«La Iglesia debe posicionarse con radicalidad por la misericordia social»
—La pandemia ha sorprendido a casi todos. ¿Cómo lo vivió usted? ¿Cómo están siendo estas semanas?
—Al principio, incrédulo, como Tomás. La experiencia de la gripe A o del ébola me habían inmunizado negativamente. Resultaron alarmistas. Además, todo acabó en beneficio de la farma-industria. Después, sensación de irrealidad. Una gravísima amenaza para la especie humana que no proviene de un ataque nuclear sino de un ser microscópico… al que hemos de combatir con vida monacal: recogimiento, distanciamiento físico, vida esencial, hábitos de vida sana e higiene de manos. Paradojas. En fin, una experiencia social inédita para nuestra época, que me estimula a pensar. En casa nos hemos adaptado razonablemente bien. Me ha ayudado a vivir la Semana Santa de modo más real y… a descubrir que en la acera de enfrente viven varias parejas jóvenes con niñas que me saludan desde su ventana. Es una pequeña alegría. Pero también dolorido, por no poder acercarme a mi «ama». Por las más de 20.000 personas fallecidas. ¡Una entresaca cruel! Por esas muertes en soledad, que se han ido sin poder recibir el mínimo de cariño y afecto de sus seres queridos. Por estos, que han vivido en la impotencia de no poder siquiera tomar la mano de sus padres y madres en el momento de la última despedida.
—Los trabajadores que están permitiendo que el país funcione son, en gran medida, los que antes se llamaban «mano de obra no cualificada». ¿Tenemos que repensar algo en las relaciones laborales y económicas, más allá de programas de ayuda?
—En efecto, parece que nos hemos dado cuenta de que, en estas condiciones de excepcionalidad, la sociedad no puede prescindir de limpiadoras, basureros, cajeras, conductores… Resultan esenciales. Sí, merecen también el aplauso, pero más que eso, salarios y condiciones laborales dignas. Necesitan una reforma laboral que les aporte poder de negociación. Sin poder, la prioridad del trabajo sobre el capital de la Doctrina Social de la Iglesia se queda en bellas palabras.
También es llamada a la Iglesia a estimar el trabajo, el oficio manual o técnico. Son «los santos de la puerta de al lado» que dice Gaudete et Exsultate. Hete aquí que los oficios salvan a la sociedad. Fabricar máquina-herramienta, utilizar la máquina de coser o la impresora 3D para producir mascarillas son acciones que realmente salvan. Los biotecnólogos, de cuyas investigaciones para dar con una vacuna eficaz tanto esperamos. Permíteme que mencione a los profesionales sanitarios y sociales, con todos los colores de sus batas. Están viviendo una experiencia colectiva e intensísima de entrega, riesgo y lucha. Creo que están reviviendo con intensidad la dimensión vocacional y social de su trabajo: curar, salvar personas. Sí, el trabajo como bien social.
—El coronavirus y la paralización de este país (y otros) han causado una crisis económica, ¿cómo articular política y Evangelio para recuperarnos? ¿Tenemos que cambiar algo? ¿El qué?
—Todavía no acabamos de hacernos idea de lo que viene. Estamos aún en la burbuja del confinamiento. La misma Iglesia, vamos a sufrir económicamente. Lo principal es actuar con espíritu constructivo y colaborativo, pensando en que lo mejor para cada cual vendrá no del sálvese quien pueda, sino de la búsqueda del bien común. Hay que reforzar la cooperación en todos los ámbitos incluyendo el internacional, por ejemplo con América Latina y África. Es una crisis global que requiere acción concertada global. El problema es que EEUU ha renunciado ciegamente a involucrarse en el mundo bajo el «América primero» y que la pretensión de hegemonía geopolítica de una China de partido único no suscita confianza. Es de denuncia pública la decisión de Trump de suspender la aportación norteamericana a la Organización Mundial de la Salud. No tenemos los líderes mundiales que necesitamos.
—Europa y pandemia por coronavirus. Presente y, ¿futuro?
—En el ámbito europeo se trata no solo de facilitar el endeudamiento de los Estados, sino de inyectar dinero público para ayudar a sostener la economía de las familias y empresas en el periodo en que la coyuntura económica sea más dura. Se trata también de buscar una salida equitativa de la crisis, evitando que unos países saquen ventaja competitiva respecto de otros. Si la UE esta vez no tiene alma solidaria, como pide el Papa, acabará a los pies de los caballos del ultranacionalismo euroescéptico y xenófobo. Está reaccionando. Vamos a confiar. En Europa se libra una batalla de alcance global entre democracia y populismo autoritario. La democracia debe mostrarse útil y eficaz para proteger a los ciudadanos en el contexto de la globalización. Se trata de inmunizar la democracia del virus infeccioso del autoritarismo populista que emerge en una crisis de esta magnitud.
—También parece que vivimos en una crisis política en España. ¿Cree que los políticos han estado a la altura? ¿Y los ciudadanos?
—En el caso español, alabo las medidas de protección a los sectores más vulnerables que está adoptando el gobierno. Echo en falta una cooperación franca entre los diferentes agentes políticos, a la altura del desafío sanitario, económico y social que vivimos. Venimos de una sociedad enquistada en la desigualdad social y en la confrontación política. La pregunta es si, de la crisis de la COVID-19, saldremos con mejoría del cuadro clínico o con agravamiento. ¿Saldremos con orgullo de lo conseguido con nuestra lucha común o acumulando un nuevo agravio de rencor y división? Toca hacer país con hechos, no con soflamas. Esto requiere una búsqueda más activa de complicidad por parte del presidente Sánchez y que Casado gane en convicción de que lo mejor, también para el partido, es el bien del país. Creo que el electorado católico del Partido Popular es más partidario de sumar y construir. Toca también contar más con los nacionalismos, el mando único del estado de alerta lo es en un estado compuesto, autonómico. Ellos a su vez han de aplazar la agenda soberanista en pos del bien común. Claramente, las prioridades de la legislatura se han visto radicalmente alteradas. Toca sostener a las familias y a la economía, para después relanzarla, manteniendo en guardia la sociedad ante el virus, hasta que haya vacuna. En todo ello, los presupuestos generales del Estado son críticos. Quien no lo entienda, lo pagará.
—La verdad estaba en crisis antes de la pandemia, y ahora algunos elementos se han agudizado. ¿Cómo valora el papel de los medios, periodistas y gobierno? ¿Qué se ha hecho bien y qué se podría mejorar?
—Sí, los hacedores de fake news se están pegando un festín. Por otra parte, los medios tradicionales están haciendo una labor impresionante de información y análisis. Otro servicio esencial. No obstante, echo en falta una prensa menos alineada en la lucha partidista, más ecuánime.
—El papel de la Iglesia en la crisis del coronavirus ha sido cuestionado. Se le ha acusado de que no es visible. ¿Cómo lo valora? ¿Cree que se podría hacer algo mejor?
—Sí, la Iglesia española ha quedado un tanto ausente en el espacio de la opinión pública. No quiere decir que no haya hecho nada, sino que no se le ha visto. El problema de comunicación de la Iglesia, un tanto anclada en viejos lenguajes, en una cultura que privatiza la religión es un problema más complejo. Sí, he echado en falta un mensaje público espiritual y ético. Lo ha tenido el Papa, que ha dado con el tono adecuado. Condolerse de forma creíble con el sufrimiento provocado por la pandemia, priorizar la solidaridad y la unidad y alentar la esperanza… hasta con un plan de resurrección. La tarea es significar ante la sociedad donde está Dios en esta pandemia. En quien sufre. En quien ama. En quien espera. Con todo, alabo lo principal: que los obispos hayan mantenido para toda la actividad eclesial el criterio de respetar y cumplir el decreto de confinamiento… que de todo hay en la Iglesia.
No obstante, por hacer justicia a la acción de la Iglesia en España, tras el primer aturdimiento y las cancelaciones de tantos actos, vino una pronta reacción de las entidades sociales y sanitarias de Iglesia que han tenido que adaptar y reforzar su acción con los colectivos en exclusión, con los ancianos en residencias, también en hospitales. Las instituciones públicas locales las han necesitado para poder dar respuestas rápidas. No hay que olvidar tampoco el extraordinario esfuerzo de la enseñanza telemática por parte de docentes y centros católicos. Por otra parte, la Iglesia somos todos sus miembros. Hay multitud de cristianos laicos en todos los trabajos esenciales y en todas las familias confinadas. Hay que dar visibilidad a cómo vivimos nuestra vida y trabajo desde el compromiso de la fe. Nos toca también comunicar laicamente de forma expresa y pública la fe que nos sostiene.
—¿Cree que la Iglesia ha sabido adaptarse, por ejemplo, en la vida litúrgica?
—El confinamiento es doloroso para un catolicismo de cuño celebrativo, litúrgico, público. Más aún en un tiempo tan especial como la Semana Santa. Ha habido formatos múltiples. El Papa y los obispos han recurrido a los medios de comunicación. Por su parte, las parroquias y comunidades han tirado como nunca de las redes sociales, celebrando la Semana Santa de una forma intensísima. Hemos vuelto a la Iglesia de las catacumbas, a la Iglesia doméstica, construyendo pequeños altares en muchas de las casas. Atención, en esta versión digital han quedado un tanto abandonadas las personas mayores. Faltan listados con nombre y teléfonos y modos de mantener el vínculo en condiciones de distanciamiento social. Otra forma de respuesta ha sido la de muchos monasterios, particularmente femeninos, en los que las comunidades han sostenido la vida litúrgica sin sacerdote exterior.
—¿Qué reflexión hace sobre la nueva normalidad de la que se habla?
—Pasada la fase de confinamiento, se abrirá un periodo de vuelta a la normalidad (vigilada) que no es corto, sino largo, hasta el logro de la vacuna. Puede ser año y medio. La Iglesia deberá adecuar su acción litúrgica, catequética y formativa, también sus fuentes de financiación, a las limitaciones de la nueva normalidad. Un momento importante a cuidar será el de la celebración de los funerales de las víctimas de la pandemia. Debe evitarse toda pretensión de monopolio de significado sobre la muerte en una sociedad que es plural. Y debe prevalecer con autenticidad poner en primer término el proceso de duelo que las personas y familias necesitan. Las comunidades cristianas, sus pastores, han de salir al encuentro de quienes han de hacer su camino de Emaús.
Pero, sobre todo, en este «mientras tanto» se van a adoptar muchas decisiones que luego, seguramente, serán irreversibles. Cada actor social va a intentar aprovechar este tiempo para fraguar la dirección de los cambios. El riesgo de la Iglesia es el quietismo. Esperar que pase todo para volver a la vieja normalidad. No va a volver. Si se queda quieta, puede quedar fuera de juego, sin capacidad alguna de relevancia evangélica en la sociedad. Probablemente asistamos a una aceleración de tendencias. Es preciso discernir lo que está en juego, cuáles son las corrientes profundas e intentar incidir en la orientación del cambio epocal. En mi opinión, ante la desigualdad en lo social, ante la confrontación en lo político, ante la tribalización en lo cultural, la Iglesia debe posicionarse con radicalidad por la misericordia social, la prevalencia del bien común y la mano tendida al diálogo intercultural. Se trata de ser, desde Dios, sacramento de unidad de todo el género humano, no un factor añadido de división o polarización social.
—¿Cabe un cambio antropológico?
—Tengo enormes dudas sobre las posibilidades de un cambio antropológico. Temo de la nueva normalidad la división, la marca, entre positivos y negativos. Temo dinámicas de rechazo y discriminación social por el miedo al contagio. Temo levantamiento de barreras sociales y de fronteras nacionales. Temo trueque de libertades por seguridades. Pero también veo que la crisis ha abierto una ventana a la cuestión antropológica. Estamos viviendo una experiencia colectiva de vulnerabilidad, como especie humana, ante un enemigo microscópico. «Todos somos frágiles», que dice Francisco. Todo un portazo a las expectativas del superhombre del transhumanismo. Por otra parte, la contingencia nos abre a la experiencia religiosa. Además, nos hace más conscientes de las amenazas de la crisis ecológica y de la urgencia de actuar con radicalidad. Esta crisis del coronavirus es un icono del nuevo tipo de problemas a los que la humanidad debe hacer frente, con más humildad y con más provención.
—Esta semana, el secretario general de la Conferencia Episcopal, Luis Argüello, dijo lo siguiente respecto a la gestión política de la crisis: «Está predominando el esquema de la antigua normalidad, poner por delante la ideología», y ha hablado de la necesidad de una Nueva Transición en la que se «dejen atrás los intereses ideológicos». ¿Qué opina?
—Creo que lo propio de una sociedad plural es que haya proyectos ideológicos diferentes. La ideología no es algo negativo. Es una construcción del significado de la realidad social y de transformación de la misma a través del poder político. Una constelación de valores ordenada en una agenda socialmente soportada. Lo que es negativo es radicalizar la confrontación de estas visiones en función de intereses de conquista del poder político o desalojo del adversario, más aún bajo la conciencia de que tal polarización erosiona instituciones y destruye políticas de servicio al bien común. Si se refiere a esto en lo que llama «antigua normalidad», estoy de acuerdo.
—Respecto a la Renta Básica Universal (RBU) que propone el Papa, monseñor Argüello ha dicho que es necesaria pero que no debería permanecer en el tiempo. ¿Qué le sugiere esta reflexión?
—Cáritas lleva planteando desde 2010 la necesidad de una renta mínima de garantía de ingresos, cuyo coste cifraba en 6.000 millones de euros. Ya en esas fechas lo concebía como permanente. El Informe Foessa había revelado la desigualdad creciente incluso antes de la Gran Recesión. Creo que en la reflexión del secretario general de la Conferencia Episcopal se han solapado dos debates: el de Renta Básica Universal versus la Renta de Garantías de Ingresos, con el debate de permanencia o temporalidad de una política de rentas mínimas. Desde la experiencia de tres décadas en el País Vasco, soy un gran defensor de la Renta de Garantía de Ingresos. Esta figura responde a situación de contingencia. Es permanente. Además no es concebida como un subsidio sino como un derecho subjetivo. Por el contrario, tengo numerosas dudas sobre la Renta Básica Universal como derecho de ciudadanía, sea cual fuere la situación económica y laboral de la persona, en la utopía de una sociedad sin trabajo asalariado. Además de muy costosa, creo que no es realmente igualadora. Por otra parte, cuando en Davos se plantea la propuesta de la RBU, como respuesta a la robotización y la digitalización de la economía, sospecho que puede acabar siendo una operación caritativa del capitalismo para evitar la rebelión de las masas descartadas del sistema. Puede ser peligrosamente utilizada como sustituta de las prestaciones universales del Estado de Bienestar. Además, reivindico que el trabajo no sólo tiene una dimensión salarial, sino también antropológica. Algo de esto ha dicho Luis Argüello con la profundidad de análisis que le caracteriza. Con todo, el episcopado español debe dar un apoyo sin reservas a la propuesta del Ingreso mínimo vital.
—Justamente, el Papa pidió hace unos días, en Santa Marta, orar por los políticos. «Es una alta forma de caridad», dijo.
—Sí, la política es una altísima forma de caridad, normalmente incomprendida. Creo que quienes en esta crisis están en responsabilidades de gestión, en cualquier nivel institucional, como el ministro Salvador Illa, —que, por cierto, me consta que es cristiano—, necesitan todo el apoyo y oración. ¡Están dándolo todo!