Hace unos días el teólogo Jesús Martínez Gordo nos relataba cómo el cura de su pueblo estaba estableciendo contacto más estrecho con su pueblo aprovechando el confinamiento. En este artículo continúa su reflexión sobre el futuro de la Iglesia en la desescalada, menos clericalista y más participativa. IV.
Nunca me ha gustado el gnosticismo, sobre todo, por su desprecio o, al menos, descuido del espesor de la historia. Y ahora, en pleno “boom” de misas telemáticas, tengo la sensación de que puede irrumpir con una fuerza inusitada, si acabamos trasladando lo que es propio de tiempos excepcionales (dichas eucaristías telemáticas) a lo habitual (a las presenciales). Y como, contrapunto reactivo, tampoco me ha gustado nunca la profusión desmedida de celebraciones eucarísticas para llegar a cuantos más, mejor; no importando hacer del cura un funcionario (cuando no, un autómata) eucarístico.
Confieso que en estos días de confinamiento he sido testigo de una modesta iniciativa que me parece cargada de futuro y a medio camino entre tales extrapolaciones: muchas comunidades cristianas han formado redes gracias a las cuales han mantenido (e incrementado) la relación entre sus miembros hablando de lo divino y de lo humano e interesándose por otras personas que, pertenecientes a la comunidad, no tenían acceso a ese modo de contacto, pero de cuya situación si se tenía conocimiento. Las redes sociales han ayudado a formar una especie de “círculo o núcleo primero”. Creo que, finalizadas las misas en “streaming” y reabiertos los templos con las limitaciones de aforo conocidas y los temores que, sin duda, aflorarán entre una buena parte de los participantes habituales, sería bueno desechar la idea de celebrar misas como se pueden fabricar churros (una tentación que –por lo que me dicen– ronda a muchos de nuestros obispos y también a algunos curas) e invitar a los miembros de esos chats (ese “circulo primero” de la comunidad) a que, participando en estas “eucaristías en desescalada”, puedan llevar y repartir, a quienes lo soliciten, la comunión.
Recuperaríamos, sencilla y creativamente, una vieja y añorada figura: la de los diáconos y diaconisas que, siendo la voz de los pobres, enfermos, ancianos e impedidos ante la comunidad, lo serían también de la comunidad ante ellos y con ellos. Por eso, en estas “eucaristías en desescalada” tendría que haber un momento especial, quizá en la homilía, en la oración de los fieles y también en el canon, para recordar a las personas visitadas y conocer su situación. Y así, teniéndolas presentes en nuestra oración y corazón, incrementar los vínculos de pertenencia a una comunidad que tiene la oportunidad de dejar de ser, gracias a la pandemia, tan solo un conglomerado humano.
Supongo que activando una iniciativa de este estilo (u otra parecida) articularíamos lo que sabiamente gustaba recordar S. Vicente de Paul cuando proponía “dejar a Dios” (la eucaristía) por Dios” (para atender, en este caso, al hermano impedido y recluido en su domicilio). Y, a la vez, quizá estaríamos promoviendo nuevas formas de ministerialidad laical. E, igualmente, supongo que también sería posible empezar a poner en cuarentena el modelo (casi siempre, tridentino) de presbítero que, marcadamente clericalista, se sigue promoviendo en muchas de nuestras diócesis, así como las llamadas unidades pastorales; un circunloquio bajo cuya capa se quieren ocultar los funerales (también en silencio y sin duelo) de muchas de nuestras comunidades; sobre todo, de las más pequeñas.
Queda para otra ocasión la necesidad de repensar, siguiendo la pista abierta en el último Sínodo sobre la Amazonía, un nuevo modelo de “presbítero de la comunidad”, articulable con el conciliar y mayoritariamente vigente, a pesar de que esta posibilidad ponga muy nerviosos a quienes entienden el ministerio ordenado a partir solo del culto.
[Publicado originalmente en Vida Nueva]
¿Lo presencial? …hemos olvidado que antes de que Pio XII iniciara los trabajos por reforma litúrgica alrededor de 1948, los «fieles» presentes en la Misa rezaban el rosario y a menudo comulgaban fuera de la liturgia, antes o después. Tampoco hoy día son todos los que están ni están todos los que son. Durante los muchos años de los escándalos que explotaron al romper de este siglo y no cesan, los curas celebraban misas y los obispos los encubrían, pero la mayoría de los presentes ignoraban que asistían a celebraciones presididas por anticristos.
Es extraordinario que un Papa como JPII tan preocupado por atraer gentes al catolicismo, dizque tan jesuánico y mariano, no haya publicado una encíclica sobre la Eucaristía hasta que ya decrépito en abril de 2003 publicó Ecclesia de Eucharistia, que seguramente la redactó Ratzinger para que JP la firmara, y muy posiblemente fue publicada con el texto que lo fue, porque en el caos de los escándalos era necesario volver a colocar la figura del sacerdote-medidador del misterio en el centro de la atención.
Es difícil, obviamente, confiar en que quizás sea verdad que el Espíritu Santo guíe la historia, que en ello no puede errar si es quien se dice que sea, y por lo tanto que todo al fin y al cabo demostrará que las puertas del Infierno no prevalecieran contra la Iglesia, devenga ésta lo que devenga.
¡El miedo, siempre el miedo! tan incompatible con la esperanza.
El escándalo del lenguaje. Seguimos hablando de Dios como si ese «dios» fuese accesible o palpable, solo porque creemos que podemos imaginarlo si lo imaginamos elevando a la enésima potencia las virtudes humanas y, por razones obvias, evadiendo potenciar todo lo malo, lo mucho malo que el ser humano también es capaz de hacer, para que la imagen que nos hacemos de la divinidad sea solo una imagen benigna, buena.
No se deja a Dios cuando se echa a andar hacia las afueras del templo para ir al encuentro de alguna persona necesitada con ánimo de servirla. Cuando se aleja uno del sagrario, de la liturgia, del templo solo ocurre eso, el alejamiento de los ritos y los signos que crean la niebla que permite libertad para imaginar la divinidad a la medida de nuestras necesidades.
Si la Iglesia recién descubre la Amazonía como lugar teológico, para utilizar una expresión conocida, más bien debiera admitirlo con gran dolor o vergüenza. Lope de Aguirre la descubrió hace siglos no porque quería conocerla sino porque quería desentrañar su oro y por, para eso se adentró en ella. Pere Casaldáliga (no el único) la descubrió para escucharla y servirla hace mucho y bastante se esforzó porque se la reconociera aunque parece que sin mucho éxito, porque es ahora, recientemente, que la Amazonía ha sido reconocida por la Iglesia.
Esta precariedad que nos está imponiendo la pandemia, sobre todo en los ambientes urbanos y ricos, es el sentimiento que caracteriza a la existencia constante en medio de las selvas. Lo digo en plural, porque las favelas brasileñas, las chabolas, las tribus nómadas africanas, y tantas otras poblaciones y lugares humanos han sido y son junglas en las que solo se vive en zozobra, muy precariamente y, como la Amazonía, la Iglesia sigue sin reconocerlas como prioridad. Aún más, algunas áreas del planeta se convierten de repente en nuevas junglas. Por el ejemplo, el espacio marítimo entre las costas del norte africano y el sur europeo: Millares llegan a él buscando la felicidad para morir en él sin hallarla, de modo comparable a como Aguirre llegó para arrancar a la Amazonía el oro y murió en ella sin encontrarlo.
¿No debiera ser el lenguaje teológico o pastoral un poco más realista o menos pretencioso? Nadie puede saber si está cerca de Dios y nadie debiera confundir la identidad del pobre al que trata de ayudar divinizándola o engrandeciéndola con la identidad de Jesús de Nazareth que se imagine. ¿Por qué es tan difícil dejar de refugiarse en lo contemplativo silencioso y quizás misántropo para abrirse a la escucha activa del necesitado que solicita atención de acompañamiento?