cada tiempo que han ido desvelando aspectos olvidados y recreando la misma representación de Dios, el sentido de la fe, la relación de los seres humanos con el mundo. La emergencia de una nueva conciencia ecológica sin fronteras nacionales ni confesionales es un signo del tiempo para la maduración del universo de la fe cristiana; sus expectativas, convicciones, preguntas y dudas están llamados a fecundar la experiencia humana y cristiana, aunque ello suponga, de pronto, una profunda convulsión de visiones caducas. Si el cristianismo pierde el tono de su época y se refugia en fundamentalismos, seguridades e identidades atemporales perderá la fecundidad evangélica ya que no hay destino más duro que sentir que uno no pertenece a su tiempo. La encíclica es el intento más serio por parte del magisterio de conectar el cristianismo a las entrañas de nuestro tiempo y recuperar de este modo su condición de Buena Noticia.
La polifonía de la creación
Hace unos años le oí decir a un teólogo de raza que la entrada del método conocido como ver-juzgar-actuar en las comunidades cristianas había originado la devaluación del Evangelio y su conversión en mera sociología, cuyo resultado era el sometimiento de la Palabra de Dios a los condicionamientos socio-culturales, que sólo habían traído serias turbulencias. Aquel teólogo deseaba una fe y una teología resguardada de las inclemencias del espacio y del tiempo, de espaldas a las preguntas y a las dudas; se situaba en contra de la gran tradición teológica que siempre hizo la reflexión sobre la fe con los ojos abiertos.Uno de los más grandes del siglo XX, el teólogo suizo, Karl Barth, afirmaba que para su trabajo necesitaba el concurso de dos elementos: la Biblia y el periódico “lo máximamente fijado y canonizado y lo máximamente efímero y mutable” Una supuesta centralidad de la Palabra hizo que se abandonara la aportación conciliar del Vaticano II en la constitución pastoral Gaudium et spes, la observación atenta de los signos del tiempo como revelación. Desde el comienzo de su ministerio, el Papa Francisco advirtió de los efectos contraproducentes que comportaba distanciarse de la realidad para convertir a la Iglesia en un “museo de antigüedades” y en una realidad auto-referencial, que no se deja afectar por los gemidos de la gente y del mundo. Llamó a salir a su encuentro y hacer que el Evangelio asuma el cuerpo real de la historia. La encíclica recuperado el aire conciliar y se ha acercado de lleno a las grandes preocupaciones de una tierra hostil a causa de la actividad humana, ha buceado en la profundidad del misterio del mal que se manifiesta en el interés de los grandes poderes que destruyen las condiciones de vida de los más pobres, ha roto el silencio cómplice que impide llegar a acuerdos responsables en las convenciones internacionales y ha practicado su idea de Iglesia como hospital de campaña.
Esta apuesta por el método experiencial y contextual, que impregna la encíclica, está llamada a fecundar la fe y la teología, la vida cristiana y la institución eclesial a la escucha de la conciencia colectiva y el apremio de una sociedad más digna y justa que convierta la tierra en la casa común. La fe y la teología se fecundaron por las filosofías de cada tiempo, hasta construir admirables síntesis filosóficas-teológicas; posteriormente se abrió a las ciencias sociales y a la antropología cultural y se generó toda la gama de teologías de la liberación, y en nuestros días asistimos al encuentro con las ciencias desde la nueva cosmología a la biopolítica, desde la física cuántica a la nueva biología. En la encíclica, el papa invita e inaugura el diálogo con “las ciencias que están construyendo el futuro del planeta”. Aquello que científicamente está probado, se asume y se convierte en práctica acreditada como ha proclamado siempre la fe de la Iglesia. Y aquello que no lo está, como es el caso de los transgénicos, invita a “asegurar un debate científico y social que sea responsable y amplio”, “la ciencia y la religión que aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambas”. El mismo diálogo que muchos hubiéramos deseado sobre las políticas de control de la natalidad que merecen una posición más matizadas. La encíclica afirma demasiado rotundamente que “el crecimiento demográfico es plenamente compatible con un desarrollo integral y solidario”. Por supuesto hay que denunciar y combatir, en primer lugar, el consumismo extremo y selectivo de algunos. Pero no se puede ignorar la gravedad de la rápida multiplicación de la población humana y la imposibilidad de que este crecimiento demográfico continúe indefinidamente.
Las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad. También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad” (62). Al servicio de esta voluntad, la encíclica recupera todos los códigos expresivos y comunicativos que proceden de la filosofía, de la ciencia, de la literatura, de la poesía. Junto a un concepto científico aparece una poesía, junto a una denuncia se invoca una oración, la exegesis bíblica se completa con la intuición mística, lo que resulta novedoso en la tradición del magisterio de la Iglesia; como reconoce Leonardo Boff, el papa Francisco ha innovado y colocado a la Iglesia en la vanguardia del pensamiento ecológico.
“Si de verdad queremos construir una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje.” (63). Para algunos críticos, esta polifonía del lenguaje desmerece como magisterio; son aquellos que están más interesados por la ortodoxia que por la ortopraxis, más preocupados en defender certezas que en promover buenas prácticas, más por las ideas claras y distintas que por su capacidad trasformadora. Se olvida que la tradición cristiana, desde sus orígenes, era fundamentalmente simbólica, narrativa, alusiva, poética. Sólo se necesitó del concepto univoco cuando se hizo excluyente y precisó trazar fronteras, establecer dogmas e imponer la ortodoxia que siempre es fruto del poder.
La encíclica arremete contra todo lo que se sabe asimismo único y apuesta por la polifonía del lenguaje. Con la misma convicción, se opone al imperialismo económico, que se ha convertido actualmente en la referencia decisiva y casi única y muestra su nudo poder en el neoliberalismo, que ha trasformado la naturaleza en mero depósito de materiales a disposición de los seres humanos, y a éstos en productores y consumidores.
Un huésped incómodo
Cuando el paradigma economicista se trasmuta en la única y obligada referencia ideológica y expresiva, tanto los humanos como la naturaleza se convierten en monolingües, sin fisonomía propia, “sin atributos”. Al convertir a la naturaleza en objeto, también el ser humano acaba siendo objeto de manipulación y simple valor de cambio. Entones se pierde la individualidad de lo vivo y de lo inerte, lo que se traduce en monstruosas desigualdades económicas entre individuos y sociedades”. No siempre las religiones históricas han sido lo suficientemente lúcidas ante los gravísimos atentados contra lo humano y contra la naturaleza que ha perpetrado el economicismo de raíz occidental, porque, con las excepciones de rigor, ellas también se han integrado en el sistema, descuidando entonces la función crítica y profética” (Duch, L. La religión en el siglo XXI. Madrid, 2012, p.117). Es aquí donde se sitúa el diálogo de la encíclica con las ciencias actuales: mostrar que por decisivo e importante que sean hoy las ciencias físicas, químicas, biológicas, económicas y políticas no pueden capturar y malograr la pluralidad de lenguajes de lo humano. “Si bien esta encíclica, dice el papa, se abre a un diálogo con todos, para buscar juntos caminos de liberación, quiero mostrar cómo las convicciones de la fe ofrecen a los cristianos, y en parte también a otros creyentes, grandes motivaciones para el cuidado de la naturaleza y de los hermanos y hermanas más frágiles” (64)
El cristianismo es entonces un huésped incómodo por varias razones. En primer lugar por su inequívoca voluntad de generar cambio social, conversión personal y compromisos prácticos que se distancian del ejercicio meramente intelectual. Como escribía el gran teólogo Dietrich Bonhoeffer desde el campo de concentración “llegará una generación que sólo pensará aquello de lo que se pueda responsabilizar” La conciencia ecológica actual o genera compromisos éticos, políticos y espirituales o será sólo un discurso efímero: lo que lleva a denunciar a las “conferencias internacionales que se quedan en el reino de la idea, en buenas propuestas y proyectos”. Como decía en la exhortación La alegría del evangelio: “La ideas desconectadas de la realidad originan idealismos y nominalismo ineficaces… purismos angélicos, proyectos más formales que reales… (EG 231). La encíclica está orientada toda ella a generar procesos, comportamientos y buenas prácticas, que se despliegan en acciones cívicas que trascurren en la vida cotidiana, en estilos de vida que conforman personalidades y en trasformaciones política que crean condiciones colectivas. Una ecología integral será siempre un proceso personal, social y política. Lo que crea incomodidad ya que la acción ecológica vive la tensión entre el ideal soñado e imaginado y la realidad del límite, que se sustancia en resultados concretos y limitados. Las acciones ecológicas son sencillas e insignificantes pero se convierten en eslabones de una cadena. Para el papa Francisco importa más generar procesos sostenidos en el tiempo que obtener resultados puntuales e inmediatos ya que “el tiempo es superior al espacio” (EG 222-224).
La encíclica es consciente de la actual falsificación de la acción cuando se le priva de ética y conciencia de fines. Es la acción que escenifican los pilotos de los bombardeos cuando afirman que desconocían los resultados de su acción, o que se representa en la literatura del holocausto al afirmar que en el exterminio ellos sólo ejecutaban pero no conocían el producto final (Anders, G. La absolescencia del hombre. Vol. II. Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial. Pre-Textos, 2011; Boff, L. El cuidado esencial, 2007).
Esta falsificación de la actividad que va más allá de nuestra propia persona, está en el origen de la destrucción del planeta y de la ceguera colectiva. Si la era tecnocrática nos convierte a todos en ejecutores más allá de la conciencia, la encíclica propone un compromiso con la educación y con la responsabilidad política. Una de las vertientes de la profecía se sustancia en la política a fin de liberar el deterioro de la tierra y reestructurar la sociedad. En este tema no hay una tercera vía entre el sistema y la lucha, ni es posible un camino intermedio. Se han situado contra la encíclica aquellos a los que el papa denuncia como los principales causantes del desastre ecológico, son los que “detentan los mayores recursos y poder económico o político ya que enmascaran los problemas y esconden los síntomas” Sus estrategias van desde la negación del problema a la indiferencia, desde la resignación a la confianza ciega en la resoluciones técnicas.
Finalmente el compromiso cristiano con la ecología incluye “una crítica de los «mitos» de la modernidad basados en la razón instrumental (individualismo, progreso indefinido, competencia, consumismo, mercado sin reglas)” (210). La imaginación profética cuestiona el mito de “un crecimiento infinito e ilimitado que tanto entusiasma a los economistas y teóricos de las finanzas y de la tecnología” y desenmascara el “engaño sobre la disponibilidad infinita de los bienes del planeta que conduce a “exprimirlo al límite y más allá del límite”. Este crecimiento no se “ha acompañado de un desarrollo en los valores y de la conciencia moral”. Incorpora de este modo la posición de quienes defienden que ha llegado la hora de “ralentizar un poco el paso, poner algunos limites racionales e incluso volver atrás antes de que sea tarde”. No se trata de negar la energía creadora sino de utilizarla de otro modo. Es significativo que la encíclica introduzca el decrecimiento: “aceptar un cierto decrecimiento en alguna parte del mundo procurando recursos para que se pueda crecer de modo sano en otra parte del mundo”. En contra de esta posición se alinean quienes han convertido el crecimiento en imperativo, en un estado de ánimo, en un remedio a la angustia, en una garantía para el futuro de uno mismo y de sus familias. Se ocultan tres preguntas decisivas: ¿qué tipo de crecimiento?, ¿hasta dónde? y ¿a costa de quién y de qué?
La radicalidad profética le lleva al papa a desestimar la vía intermedia conocida como “crecimiento sostenible” que pretende conciliar el rendimiento financiero y la conservación del medio ambiente, lo que sólo consigue retrasar la catástrofe ya que no cuestiona la lógica financiera ni la tecnocracia, ni el progreso. Sin embargo es una posición muy frecuente en los comentarios oficiales sobre la encíclica el empeño en conciliar el crecimiento económico y la sostenibilidad ecológica sin cuestionar la lógica del crecimiento.
La acción divina
La representación de Dios en la historia ha sido la cuestión teológica por excelencia en todos los tiempos y el origen de las distintas espiritualidades ¿Cómo actúa Dios en un universo evolutivo y emergente, y a la vez sometido a la máxima autodestrucción? La teología mantiene hoy posiciones muy variadas y en muchas ocasiones opuestas. Unos consideran que Dios ha actuado una sola vez, al comienzo, desde entonces sustenta al mundo. Se ve a Dios como la Causa primaria del mundo, la Fuente insondable de la existencia del mundo mientras que las fuerzas naturales y las criaturas son causas secundarias que reciben de Dios la facultad de actuar con independencia. Otros le atribuyen una presencia mayor valiéndose del poder persuasivo para atraer el mundo en la dirección deseada. Hay quienes consideran que Dios actúa en el mundo del mismo modo como actúa el alma en el cuerpo, o como una de las condiciones iniciales de un acontecimiento que influye en el resultado final (Johnson, E. A. La búsqueda de Dios vivo. Trazar las fronteras de la teología de Dios, 2008, pag 246-248; Iglesia Viva 254, Repensar la providencia, 2013). En cualquier caso, la imagen de una intervención de Dios con independencia de los procesos naturales no resulta válida para la imagen científica del universo. Incluso la aparición de la vida, y posteriormente de la inteligencia, pueden explicarse sin necesidad de una especial intervención sobrenatural.
La encíclica no entra en el debate teológico sino que “quiere proponer a los cristianos algunas líneas de espiritualidad ecológica que nacen de las convicciones de la fe… una mística que anime, impulse, motive, aliente y dé sentido a la acción personal y comunitaria“(216). Motiva y anima el Dios que está en activo y dinamiza la tierra desde dentro, en, con y bajo los procesos cósmicos en forma “kenotica” y a través del funcionamiento libre de sus sistemas. Impulsa y alienta el Dios trinitario “que genera una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la trinidad” (240). Este modo de presencia se distancia de las representaciones de Dios como entidad metafísica, inmutable y apática, que sirvieron en otros contextos culturales, para experimentarle como dinamismo y energía del Espíritu que crea y sostiene por el amor y empuja al amor. No merece ser encontrado el Motor inmóvil ni el Jefe del universo que vigila y controla, sino Aquel que promueve la libertad creadora de los seres humanos y se hace presente en el presumible estallido (Big Bang), que produjo el mundo tal como lo conocemos. Sea por creación directa o por evolución azarosa o inteligente ¡la ciencia dirá!, la fe cristiana confiesa que el Espíritu es fuente y origen de todo, del espacio y del tiempo, de la naturaleza y de la historia, de lo inerme y de lo vivo. En la fe de Jesús, el Padre lo ocupa todo y no hay espacios desatendidos. No le importaban las cuestiones sobre la composición de la materia ni sobre la forma de la creación, le bastaba saber que procura por todo, nada se le resiste, nada se le escapa porque todo procede de Él. Dios todo en todos, exhalando vida, provocándola, sosteniéndola.
La encíclica profundiza en esta espiritualidad y recuerda que Jesús no estuvo interesado en conocer la identidad de su Padre ni descifrar el misterio de su presencia sino en captarle activo y contemporáneo “derribando los tronos a los poderosos, enalteciendo a los humildes, colmando de bienes a los hambrientos y despidiendo vacíos a los ricos” (Lc.1, 50). La forma lingüística del gerundio ha sido utilizada por el papa Francisco para expresar el dinamismo de la presencia divina frente a los sustantivos que la fijan y la limitan en acciones puntuales. Así lo entendió Ignacio de Loyola al ver en el gerundio la forma apropiada de representarse la presencia amorosa de Dios que “habita en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres entendiendo”. Así lo entiende hoy el papa Francisco que se sirve del neologismo “misericordiando” para indicar el modo de presencia y la forma de la acción de Dios. Con razón Antonio Machado invitaba a sus alumnos a gozar de las estrofas de San Juan de la Cruz: “Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura/ y, yéndolos mirando/ con sólo su figura/ vestidos los dejó de su hermosura”. Cuando Dios se ha convertido en un Ente se han contrapuesto la humanidad y la naturaleza, lo sagrado y lo profano, la creación y la evolución. Según esta visión dualista o se es creacionista o se es evolucionista, en lugar de pensar que es posible crear evolucionando. Dios y la humanidad no suman dos ni la creación y la evolución son formas contrapuestas. La mística cristiana que encontró en San Francisco de Asís su expresión más sublime, experimenta a Dios como creación, restauración y sanación.