Andrés Torres Queiruga reseña un libro de Jesús MARTÍNEZ GORDO, Estuve divorciado y me acogisteis. Para comprender ‘Amoris laetitia”. Otra reseña de Marciano Vidal sobre el mismo libro en el inminente número 268 de Iglesia Viva [PPC, Madrid 2016, 221 pág.] Esperamos comentarios. Vale la pena añadir al blog nuevas opiniones. IV.
Hay libros que, si no existen, deben ser escritos. No es tópico decir que tal es el caso de este ensayo de Jesús Martínez Gordo. Lo necesitábamos para hacer claridad sobre una situación extraña, extrañísima. Una iglesia en claro trance de normalización y entrando en un elemental sentido de realismo histórico, aparece agitada por choques inesperados y asombrada por el ruido de gritos incomprensibles.
Cardenales serios y solemnes se tiran al monte, en un desafío sin precedentes, impensable hace muy pocos años. Ellos, que han callado durante tres décadas de restauración, proclamando casi como norma suprema la obediencia al papa, con un estilo en el que, escala abajo, participaron y ejercieron sin dejar opción a la réplica ni al disenso más responsable, de repente asumen aires demócratas e incluso están dispuestos a romper su propia regla. Lo hacen frente a un papa que, finalmente, aparece en la iglesia y ante el mundo con sentido común, voluntad democrática y corazón evangélico. Y se acuerdan ahora del diálogo, el debate y la participación, e incluso amenazan con amonestarlo y, si fuese necesario, con deponerlo.
Tomo este gesto último, incomprensiblemente histriónico, como signo y síntoma de una situación oscura, de resistencias ratoniles alérgicas al movimiento y cerradas a la historia. Ante la llamada a retomar el Concilio y dejarse llevar por el viento del Espíritu, buscando una iglesia abierta a la misión y fiel al Evangelio, persiste en muchos la nostalgia de las cebollas de Egipto: una iglesia clausurada en sí misma y poniendo el código en el lugar del corazón para juzgar al hermano con un moralismo tan cruel como obsoleto, oscureciendo así la luz del Evangelio y taponando con legalismo el fluir infinitamente generoso de la misericordia divina. El mundo —escribió alguien tan poco sospechoso en este punto como Jean Paul Sartre— espera un Creador, un Dios digno de los anhelos más íntimos del alma humana, e insisten y persisten en darle un gran Jefe, que controle la libertad, ignore el sufrimiento y mate la alegría de vivir.
Espero que se me disculpe este desahogo. De algún modo era indispensable para explicar por qué considero necesario este libro. Ante todo, y acaso, sobre todo, porque arroja una claridad lúcida y una información precisa sobre la situación. De repente, datos que aparecían dispersos y no conectados, personajes de los que sonaba el nombre pero cuyas ideas no eran bien conocidas, aparecen en su lugar y contexto precisos. Y todo comienza a tomar consistencia.
El libro se inicia con una mirada al pasado reciente, es decir, al tiempo en que, de modo lento pero con una coherencia inflexible, se fue cociendo el ambiente donde vino a insertarse el pontificado del papa Francisco. Desde la Humanae vitae y la crisis de la moral, a través de la domesticación de los sínodos, hasta la renuncia de Benedicto XVI, se formó un horizonte cuidadosamente cerrado a la renovación. Uno de los apartados más lúcidos de este libro —”Orden, doctrina y ley” (pág. 52-56)— presenta la estrategia, bien pensada y rígidamente ejecutada, de la restauración postconciliar: 1) “promoviendo al episcopado sacerdotes que aceptaran, sin dudas ni fisuras de ninguna clase, el magisterio”, reforzándolo con un juramento de “devota fidelidad” a sus enseñanzas; junto a esto, “acabar arrinconando a los bispos más abiertos y conciliares”; 2) “una revisión a fondo —lenta pero inexorable— de la capacidad magisterial reconocida por Pablo VI a las Conferencias episcopales”; 3) “dotar de consistencia magisterial a las ‘verdades innegociables’, desactivando la autoridad intelectual “particularmente de los teólogos moralistas” y “de algunos eclesiólogos”.
Sobre este rígido tablero se desarrolló la gran partida de la renovación… y de las resistencias: “Puertas abiertas y vientos huracanados” (63-96), reza el expresivo título del segundo capítulo. Por un lado, el nuevo estilo de Francisco: “¿Quién soy yo para juzgar?” y la consulta abierta a la voz del pueblo de Dios. Por otro, las reacciones: intento de vuelta atrás por el cardenal Müller; respuestas positivas de los cardenales Maradiaga, Marx y Kasper; y la primera sorpresa: se anuncia la tropa aguerrida de los cardenales más rígidos, que, en un libro conjunto, se convierten en campeones de la ortodoxia contra el Papa (autoridad antes intangible…, cuando pensaba como ellos). No se pierda nadie, lector o lectora, el lúcido análisis a que el autor somete, punto por punto, sus diversas argumentaciones (80-96).
Los capítulos siguientes, 3-4, están dedicados a la historia agitada y compleja de los dos sínodos: el extraordinario de 2014 y el ordinario de 2015. El nuevo estilo, tanto en el funcionamiento verdaderamente sinodal —traduzcamos “democrático”— como en el espíritu de humildad, amor y comprensión con que se planteó, encendió el entusiasmo y provocó las resistencias. Los dos temas principales —fundamentalmente: homosexuales y divorciados vueltos a casar civilmente— dividieron el sínodo, que logró abrir horizontes, pero no pudo llegar a resultados unívocos.
El Papa, que fomentó la libertad y respetó las decisiones, abrió entonces un periodo de reflexión, como preparación del Sínodo Ordinario de 2015. No es fácil agradecer de verdad la clarificación que el autor ofrece en el capítulo 4, pues permite situar en su lugar preciso los enrevesados y muchas veces confusos datos que ocuparon la atención y la preocupación de los participantes y agitaron con viveza la atención pública.
Se formaron dos frentes claramente antagónicos. La minoría renitente estaba compuesta por tres grupos: el africano, el estadounidense (con algunos europeos) y la minoría europea (con representación española), queda bien explicada en su ideología y en sus estrategias, no siempre limpias. Frente a ella la mayoría sinodal, logró evitar una guerra fratricida: buscando un consenso posible y dejando en un segundo plano la discusión de la homosexualidad, se centró en los divorciados y se esforzó en demostrar que la renovación no anula la verdadera continuidad de la fe, sino que promueve su realización auténtica. El cardenal Schönborn, acudiendo a las “simientes del Verbo” (las “razones seminales” de la Patrística), tuvo un protagonismo cordial (no ajeno a venir personalmente de padres y abuelos divorciados). Quedaba trabajado el terreno para el Sínodo Ordinario.
El capítulo 5 —“El equilibrio, inestable y abierto, de la misericordia” (163-192)— muestra el resultado del mismo. Los cardenales de la minoría continúan en el monte y lanzan otro libro (esta vez incluyendo el nombre del cardenal Rouco); pero el efecto sorpresa había caducado y este libro “pasó con más pena que gloria” (166). Contribuyeron a esa campaña “el curialista homosexual” Charamsa (aunque este con intención distinta), la filtración de una carta secreta dirigida al Papa (con trampas internas: de trece cardenales firmantes en principio, quedó sólo media docena) y el burdo embuste de una enfermedad mental del Papa. Por fin, la sensatez y la cordura, el ejemplo papal y la llamada al amor evangélico marcaron el estilo sinodal: acogida y no exclusión.
No se ha logrado la claridad unívoca ni la magnanimidad deseada en el tema de la comunión de los divorciados. Pero en el horizonte brillaba una nueva luz. A ella no fueron ajenas “dos memorables intervenciones” de Francisco: “El papa no está, por sí mismo, por encima de la Iglesia” y “La palabra ‘familia’ ya no suena igual que antes del Sínodo” (así las titula el autor). El capítulo final, el 6 (193-211), está dedicado a la Exhortación postsinodal Amoris laetitia, informando de su presentación pública, ya substraída al control de la Curia, y de su verdadero y auténtico espíritu, decidido a la renovación y abierto al futuro.
El ensayo acaba con un deseo: “Dios guarde a Francisco muchos años. Tantos como necesarios sean para que puedan dejar abiertas o, por lo menos, entornadas, muchas más puertas en la Iglesia. Y no sólo las referidas a la pastoral familiar y a la moral sexual”.
Palabras justas de un libro escrito con valentía, lucidez y claridad, precedido por un prólogo de Mons. Bruno Forte, teólogo cordial y con importante participación en el sínodo. Merecen ser atendidas y acaso meditadas con cuidado, tanto por los que, impacientes, claman por medidas apresuradas que pondrían en peligro todo el proceso, como por los que, renitentes, no acaban de ver que el río del Espíritu non hace más que arrastrar chatarra moral y vieja impedimenta teológica, para así poder fecundar de nuevo la tierra con el agua, antigua y siempre viva, del Evangelio.
Y, permítaseme una observación final, aunque pueda resultar algo críptica: léase atentamente este libro, porque posiblemente —al menos así lo espero— no tardará mucho tiempo en ser leído como el protocolo de discusiones obsoletas, sólo explicables por la resistencia de unas mentalidades anacrónicas y moralizantes que todavía no han caído en la cuenta de la autonomía (mejor, de la teonomía) de la moral ni del carácter única y exclusivamente misericordioso de Dios.
¿Quién soy yo para juzgar?.
Esto queda muy bien decirlo. Pero a la hora de hacerlo bueno. La cosa se complica. El pobre Papa Francisco, bien intencionado, se encuentra que al más mínimo amago de insuflar amor a la institución que preside, le forman un cisco.
Si no es licito moralmente juzgar. Toda la moral católica basada en que es pecado y que no. Simplemente sobra.
Dios le habla al hombre en su corazón. Y con su corazón el hombre le habla a Dios. Y sobran intermediarios. La espiritualidad está eminentemente basada en la libertad y el libre albedrio. Nadie. Ni clérigo ni laico, tiene autoridad alguna para salvar o condenar a nadie, en el terreno del espíritu.
Es absurdo que un divorciado y vuelto a casar, por ejemplo. Se condene y viva en pecado, o se salve. En virtud de una votación de Srs. que se arrogan el derecho de votar sobre su vida.
El espíritu en su libertad. Está fuera del vetusto edificio religioso católico.
Si alguien quiere guiarse por las parábolas egipcias de los evangelios. Que salga fuera de los templos. Y que acampe en la naturaleza. Porque lo que encuentre en los templos, es.
“Chatarra moral y vieja impedimenta teológica”.
Templos igual a Iglesia Católica. Cuando un edificio amenaza ruina. Lo propio es derruirlo todo y construir de nuevo. Pero si derruimos, en este caso, nos encontramos que no necesitamos reconstruir. Porque como bien sabían los auténticos primeros cristianos. Los gnósticos cristianos. La relación con el Padre Sol a través del mito solar Jesucristo. Era directa e individual, sin necesidad de intermediarios que se encaramasen a los hombros de los fieles, para medrar a su costa, y para amargarles la vida con su moral estúpida y obtusa.
La Iglesia Católica, y el cristianismo todo. Lo tiene “crudo”. Para otros tiempos ha servido como control del pueblo. Como el pueblo ha roto la barrera de control. Pues ya no vale para nada. Sigue como un cadáver al que por inercia aun le crece la barba….