Por José Antonio Zamora. Instituto. Filosofía CSic. Consejo de Redacción de IVIVA
[Este artículo forma parte del sumario del número 281 de Iglesia Viva, que aparecerá en los próximos días]
En tiempos de emergencia como los que vivimos resulta imposible no pensar en Carl Schmitt, el jurista comprometido con el régimen nacionalsocialista, de quien tenemos una definición de la figura del soberano de incuestionable actualidad: “el que decide sobre el estado de excepción”.
Para este jurista alemán la declaración e implementación de un estado de emergencia o de excepción, en cuya efectiva realización se juega realmente el sentido mismo del concepto de soberanía, sirve al restablecimiento del “orden”. Se trata de algo, por otro lado, comúnmente conocido. El poder soberano suspende el orden vigente y se sirve de todos los medios excepcionales necesarios con el fin de doblegar las fuerzas que amenazan con subvertir o desbaratar ese orden preexistente. Una fórmula ciertamente paradójica: suspender el orden para restablecerlo. Con todo, algo previsto en el propio ordenamiento jurídico, así pues, algo que dimana de él y que, por tanto, no busca su derogación, sino su apuntalamiento.
“Estado de alarma”: orden y excepción
Quizás el actual “estado de alarma” sea un motivo pertinente para reflexionar sobre la relación entre “orden” y “excepción”. ¿Qué tipo de orden (ley) es ese, que necesita ser suspendido o limitado para salvarse? ¿Qué tipo de coerciones visibles e invisibles presiden la normalidad, como para precisar de coerciones extraordinarias capaces de restablecerlas, de reinstaurar su funcionamiento ordinario? ¿Cómo se relacionan lo ordinario, lo cotidiano, la norma vigente, etc. con lo extraordinario puesto a su servicio? ¿De qué manera se inscribe lo extraordinario, lo anómico y la excepción en la normalidad, en el orden vigente? ¿De qué normalidad se trata?
Parece que lo que justifica un estado de alarma o de excepción es una amenaza excepcional, sea esta de carácter político, social o natural. Los poderes extraordinarios asumidos por el ejecutivo responden a la insuficiencia de los poderes “ordinarios” para gobernar y responder a formas exacerbadas de conflicto bélico o político, a profundas crisis económicas o a desastres naturales colosales. La magnitud de la amenaza y, como suele decirse, de los “bienes económicos, sociales o políticos” en riesgo es lo que exige eliminar determinadas limitaciones en el ejercicio del poder o suspenderlas con el fin de proteger esos bienes.
Cuando la amenaza es una pandemia lo que parece amenazado en primer lugar es la salud y la vida de los ciudadanos. Pero junto a eso inmediatamente se ponen sobre la mesa los efectos colaterales igualmente sensibles de carácter económico, social y, quizás, político. La pandemia afecta no solo a la vida individual de determinados individuos con los que el Estado dice sentirse comprometido, sino al “sistema” (sanitario, productivo, comercial, etc.), cuya reproducción y supervivencia también son en buena parte su responsabilidad. La necesidad de intervención parece estar fuera de toda duda. Intervenir para restablecer, si se puede, la situación ante. Pero ¿de qué situación, de qué orden, estamos hablando?
En las formaciones sociales capitalistas la vida social y su reproducción se organiza bajo dos formas básicas que la aseguran y que al mismo tiempo la supeditan a su propia reproducción: el Capital y el Estado, dicho de manera general y abstracta. Ambas formas poseen un carácter casi natural, es decir, aparecen identificadas con la reproducción de la vida misma de la sociedad y de sus miembros y son percibidas de esa manera. Si exceptuamos ciertos movimientos de contestación y no todos con la misma radicalidad, para la mayoría de ciudadanos no resulta ni siquiera imaginable una reproducción de su vida y de la sociedad diferente de la que proporcionan esas dos formas fundamentales de organizar dicha reproducción, por más que se trate de dos formas históricas y que, solo aceptando que se ha alcanzado el “final de la historia”, sería posible pensarlas como insuperables. Evidentemente el vínculo social y la identidad de los individuos también han sido mediadas y organizadas bajo formas específicas como la nación y la industria cultural.
Todas esas formas constituyen el entramado estructural y simbólico de las sociedades capitalistas. En todo caso, el propio proceso de constitución de los individuos como ciudadanos va unido a la asunción de la necesidad de reproducir sus vidas por medio de y a través de la reproducción de esas formas sociales en cierto sentido autonomizadas frente a ellos y de las que son dependientes, pero con las que se siente identificados.
Ciertamente, ninguna de todas esas formas ha estado y está libre de conflictos, crisis, conmociones, etc., tampoco de contradicciones internas o antagonismos entre unas y otras. Incluso la identificación de los individuos con esas formas nunca es total ni está libre de fracturas, sobre todo cuando su mediación coactiva produce efectos dolorosos sobre ellos. Pero hasta el día de hoy se muestran resistentes e insustituibles a través de todas sus crisis, por más que ninguna de esas formas de organización de la vida social ha funcionado y funciona sin exigir sacrificios. Esto resulta más evidente en los momentos de crisis. Sin embargo, también el funcionamiento “ordinario” produce permanentemente víctimas, alienación, explotación, violencia, exclusión, etc., desigualmente repartidas. El juego entre formas de violencia que podríamos llamar estructurales, es decir, que emanan del funcionamiento de las cristalizaciones jurídicas, institucionales y simbólicas de las coacciones sistémicas, y las formas de violencia explícita militar, política o criminal, ha mostrado en el capitalismo una efectividad sin precedentes. En su historia no solo están inscritas las instituciones democráticas y las libertades civiles y políticas, sino también los estados totalitarios y las dictaduras, los procesos de colonización y la violencia bélica. Solo con una dosis inmensa de cinismo sería posible ignorar las pirámides de sacrificio que jalonan la historia de las formas Capital, Estado y Nación desde hace siglos a nivel mundial.
Pero no cabe duda que la múltiple crisis (económica, de reproducción/cuidados, ecológica y política) que se hizo visible en el crash de 2008 ha supuesto una de las “pruebas de estrés” más contundentes para la reproducción de estas tres formas de organización de la vida social propias de las formaciones sociales capitalistas. La reacción a escala planetaria ha tenido una prioridad fundamental: apuntalar esas formas como modo de evitar el colapso. Pero afrontar esa múltiple crisis preservando dichas formas no solo ha agudizado su carácter coactivo y ha aumentado los sacrificios exigidos, además la reproducción del Capital, del Estado y de las fronteras nacionales bajo las nuevas condiciones resultantes de la crisis tampoco ha conseguido eliminar completamente la amenaza del colapso económico, estatal o nacional. Al contrario, su capacidad para asegurar la reproducción de la vida en condiciones de dignidad, igualdad y sostenibilidad se reduce aceleradamente. La destrucción ecológica y el crecimiento del contingente de humanidad “sobrante” son los efectos más impactantes de esta combinación entre el agotamiento de las formas Capital, Estado y Nación y su sostenimiento a toda costa.
¡Y en esto llegó el coronavirus!
La aparición de la pandemia en este horizonte recuerda una de esas escenas de las películas de Rocky en las que Sylvester Stallone se retira prácticamente noqueado a su rincón y su coach, después de pasarle un paño por la cara y un darle un par de masajes rápidos, lo lanza de nuevo al ring diciéndole “acaba con él”. Quizás la comparación sea exagerada, pero eso solo lo sabremos después. En todo caso, la alarma está más que justificada, aunque solo sea por la amenaza real que supone para un número tan importante de individuos y el coste que tendrá en vida humanas. Pero, además, están en juego muchas más cosas. La fragilidad de las principales formas de organización de la reproducción social afectadas por la última crisis ha hecho temer lo peor y extendido la incertidumbre y el miedo. Esto se evidencia en las medidas que trascienden el ámbito de lo sanitario. No solo se trata de dar respuesta a la pandemia, sino también a sus efectos colaterales. Por eso dar visibilidad a la capacidad de decisión soberana ha exigido una escenificación y una gestualidad específicas. El Estado tiene que mostrar que puede estar a la altura del inmenso reto y que la concentración de poder que reclama responde a su capacidad de acción. “La situación es grave, pero podemos afrontarla”. Todos unidos, como en los grandes momentos épicos. Hay que mostrar “liderazgo”. Y el resto ha de “movilizarse”, aunque eso suponga para la gran mayoría “permanecer quieto”. Lo dicen claramente las consignas: “Quédate en casa”, “Obedece a las autoridades”, “No te hagas demasiadas preguntas”, “Confía en el gobierno, en los expertos, en la policía”, “Colabora en el control de tus conciudadanos”, “Sé solidario sin arriesgarte”, “Déjate guiar por los que saben”. Más allá de cumplir con estas consignas, no es el momento de los ciudadanos, sino de los expertos, las administraciones y los informadores. De este modo, el despliegue de medidas de emergencia acompañado de gran aparato mediático invisibiliza las causas estructurales de la pandemia, sobre las que viene advirtiendo, entre otros, el biólogo evolutivo Rob Wallance (Big Farms Make Big Flu), así como los nexos estructurales entre las limitaciones de la capacidad de intervención y los procesos de crisis estructural que han precedido a la situación de emergencia. Parece que de lo que se trata, como en todos los estados de emergencia, es de establecer una clara línea amigo-enemigo: aquí la sociedad – ahí el virus. Y estamos en guerra. ¿Contra quién? Contra un enemigo exterior. Como si la naturaleza no estuviese mediada por los procesos sociales desplegados en su dominación y explotación. Como si la pandemia no tuviera nada que ver con dichos procesos.
Con todo, la capacidad de acción del gobierno es la que es. Y pronto se ha ido viendo que el rey está, si no desnudo, como dice el cuento, sí medio desnudo. La “soberanía” ya no es lo que era o lo que decía ser. Incluso a nivel sanitario la capacidad de respuesta evidencia limitaciones importantes. Limitaciones que, en muchos países como el nuestro, están asociadas al agotamiento de las formas capital, estado y nación revelado por la crisis y de las estrategias empleadas para apuntalarlos. ¿O de dónde proceden las fragilidades del sistema sanitario o de los servicios de atención a los ancianos? Y esto solo es una parte del problema si pensamos en los efectos económicos de parón de una parte importante de la actividad económica. Pronto podemos vernos imitando al barón de Münchhaussen intentando sacarse a sí mismo de una ciénaga tirando de su coleta, atrapados como estamos en un círculo vicioso difícil de romper entre crisis y endeudamiento. No pretendo ser agorero, pero si la crisis se agudiza no deberíamos minimizar el peligro de la tentación autoritaria. No son pocos los que señalan que la gestión de la pandemia se está convirtiendo en un campo de experimentación privilegiado de infinidad de instrumentos de control y gobierno autoritario, cuyo impulso viene de lejos y que van a poseer un recorrido mucho mayor a largo plazo. La alianza sobre la estrategia de fondo, más allá de las luchas por la hegemonía en su gestión, entre Silicon Valley y Shenzhen apuntan en esa dirección.
Retardar el final o interrumpir el sufrimiento: una defensa de la apocalíptica en tiempo de cólera
Y esto nos devuelve de nuevo a un personaje como Carl Schmitt y su defensa del “estado de excepción”. No deja de tener interés recordar que el modelo que servía a Schmitt para pensar la figura del soberano que declara dicho estado provenía de la tradición cristiana, en concreto, de una enigmática figura que aparece en el llamado “pequeño apocalipsis” de 2 Tes. 2,1-12: el katéchon, alguien o algo que retrasa la aparición del Anticristo y el final de la era presente. En las visiones apocalípticas el Mesías llegaba para doblegar al poder enfrentado al reinado de Dios, al poder que propaga la injusticia con toda la secuela de sufrimientos y atropellos que ella produce. San Pablo habla de algo que retarda la aparición de Anticristo y, con ella, la llegada del Mesías, para dar razón del retraso de la parusía, que es lo que preocupaba a los tesalonicenses. En la lectura política de Schmitt el “retardador” es una fuerza de contención, de defensa del “orden” vigente, que pospone la contienda última y decisiva. Lo que Schmitt tenía en mente por encima de todo era la necesidad de aplazar el final, de aplazar la contienda revolucionaria, de neutralizar la posibilidad de una subversión radical del orden establecido. El apocalipsis se vuelve superfluo o sólo posee significación como amenaza permanente, identificado con las fuerzas revolucionarias que, con su existencia, legitiman y dan sentido a la voluntad de potencia, de permanencia de la dominación y, en su caso, a la aplicación del “estado de excepción” para restaurar el orden amenazado.
Si para la apocalíptica judía y cristiana el anhelo de un acortamiento de la espera tiene su razón de ser en la situación de opresión y sufrimiento injusto que ha de cancelar el Mesías, en definitiva, en la exigencia de un final de la opresión, para Schmitt la apuesta por el katéchon se funda en una opción a favor de un Estado que administra y controla con mano férrea el conflicto. No existe en absoluto un anhelo de algo nuevo que interrumpa el curso doloroso de la historia. Pero si algo tiene claro la apocalíptica es la complicidad del “orden vigente” con la injusticia. Y, por tanto, que solo gracias a la obnubilación que se apodera de nuestras mentes y corazones puede ese orden enmascarar su excepcionalidad. Nadie lo ha expresado de manera más incisiva que Walter Benjamin: “la tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que ahora vivimos es en verdad la regla.” Lo que distingue a la apocalíptica de otras formas de expectación salvífica es la radicalidad de la crítica de lo existente y el carácter revolucionario del nuevo comienzo. Frente a la excepcionalidad que se ha convertido en norma y que, por tanto, oculta su lado oscuro, la injusticia que la constituye, la apocalíptica asume la tarea de “promover el verdadero estado de excepción”, como dice el mismo W. Benjamin.
A los ojos de los apocalípticos las potencias a las que se ven enfrentados se encuentran en el punto más elevado de su poder (destructor). Sin embargo, la apocalíptica piensa juntos la plenitud de poder y el desmoronamiento. En ello consiste precisamente su carácter desenmascarador de la realidad que expresa la propia palabra apocalipsis (lit., revelación). Mostrando las consecuencias últimas de la situación presente el profeta apocalíptico la “desvela” en su verdadera realidad. El apocalíptico describe su presente iluminándolo desde las consecuencias últimas inscritas en él. El punto de fuga al que apunta la historia de dominación abandonada a sí misma es la aniquilación total. Al mostrar esta vinculación entre dominación y destrucción, que toma completamente en serio esa dominación y al mismo tiempo la desautoriza, desposee a sus promesas de felicidad y plenitud de consistencia. Pero va más allá. Lo que realmente revela el apocalipsis es aquello que para la mayoría todavía sigue oculto: la posibilidad de destruir al poder destructor, el nuevo comienzo.
Así pues, esta forma de ruptura y quiebra entre lo antiguo y lo nuevo no cancela ni el compromiso ni la ética. No convoca a una contemplación pasiva del abismo dulcificada por la seguridad de un final feliz. Muy al contrario, la vinculación de ética y escatología es constitutiva de la apocalíptica. La expectativa del final es la que confiere a la ética y a la política un sentido justamente en medio de una situación desesperada, porque contribuye a relativizarla radicalmente sin enmascarar su seriedad y, por tanto, la seriedad de la lucha. No consiste en espectacularizar la catástrofe ni en especular sobre el más allá, sino en ofrecer orientación para el más acá, es decir, en motivar para un comportamiento que sabe de la seriedad del momento y de la necesidad de una praxis radical ante un tiempo extremo y escaso. Las situaciones de crisis histórica son las que exigen nuevas y dramáticas formas de orientación. Es en tiempos tensionados hasta el desgarro en los que surgen los movimientos apocalípticos y las expectativas mesiánicas. En ellos no se trata tanto de instrumentalizar la crisis para fines espurios, cuanto de desentrañarla para transformarla radicalmente. Hay que nombrar los peligros, desvelar las conexiones de la catástrofe amenazante con la normalidad injusta, desenmascarar la falsedad de la situación. Pero también hay que abrir horizontes de redención, alimentar la resistencia y la esperanza al límite con la muerte. Por eso la cuestión fundamental que hierve en el interior de la apocalíptica está referida al destino de las víctimas. La pregunta capital es: ¿qué es de los que son aniquilados? Las esperanzas de redención no tienen otro referente sino las víctimas. Acabar con su sufrimiento es el imperativo de la acción inaplazable.
De ahí la urgencia. No queda tiempo. Hay que decidirse. Esto no puede seguir así, no va a seguir así. El tiempo se acaba, se convierte en plazo: bien como plazo de gracia o como último respiro. En todo caso, el mundo se queda pequeño. Deja de ser patria, de ser hogar. La apocalíptica es una experiencia de extrañeza extrema, de exilio, de desplazamiento por el desierto. La patria no es el país en el que se está desde siempre, sino al que se llega, al que se llegará. «La patria/hogar es haberse puesto a salvo», dicen Horkheimer y W. Adorno en la Dialéctica de la Ilustración. Por eso, el anuncio apocalíptico cuestiona radicalmente la pretensión de totalidad y verdad de lo que hay. Con él quedan desmentidas todas las consignas de pax et securitas, desenmascaradas como ideológicos encubrimientos de las relaciones de dominación. En las quiebras y grietas que ellas producen intenta leer los signos de algo nuevo, por muy frágil que pueda parecer, en lo que se anuncia la posibilidad de escapar al destino.