Olga Consuelo Vélez, desde la Universidad Javeriana de Bogotá.
La pandemia no ha terminado y, aunque en algunos contextos comienza la vacunación, en otros lugares aún se ve lejos porque la injusticia social también se hace patente en este momento: unos países han comprado 6 dosis por cada habitante y otros ni siquiera han comenzado a negociar la compra.
Lo cierto es que aún estaremos confinados por un buen tiempo, con las consecuencias que eso trae para tantos aspectos de nuestra vida, pero también para nuestras celebraciones litúrgicas. Y a esto último me quiero referir. ¿Qué habremos aprendido en este aspecto en este tiempo de confinamiento?
La primera realidad, a la que ya me he referido en otras ocasiones, es la vivencia del culto existencial por encima del culto litúrgico. Creo que la pandemia nos confronta con esto porque antes que ritos, la fe es vida, antes que celebración, la fe es compromiso. Ahora bien, esto parecen no entenderlo aquellos que siguen sufriendo porque los templos tienen que cerrarse de nuevo. Aunque no pudiéramos volver a celebrar el rito, ninguno está privado de ofrecer el culto agradable a Dios que consiste en “desistir del mal, aprender a hacer el bien, buscar lo justo, dar sus derechos al oprimido, hacer la justicia al huérfano y abogar por la viuda” (Is 1, 16-17).
Otra realidad es la experiencia comunitaria. El culto, la liturgia ha de ser una experiencia comunitaria. Es el pueblo de Dios que se reúne como comunidad para encontrarse con el Señor. Como dice el evangelista Mateo, “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (18, 20), es decir, la comunidad no es un añadido sino una mediación de la presencia de Cristo. Y en este sentido, la pandemia nos confronta seriamente con la experiencia comunitaria de nuestras parroquias. ¿De qué se ha sentido falta? De ¿la comunidad? ¿los hermanos y hermanas? ¿el culto? ¿la oración hecha en el templo que hace creer que se está más cerca de Dios? Por supuesto pueden darse muchas respuestas, pero me parece que lo que más se extraña es el culto en sí y no tanto la comunidad. Se habla de no poder recibir a Jesús en la eucaristía, pero se olvida el contexto propio de este sacramento: una mesa común en la que todos comparten el mismo pan y el mismo vino (Mc 14, 22-25) o, en el caso del evangelista Juan, un lavatorio de pies donde lo que sobresale es el servicio de unos con los otros (Jn 13, 1-15).
En este sentido, se ha hablado mucho de la necesidad de crear comunidades o de que la parroquia sea una comunidad de comunidades, pero esto no se ha logrado suficientemente. La parroquia sigue siendo un lugar al que se asiste de manera anónima, nadie te echa en falta si no vas un domingo a no ser que formes parte del círculo más pequeño de colaboradores los cuales mantienen cierta relación, aunque a veces, cierta competencia de quien hace qué o quién controla mejor lo que ocurre en el templo.
Por eso ha sido relativamente fácil pasar del ir al templo a participar por algún medio digital de la celebración eucarística. En los dos casos “ves” o “escuchas” la eucaristía y, por supuesto, rezas en la intimidad de tu corazón, pero no hay una diferencia fundamental. Se cumple con el rito y eso para muchos es suficiente. Esa comunidad de hermanos que se quieren entrañablemente, que comparten la fe, la oración, las alegrías y las dificultades, no es la experiencia más común en muchos de los círculos católicos. En la década de los 70s-80s, las Comunidades Eclesiales de Base fueron una experiencia viva de un tipo de iglesia así: comunitaria, entrañable, con una fe que sobrepasaba las fronteras del templo y se ocupaba de la realidad social que se vivía. Pero ya conocemos la persecución y desprestigio que sufrieron y, aunque siguen presentes en algunos contextos, la fuerza de aquellos momentos no es la misma. Y nada ha conseguido suplirlas. Algunos movimientos de laicos que han surgido últimamente se constituyen en unos grupos selectos que realizan algunas celebraciones y cumplen algunos preceptos -casi siempre desde una perspectiva muy tradicionalista y casi contraria al dinamismo de Vaticano II- y consideran que los demás no “son como ellos” (algo parecido a la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14).
Y otra realidad, es la iglesia doméstica. La pandemia ha sido ocasión propicia para vivir la fe en casa, pero me temo que muchos no han sabido cómo hacerlo -develando la poca formación del laicado- y tampoco se ha promovido -por parte del clero- con mucha intensidad.
En definitiva, si este tiempo no nos sirve para tomar el pulso de lo que hay que fortalecer en la iglesia, habrá sido tiempo perdido. Y lo que sí alarma un poco es que, en algunos templos, el aforo permitido ha sido de 50 personas, por ejemplo, pero en realidad, solo asisten 10 personas. Es decir, aunque algunos han pedido y exigido la reapertura de los templos, muchos otros simplemente dejaron de ir y no sé si volverán. Por lo tanto, la tarea evangelizadora no se ha de detener por la pandemia sino, por el contrario, es tiempo propicio para una reflexión seria de manera que se puedan dar respuestas acertadas a tantos desafíos que este tiempo ha evidenciado con más fuerza.