Un relato de España

Adela Cortina ha sido miembro del Consejo de Redacción de Iglesia Viva durante 35 años (1980-2014). Escribió una docena de artículos en IV. Hoy ha escrito este en El País y nos parece muy adecuado para después del triste 1-0. 

El sí a la independencia supone rechazar el vínculo entre los pueblos de España, que tienen mucho que ofrecer en el concierto mundial desde una articulación de unidad y pluralidad que tan pocos países han sabido engarzar

En 1937 se publicó Viento del pueblo,el poemario del alicantino Miguel Hernández, que cuenta entre sus poesías con la que da título al libro. “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta” es el célebre comienzo de un texto empeñado en mostrar que no es ése un pueblo de bueyes, dispuestos a doblar la cerviz, sino ansioso de libertad y señorío. ¿Quiénes componen el pueblo? Miguel Hernández va desgranando los nombres de todos los pueblos de España y caracteriza a cada uno de ellos con un rasgo alentador. “Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada…” y así hasta haber nombrado a todos los que componen el conjunto de esa España, en que, según él, nunca medraron los bueyes.

Hace algunos días, en las páginas de este diario, José Juan Toharia lamentaba que en el conflicto territorial que estamos viviendo en nuestro país sólo los independentistas hayan contado un relato, que se ha ido imponiendo por sintonizar con los sentimientos de una parte de la población, y sobre todo por falta de alternativa. No parecen existir otras narraciones, capaces de ilusionar a las gentes en otro sentido, y eso favorece la causa independentista.

Y es verdad que las personas interpretamos los hechos desde los relatos que se han ido inscribiendo en nuestro cerebro desde la infancia y que se encuentran muy próximos a las emociones. Es verdad que las narraciones son indispensables para llegar al sentimiento, por eso todas las culturas educan a sus miembros contando cuentos y parábolas, que hunden sus raíces en el pasado y proyectan el futuro. Pero también es cierto que, como decía Lakoff, las historias para ser fecundas, no sólo tienen que ser atractivas, sino sobre todo tienen que ser verdaderas. Tienen que unir —añadiría yo— sentimientos y razón, convencer con argumentos, y no sólo persuadir con recursos emotivos, porque deben llegar a la razón de las personas concretas, que es una razón cordial. Y no es de recibo distorsionar los hechos para acoplarlos a una historia que puede ser eficaz en movilizar sentimientos, pero falsa. La posverdad es sencillamente mentira, y rompe el vínculo humano de la comunicación en provecho de quien la cuenta, se mida ese provecho en votos o en dinero.

El relato de España en que creímos muchos de nosotros es el de Miguel Hernández, el de un conjunto de pueblos a los que la historia, con sus avances y retrocesos, ha ido uniendo, y que pueden aportar cada uno mucho de positivo al acervo común; una aportación que, afortunadamente, no siempre se mide en dinero, como querría una sociedad mercantilizada.

No es de recibo distorsionar los hechos para acoplarlos a una historia falsa

Creímos en un conjunto de pueblos, con sus peculiares historias y tradiciones, pero con una historia y una lengua compartidas, que nos ligaba a nuestra América, situada al otro lado del Océano Atlántico, y entre los que podía existir el proyecto compartido de organizar una sociedad más justa, tanto en la propia casa, como en el concierto de los países. Podíamos hacerlo precisamente porque había un vínculo cultural y a la vez peculiaridades diversas, pero además porque existían diferencias económicas entre las regiones, y la solidaridad entre ellas podía propiciar esa reducción de las desigualdades entre los ciudadanos que es la marca de cualquier proyecto progresista. Tal vez los términos “izquierda” y “derecha” oscurecen la realidad más que iluminarla, y habría que sustituirlos por “progreso” y “regreso”, denunciando por regresivo cualquier intento de quebrar una unidad en lo diverso que ya existe.

Sin embargo, en el actual debate sobre la organización territorial de España se ha producido un inmisericorde empobrecimiento de aquella perspectiva amplia. El número de protagonistas del relato parece haberse reducido a dos: el Gobierno de Mariano Rajoy en el marco del Estado y la Generalitat de Cataluña y quienes salen a las calles pidiendo la independencia. Han desaparecido del horizonte los “extremeños de centeno, aragoneses de casta” y cuantos intervenían en nuestra historia común, junto a los “catalanes de firmeza”, y ha quedado en la desoladora escena un enfrentamiento entre una entelequia llamada “Madrid” y otra, igual de difusa, llamada “Cataluña”. Ninguna de ellas corresponde a una realidad social de carne y hueso, ninguna de ellas tiene verdadera encarnadura social.

Hay una desoladora escena de enfrentamiento entre dos entelequias: “Madrid” y “Cataluña”

Y no sólo porque la mayoría de los catalanes no son independentistas, y habría que decir en el mejor de los casos “una parte de los catalanes”, sino porque apostar por la independencia de Cataluña no es decir no a Rajoy y a un “Madrid” inventado. Tampoco es decir no al Partido Popular. El  a la independencia supone rechazar el vínculo con las gentes de esos pueblos de España, que tal vez no sean tan bravíos como los soñaba Miguel Hernández, pero tienen mucho que ofrecer en el concierto mundial desde esa articulación de unidad y pluralidad que tan pocos países han sabido engarzar con tanto respeto, si es que hablamos de cultura, tradiciones o lengua. Baste comprobar la diferencia con otros países, por otra parte espléndidos como Alemania o Francia, bastante menos sensibles al cuidado de lo diverso. Si en nuestro caso hablamos de desigualdad económica, no de diversidad cultural, entonces entramos en la discusión sobre la justicia distributiva y la solidaridad, no sobre cuestiones de identidad.

Sin embargo, como los relatos arrancan del pasado y sobre todo han de proyectarse al futuro, a las altura del siglo XXI, en el horizonte de un mundo global, no creo que haya proyecto más ilusionante y atractivo que el que esbozaron los ilustrados en el siglo XVIII, haciendo pie en el estoicismo y el cristianismo: el de construir una sociedad cosmopolita, en que sea posible erradicar la pobreza y el hambre, reducir las desigualdades, conseguir que ningún ser humano se vea obligado a emigrar, porque todos son ciudadanos de ese mundo. La globalización ha traído recursos que nunca pudimos soñar para ir adensando el grado de democratización de los distintos países, reforzando los vínculos legales y éticos con otras comunidades, que hoy en día ya comparten soberanía gracias a las uniones supranacionales, como la Unión Europea, y a la multiplicación de entidades internacionales, que podrían ser el germen de una gobernanza mundial. Es sin duda un proyecto y un relato que une los sentimientos a la razón.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y Directora de la Fundación ÉTNOR.

One comment on “Un relato de España

  1. George R Porta (suscr. de IV. Florida) 4:25 pm 3 Oct,2017

     
    Respeto el razonamiento de la autora, pero me pregunto si esta imagen que dibuja de la globalización es realmente como ella le ve y la esboza. ¡Hay tanta desigualdad en el Mundo! Y desigualdad en todos los sentidos que no cesa de aumentar. Es difícil desligar la globalización que la autora parece celebrar con el incremento de esta desigualdad.
     
    Los nacionalismos son muy arriesgados, todos, y son demasiado cercanos al fascismo, pero temo a estos conciliábulos globalistas como el Foro de Davos o las reuniones del Bilderberg Group que precisamente se originan de la tendencia a desconocer las tradiciones identitarias de las naciones que se integran en los diferentes pueblos y regiones del planeta, como si pudiesen ignorarse las individualidades. Esa es la tendencia globalista que no puede ocultar las sombras imperiales que la afean.
     
    El Foro Económico Mundial reúne en Davos a los principales líderes empresariales, los líderes políticos internacionales y periodistas e intelectuales selectos para analizar los problemas más apremiantes que afronta el mundo; entre ellos, la salud y el medio ambiente desde 1991.
     
    El Grupo Bilderberg, por ejemplo, escoge cada año entre 120-150 personajes políticos influyentes y expertos industriales, financieros, y académicos. Cerca de dos tercios proceden de Europa y el resto de Norteamérica; un tercio del medio político y gubernamental y el resto de otros medios.
     
    Ambos foros reúnen a personajes influyentes que las respectivas organizaciones seleccionan. Hablan obviamente sobre lo que consideran importante, pero ¿cuántos de ellos realmente conocen la pobreza y las dificultades de un Mundo convulso en la competencia por la dominación de los mercados y en el que la destrucción ecológica no cede, sino que aumenta?
     
    Estos grupos son como los picos de las enormes montañas que solo se pueden ver a través de las nubes que los esconden y, desde ellos, solo se puede ver los valles reducidos en sus dimensiones y cuyos rasgos reales son cada vez menos diferenciables. Y eso cuando las propias nieblas que ocultan a los picos, dejan mirar desde ellos hacia la profundidad de los valles.
     
    Estos grupos son también una metáfora de estas rémoras del ideal monárquico del que emergió la ilusa y todavía utópica democracia que ha fracasado en su modelo representativo.
     
    El grito catalán no es el único. Los indios de los Andes, las migraciones saharianas a Europa también gritan, tratando de ser reconocidos en su individualidad. Yo no creo que los catalanes odien a la diversa España y territorialmente única, pero no es posible ignorar que tengan un sentimiento identitario fuerte que, con el curso del tiempo, ha llegado a imaginarse también territorialmente independiente.
    No puedo comprender como una sola persona puede llegar a la conclusión de lo que quiere la mayoría de los catalanes, ni las causas de esa escisión en el tejido de la nación catalana. No puedo imaginar tampoco cómo se puede negar que haya catalanes opuestos a la independencia y a la elevación de fronteras divisorias.
     
    ¿No se trataba la consulta o referendo de investigar el sentimiento predominante? ¿Por qué impedirlo, pues?
     

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