Una Iglesia sinodal en la cabeza y en los miembros

por Carlos García de Andoin. Consejo de Dirección de Iglesia Viva. Bilbao.

Ref.: Iglesia Viva. Nº 286, abril-junio 2016, pp. 43-66

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Resumen

Este artículo, recabando el amplio concepto de sinodalidad propuesto por el papa Francisco, desarrolla un catálogo de 12 líneas de acción y reforma hacia una Iglesia, que sea communio, mucho más que democracia. Se propone instrumentar la expresión del sensus fidei; Consejos Pastorales con deliberación y decisión; la celebración periódica de sínodos diocesanos con función legislativa; prescribir canónicamente la rendición de cuentas pastoral; confiar ministerios a los laicos y laicas; Directorio sobre ministerios laicales, la presidencia laica de comunidades; abrir el sacramento del orden a la participación de la mujer; temporalización en el ejercicio del cargo; dotar de un estatuto teológico a Conferencias Episcopales, con capacidad magisterial; Sínodos con participación de toda la Iglesia; nombramiento sinodal de obispos; colegio elector del papa: de la tríada del orden a la tríada del bautismo.

Abstract

This article, gathering the broad concept of synodality proposed by Pope Francisco, develops a catalog of 12 lines of action and reform towards a Church that communio be much more than democracy. It is proposed to implement the expression of the sensus fidei; Pastoral Councils with deliberation and decision; the regular holding of diocesan synods with legislative function; canonically prescription of pastoral accountability; ministries to be trusted to laypeople; Directory of lay ministries, the presidency of communities; open the sacrament of Order to the participation of women; time in the performance of duties; provide a theological status to Episcopal Conferences, with magisterial capacity; deliberative Synods with participation of the whole Church; synodal appointment of bishops; Pope Electoral College: from triad of order to triad of baptism.

El poder existe en la Iglesia, en su interior, y hay que tratar con él del modo más evangélico posible. No queda más remedio. El poder es una realidad antropológica, inherente a la sociabilidad de la condición humana. Desde la relación de pareja y de grupo de iguales, hasta el Estado, pasando por la familia, la asociación y la empresa, allá donde hay relación y decisiones, hay dinámica de poder, y conflicto de poder.

Hay que comenzar por aquí, porque, la cultura eclesial, ante el poder, tiende a su demonización, el poder en sí es malo cuando se refiere al político; o tiende a su espiritualización. Esto es, en la Iglesia y entre hermanos no existe el poder, sino sólo servicio, quedando así invisibilizado o sacralizado. Esta cultura negacionista del poder es tajantemente desmentida por la realidad, por la eclesiología, por el Código de Derecho Canónico y por la misma Palabra de Dios. Seamos conscientes del cratos de la existencia cristiana, no sólo del pathos. Existe poder, debe existir, y para que ayude a la convivencia de la comunidad y sirva al cumplimiento de sus fines, debe ser definido, regulado y ordenado. Eso sí, conforme al Evangelio y a la común dignidad humana.

 

1. La communio, “mucho más que democracia”

La historia de la Iglesia es buena prueba de esta realidad constante del poder y sus formas tanto en las controversias con el poder civil como en su régimen interno.

En el tema que nos ocupa es oportuno recordar la crucial controversia que aconteció en la Iglesia en los siglos XIV-XV. Con ocasión del Cisma de Occidente que fracturó la Iglesia con hasta tres papas en disputa de legitimidad, que vivían en cortes escandalosamente lujosas, se propagaron las ideas del llamado conciliarismo. En su versión más fundante la teoría conciliar planteó que el cuerpo entero de la Iglesia, la congregación de los fieles, es la fuente de su propio derecho y que el papa y la jerarquía eclesiástica eran sus órganos o servidores. Sostenía que existe ese cuerpo por virtud de la ley divina o natural, y que los gobernantes habían de estar sujetos a ella y a quien la representa, el cuerpo de la Iglesia. Por ello consideraban que el papa, para que sus decretales acabaran siendo efectivas, debía someterlas a consulta y aprobación del cuerpo representativo de la Iglesia, papel que correspondía precisamente al concilio.

El concilio de Constanza (1414-1418) que acabaría por resolver aquella grave crisis de gobierno sirvió como altavoz de la teoría conciliar del gobierno de la Iglesia, pero en una versión más templada. En realidad, el conciliarismo, que se atribuyó la potestad de deponer al pontífice, no terminó por supeditar la autoridad del papa a la de un concilio soberano. Sostenían los padres conciliares que el gobierno era una especie de empresa cooperativa, regida por el principio de armonía o concordantia –como decía Nicolás de Cusa–, en la que ninguno por su parte, papa o concilio, representaba suficientemente la totalidad de la Iglesia. Concebían que el poder de la Iglesia debía ser ejercido conjuntamente por el papa y el concilio. Aspiraban a algo que finalmente no consiguieron, a saber, introducir el concilio como parte integrante del gobierno de la Iglesia para prevenir de arbitrariedades el poder pontificio.

Las ideas expresadas en aquella situación crítica –decía Y. Congar en pleno siglo XX– siguen despertando interrogantes y haciéndose presentes en el hoy de la historia y de la teología (1983: 11). En efecto, aquel debate, en la historia de las ideas políticas, fue, por un lado, precursor del que posteriormente se produjo en el ámbito civil entre el gobierno absoluto y el gobierno constitucional; y, por otro lado, marcó la divisoria de una Iglesia católica que adoptó el camino del absolutismo monárquico (Sabine, 1990: 243). El papado surgido del cisma necesitó reforzarse hacia el interior de la Iglesia, frente a la Reforma protestante y ante los Estados emergentes, convirtiéndose en el siglo XV en “el primero de los monarcas absolutos” (Sabine, 1990: 244). Este modelo de gobierno, a pesar del giro eclesiológico del Vaticano II, sigue consuetudinaria y jurídicamente vigente hasta hoy mientras que la sociedad internacional, a través de las tres grandes olas democratizadoras, ha evolucionado hacia un modelo constitucional y democrático, más conforme con la igualdad y la libertad propias de la dignidad humana.

La Iglesia no es democracia, sino comunión. Es un argumento utilizado para preservar su singular identidad frente a la reivindicación de mimetismos con la democracia procedimental. En efecto, en la Iglesia el poder viene de Dios, no tiene su origen en el pueblo, y su norma normans es el Evangelio de Jesucristo, no constitución alguna. Hay en ella una “experiencia originaria que es normativa” (Blázquez, 1995: 281). Tiene una esencia inmodificable y por ello no cabe hablar de democratización de la Iglesia. Pero si Dios es comunión trinitaria de amor y servicio, y si la Iglesia es, como signo e instrumento, comunión del Pueblo de Dios y toda ella es una, santa y apostólica, como dice el Vaticano II, lo que no se ajusta a su sacramentalidad es el mimetismo con el absolutismo monárquico. Si hay distancia escatológica de la comunión del Pueblo de Dios con la democracia, que la hay, infinitamente mayor es su desemejanza con la idea de un monarca absoluto que gobierna para el pueblo, pero sin el pueblo. Es paradójico que a lo largo de su historia la Iglesia no haya tenido problema en inspirarse en las formas políticas de cada época: ordo romanus, monarquía feudal, absoluta (Alberigo, 1992: 729-730) y haya sido precisamente en la modernidad, con la democracia, el sistema con que más dificultades ha tenido.

La democracia sustantiva no es moralmente neutra. Conlleva una antropología de la libertad, la igualdad y la fraternidad humana, de modo que podemos decir que, salvados los límites de la analogía, es ciertamente más conforme a la “forma de vida cristiana” (Lehmann, 1971: 360). La comunión no es democracia, pero no es “menos” democracia. Propiamente es “mucho más que una democracia” (Torres Queiruga, 2013: 131 y 137). Ciertamente, el dinamismo trinitario inspira un sentido de la participación y la corresponsabilidad más radical, profundo y complejo que el de la democracia procedimental (Alberigo, 1992: 742). (Así y todo, no olvidemos que este es el modo del que se sirve el colegio cardenalicio para la elección del Papa por obra del Espíritu Santo).

La nueva conciencia sobre la igualdad de la mujer en la Iglesia y la emergencia de los laicos empujan hacia un nuevo modelo de participación y de gobierno de la Iglesia

La Iglesia no puede posponer por más tiempo la reforma sobre su modelo de gobierno. El actual representa una concepción excluyente del poder, reservada en exclusiva a varones, célibes y ordenados; un poder que resulta extremadamente vertical, centralista, elitista y gerontocrático como para afrontar con éxito los desafíos de gobernanza de una institución como la Iglesia católica en tiempos de globalización; un ejercicio caracterizado por unos modos de acceso al poder, en el caso del nombramiento de obispos, basados en la cooptación y el secretismo; y por modos de gobierno demasiado vulnerables a la arbitrariedad de quien detenta la autoridad, sin los contrapesos necesarios. Urge un modelo más abierto, transparente, corresponsable e incluyente de gobierno de la Iglesia.

La nueva conciencia sobre la igualdad de la mujer en la Iglesia y la emergencia de los laicos empujan hacia un nuevo modelo de participación y de gobierno de la Iglesia

Ante la crisis del papado del fin de la Edad Media, el concilio de Constanza aprobó el célebre decreto Haec Sancta que proponía medidas para “la reforma de la iglesia en su cabeza y en sus miembros”. No estamos en tiempos de crisis de la figura del papado, como eran aquellos, pero sí de grave crisis de la propia curia vaticana. De profunda inadecuación del modelo de gobernanza de Roma en relación con las Conferencias episcopales. De extrema insatisfacción con la institución Iglesia en todos sus niveles de los miembros bautizados, que, por no participar del orden, son sistemáticamente excluidos del poder de decisión en la Iglesia. La nueva conciencia sobre la igualdad de la mujer en la Iglesia y la emergencia de los laicos en múltiples direcciones son “novedades posconciliares” (Chl 2) que empujan hacia un nuevo y ansiado ciclo de reformas en el modelo de participación y de gobierno de la Iglesia.

La comunión exige realizaciones estructurales y formas jurídicas coherentes. En efecto, “la comunión no significa un sentimiento impreciso, sino una realidad orgánica que exige una forma jurídica y al mismo tiempo está animada por el amor”[1] (LG 2, en nota). Así que la comunión debe ser observada en sus “diversas realizaciones estructurales”. Las cuales atañen no sólo a la constitución jerárquica de la Iglesia sino a la necesaria corresponsabilidad eclesial (Unzueta, 1999:160). Una Iglesia de comunión exige unas prácticas estructurales y unas concreciones jurídicas coherentes con ella. E insistamos en lo que dice este texto conciliar: la comunión está animada por el amor.

 

3. La sinodalidad: camino de la Iglesia del tercer milenio

El tiempo de reformas ha comenzado. Benedicto XVI dio el gong de salida con la renuncia a su pontificado. No en vano, poner tiempo a su ministerio es una clara expresión de desacralización del poder papal. El papa Francisco, desde su elección, dirigiéndose como obispo de Roma, en gesto de indudable significado ecuménico, ha multiplicado señales sobre la dirección de estas reformas: una Iglesia sinodal. Es la forma de gobierno y participación que se corresponde más adecuadamente con la Iglesia comunión. Es hora de sinodalidad, de “caminar juntos –laicos, pastores, Obispo de Roma–“. Lo dijo con ocasión del 50 aniversario de la institución del Sínodo de obispos: la sinodalidad es “el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”[2]. ¿Cuáles son los vectores de esta Iglesia sinodal?

En primer lugar, la inclusión del conjunto del Pueblo de Dios en el proceso sinodal, porque “participa también en la función profética de Cristo”. Dicho de otra manera, también los cristianos laicos tienen “su «olfato» para encontrar nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia”. Así pues, no son sólo los obispos quienes forman parte del Sínodo, del camino sinodal. Francisco, recordando a San Juan Crisóstomo que decía “Iglesia y Sínodo son sinónimos”, explica que “la Iglesia no es otra cosa que el ´caminar juntos´ de la grey de Dios por los senderos de la historia que sale al encuentro de Cristo el Señor”. Basándose en la doctrina del sensus fidei, según la cual la totalidad de los fieles ungidos por el Espíritu santo “no puede equivocarse al creer” (LG 12), “aquel famoso infalible in credendo”, argumenta la necesidad de participación de los laicos, y el deber de escucha mutua: “pueblo fiel, colegio episcopal, obispo de Roma: uno en escucha de los otros y todos en escucha del Espíritu Santo” para conocer lo que dice a las Iglesias (Ap 2,7).

En segundo lugar, la sinodalidad es, para Francisco, el marco más adecuado para comprender el rol del ministerio jerárquico. Los obispos tienen, como colegio apostólico, la misión de servir al Pueblo de Dios y de “confirmar a los hermanos en la fe”, pero al modo “de una pirámide invertida” donde la “cima se encuentra debajo de la base”. Para los obispos rige lo que para todos los discípulos de Jesús: “la única autoridad es la del servicio” y “el único poder es el de la cruz”. Recuerda que Jesús dice expresamente que no suceda entre los cristianos lo que ocurre con los jefes de las naciones, que las dominan y las hacen demostración de su autoridad. “Entre ustedes no debe suceder así”. Al contrario, “el que quiera ser grande, que se haga servidor” (Mt. 20, 25-27).

La nueva conciencia sobre la igualdad de la mujer en la Iglesia y la emergencia de los laicos empujan hacia un nuevo modelo de participación y de gobierno de la Iglesia

En tercer lugar, coloca como lugar primero del ejercicio de la sinodalidad a las Iglesias particulares. Y no se refiere en exclusiva a la institución específica del Sínodo, sino al conjunto de los “organismos de comunión”, entre los que se encuentra el consejo pastoral. Son instrumentos que deben partir de los problemas de la gente y que deben ser más valorados como ocasión de escucha y participación. Luego, en un segundo nivel, la sinodalidad implica acrecentar la colegialidad, dando a las Conferencias episcopales un mayor protagonismo respecto a Roma, lo que significa sin lugar a dudas avanzar en una saludable “descentralización”, porque el Papa no debe reemplazar a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en los diferentes lugares. Ya en un tercer nivel, sitúa el papel específico del Sínodo de obispos, el cual en algunas circunstancias, puede hacer “efectiva” la colegialidad afectiva, esto es, presidido por el papa, puede no sólo hacer reflexiones, sino tomar decisiones.

Finalmente, la sinodalidad tiene implicaciones ecuménicas, pues afecta a la manera de entender el primado petrino. El papa “no está, por sí mismo, por encima de la Iglesia, sino dentro de ella, como bautizado entre los bautizados”, como “obispo entre los obispos”, llamado a guiar a la Iglesia de Roma, que “preside en la caridad a todas las Iglesias”, como decía san Ignacio de Antioquia (Ad Romanos, Proemio: PG 5, 686). La sinodalidad exige, como ya anticipó en Evangelii Gaudium, la “conversión del papado” (EG 32) pues es preciso un nuevo ejercicio del primado.

Tras los significados apuntados, la sinodalidad es propuesta por Francisco no como una característica de la institución específica Sínodo de Obispos sino como una dimensión constitutiva de la Iglesia que se realiza a través de diversas formas institucionales. Ciertamente es tarea para el tercer milenio. El Vaticano II no desarrolló el concepto eclesiológico de sinodalidad y a menudo lo confunde con una concreción muy limitada de esta, la colegialidad (Corecco, 1982: 1662). Pero en efecto, la eclesiología actual apunta a una concepción del término sinodalidad de una forma más amplia que la colegialidad pues implica no sólo a la relación del papa con los obispos, sino a las Iglesias concretas con todos sus miembros, niveles y estructuras (Pié-Ninot, 2007: 566).

Avanzar hacia una Iglesia sinodal no va a ser fácil. Requiere una auténtica conversión pastoral, cambios de actitud y “reforma de estructuras” de la propia Iglesia (EG 27). Son necesarias decisiones efectivas y también reformas legales, canónicas. “Reforma en la cabeza y en sus miembros” decía Constanza. Sí, porque tales reformas también llaman a una actitud mucho más activa y comprometida del conjunto de los bautizados. A continuación, se hace un conjunto de propuestas. Se trata de un programa de acción articulado en torno a tres vectores: instrumentar el sensus fidei; una ministerialidad más inclusiva y diversa; y la sinodalidad del papado. Todas ellas impulsan la participación y corresponsabilidad en las decisiones y en el gobierno de la Iglesia, pero no “frente a”, sino caminando juntos, de modo que las deliberaciones y las decisiones expresen y construyan una communio a la que todos nos debemos.

 

3. Dar cauce a la participación y la corresponsabilidad de los bautizados

Hoy en día nadie discute el fundamento teológico del sensus fidei propuesto por Lumen Gentium 12, por el que se pone de relieve el carácter de sujeto activo de todo bautizado en la Iglesia. En efecto, como dice el propio papa, “Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios” (EG 119). No son pocos los ejemplos, con ocasión del dogma cristológico o del dogma mariano, en los que el sensus fidelium ha tenido mejor olfato que el sensus episcoporum. Sin embargo, lo que parece claro en su formulación, se torna borroso en la aplicación. Cuando se trata de operar e instrumentar este principio aparecen multitud de problemas, miedos y reservas. Francisco ha exhortado a los obispos a “alentar y procurar la maduración de los mecanismos de participación” de los laicos […] y “otras formas de diálogo pastoral”. Se trata de escuchar a todos y de modo especial a los que muestran visiones distintas, con un espíritu libre (EG 31). En España, la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar en la ponencia aprobada por la Plenaria del episcopado por unanimidad en 1987 acusaba “el excesivo protagonismo clerical en nuestra Iglesia”. Así se decía:

Los Obispos apenas consultamos a los seglares ni les ofrecemos puestos de alguna responsabilidad pastoral; los sacerdotes por su parte, cuentan con los seglares para problemas concretos ya decididos previamente por ellos, o simplemente, prescinden de los seglares por considerar que complican más que ayudan en la vida pastoral; en ocasiones todavía el ministerio sacerdotal es concebido como un poder más que como un servicio y la parroquia como un patrimonio personal[3].

No se trata de lamentar, tampoco de culpabilizar, es hora de buscar cómo avanzar juntos en sinodalidad, con propuestas concretas y factibles.

 

3.1. Instrumentar la expresión del sensus fidei

Un modo concreto para expresar el sensus fidei ha sido la inédita encuesta pre-sinodal que el papa ha cursado a las Iglesias locales para preparar los Lineamenta de los dos Sínodos de la familia. Es una práctica que debe ser más habitual y que ha de ser mejorada. Por ejemplo, en términos de transparencia.

Con todo, el lugar principal donde debe hacerse práctica habitual la participación y el camino sinodal es en las diócesis y en las parroquias (o unidades pastorales). Si el sensus fidei habla de la competencia de los bautizados para la definición de cuestiones dogmáticas, ¿cómo no va a ser capaz de discernir la voluntad de Dios en cuestiones pastorales ordinarias, que son la mayor parte de las que habitualmente se dirimen en la vida de las comunidades?

Un modo de participación que va cobrando arraigo en algunas diócesis es la consulta para el nombramiento de los vicarios episcopales[4]. Participan con voto personal los miembros laicos de los Consejos Parroquiales, los sacerdotes y los miembros de las comunidades religiosas. El nombramiento es potestad del obispo (c. 477 § 1), pero este se produce previa escucha del tejido eclesial. Si nombra contra el criterio mayoritario debe ser por razones fundadas que deben ser explicadas, porque de lo contrario su decisión produce quiebras en la comunión.

Habría que normalizar los procedimientos de consulta y decisión para multitud de decisiones relevantes de la vida y misión de la comunidad eclesial. Por supuesto, en la elaboración, deliberación y aprobación de los planes de evangelización. Estas consultas debieran ser absolutamente prescriptivas cuando la Iglesia expresa su sentir a la sociedad civil. No está de más recordar algunos compromisos que la Conferencia Episcopal Española asumió en esta materia y que quedaron en papel mojado. Concretamente los núms. 59-61 de Cristianos laicos, Iglesia en el Mundo en los que asumía un compromiso de contar con los laicos a través de consultas y cauces de discernimiento comunitario cuando la Iglesia hace sentir su voz en la sociedad civil[5].

Estas consultas también deben trasladarse a otras decisiones concretas, por ejemplo, en los procesos de remodelación pastoral, los relativos a cierres o transformaciones de los templos. Situaciones que van a ser muy frecuentes en los próximos años, y que nuevamente pueden pretender resolverse no a la medida de la comunidad sino a la medida del cura. También en los procesos de nombramiento de curas y laicos para encargos ministeriales al servicio de las comunidades.

 

3.2. Consejos Pastorales, más allá del voto consultivo, deliberación y decisión

Un lugar privilegiado de sinodalidad son los Consejos pastorales. Han sido uno de los frutos del giro eclesiológico del concilio. Sin embargo, después de varias décadas, son un espacio en crisis.

Dos razones cabe destacar. De un lado, la experiencia frustrante de muchos laicos que, dejándose la piel por la corresponsabilidad, observan cómo siempre y en último término se hace lo que el cura o el obispo manda, apelando a la función estrictamente consultiva de los Consejos. Así lo establece el Código de Derecho Canónico respecto del consejo parroquial: “tiene voto meramente consultivo” (c. 536 § 2) y del Consejo pastoral diocesano (cc. 83 y 514 § 1). Por el otro, la conciencia de muchos curas que viven cómo la carga de la responsabilidad acaba recayendo finalmente en ellos, pues los laicos no asumen realmente una actitud de corresponsabilidad y se quedan en meros colaboradores. Lo que no es de extrañar si de hecho el Código asigna a los fieles una función de “colaboración con quienes participan por su oficio en la cura pastoral” (c. 536 § 1).

Muchos laicos, que se han dejado la piel por la corresponsabilidad, observan cómo siempre y en último término se hace lo que el cura o el obispo mandan, apelando a la función estrictamente consultiva de los Consejos

Son dos problemas ciertos pues la sinodalidad se rompe por un lado y por el otro. Si no se adoptan cambios importantes de talante pastoral y definición canónica sobre los Consejos pastorales, sean parroquiales, de unidad pastoral o diocesanos acabarán desapareciendo por fatiga e ineficacia.

Los Consejos pastorales parroquiales o de unidad pastoral deben entenderse como órganos de expresión y realización de la corresponsabilidad, por lo cual, normalmente, deben tener carácter decisorio en el ámbito que les corresponde y de acuerdo con las normas generales establecidas. La prevalencia de la autoridad de la presidencia frente al consejo debiera regularse como excepción y con obligación de contraste con nivel de autoridad superior.

El planteamiento anterior es especialmente extensible al Consejo Pastoral Diocesano. En la actualidad el Código establece que sus funciones son las de “estudiar y valorar” lo que se refiere a las actividades pastorales en la diócesis y “sugerir conclusiones prácticas” sobre las mismas (c. 511). Siendo estas funciones muy limitadas, además, sobre las mismas, “tiene sólo voto consultivo” (c. 514 § 1. Como mínimo, el Consejo Pastoral Diocesano debiera tener el estatus y las funciones que se vienen dando al Consejo presbiteral. En primer lugar, ser prescriptiva su creación para el obispo (c. 495 § 1); en segundo lugar, aun siendo consultivo, el deber establecido de ser oído por el obispo en asuntos de mayor importancia y, en tercer lugar, determinar la necesidad de consentimiento para algunos casos que puedan ser determinados por el derecho (cfr. 500 § 2). Con todo, es necesario un paso más. El Consejo Pastoral Diocesano, presidido por el obispo, sin que pueda proceder sin él, debe tener capacidad decisoria en el marco de sus competencias y debería ser la instancia habitual para la deliberación y la aprobación tanto de los planes de evangelización como de la normativa pastoral diocesana.

 

3.3. La celebración periódica de sínodos diocesanos con función legislativa

El sínodo diocesano es una antigua institución de la Iglesia, que se remonta al siglo IV. En su configuración moderna a partir del Vaticano II y del Código de 1983, si bien pretendió ciertos avances al entenderlo como asamblea de sacerdotes y de fieles, y atribuírsele un protagonismo, al menos consultivo, en la función legislativa del obispo, presenta sin embargo varios déficit. En primer lugar una concepción demasiado limitativa de la participación de los laicos, siendo esta la razón por la que diversas diócesis en lugar de construir la experiencia sinodal a través de esta institución han recurrido a las llamadas Asambleas diocesanas. En segundo lugar, su carácter consultivo, pues se considera al obispo como el único legislador, quedando el cuerpo sinodal desprovisto de esta función.

Con todo, el Sínodo es una institución, que, de haber voluntad sinodal y de promoción de la corresponsabilidad, ofrece posibilidades que aún no han sido aprovechadas. Importantes decretos y normativas diocesanas habrían de ser resultado de deliberación del Sínodo presidido por el obispo, que es quien en último término puede aprobar declaraciones y decretos, así como publicarlos para ser efectivos (c. 466). En este punto el modo como el obispo ejerce su autoridad y el modo como el conjunto de la Iglesia vive la corresponsabilidad y la comunión, es determinante para que los procesos de deliberación y decisión ayuden a construir la comunión de la Iglesia. Lo escribe Francisco, por parte de las comunidades “lo importante es no caminar solos: contar siempre con los hermanos y especialmente con la guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral” (EG 31).

En este sentido debe observarse la falta de costumbre sinodal de la mayoría de las diócesis. Así como en 50 años el Sínodo de Obispos se ha reunido en 14 asambleas ordinarias y 3 extraordinarias, uno cada tres años, allá donde se ha celebrado un Sínodo diocesano, al menos en el entorno de la Iglesia española no se ha producido una segunda celebración. Curiosamente el Código de 1917 en este punto era más exigente, aunque por lo general no se practicó. Establecía que todas las diócesis debían celebrar Sínodo “al menos cada diez años” (CDC 191 c. 356 § 1). Es un criterio que debería recuperarse.

Muchos laicos, que se han dejado la piel por la corresponsabilidad, observan cómo siempre y en último término se hace lo que el cura o el obispo mandan, apelando a la función estrictamente consultiva de los Consejos

En cualquier caso los sínodos diocesanos son sólo uno de los medios para construir la sinodalidad. Esta debe expresarse en todos los niveles de la comunidad cristiana, especialmente en el de la parroquia o unidad pastoral. Hay casos donde se celebra una Asamblea anual a convocatoria del Consejo Pastoral. Más allá de su falta de efectividad jurídica, su práctica, los modos deliberativos, el valor del diálogo pastoral, la búsqueda de decisiones compartidas y la efectividad de las mismas son una buena manera de hacer reales las responsabilidades contraídas por el bautismo y de construir de manera adulta la Iglesia de Dios.

 

3.4. Prescribir canónicamente la rendición de cuentas pastoral

Una última propuesta en este apartado es la de introducir la rendición de cuentas como práctica en la Iglesia. No me refiero a la de carácter económico aunque también esta debe incluirse; sino a presentar y explicar la gestión realizada, sus resultados, los avances y las dificultades, en relación a la planificación pastoral. Es una actitud acorde con el compromiso que, cara a la comunidad, asumen quienes ejercen responsabilidades de dirección sobre la misma.

Ni los obispos, ni los sacerdotes, ni los consejos pastorales, ni los equipos ministeriales… suelen explicar lo que han hecho y cómo lo han hecho a la comunidad cristiana. Si el ejercicio de la responsabilidad es un servicio a la comunidad, lo lógico sería dar cuentas a la misma cada cierto tiempo. Sí ha comenzado a practicarse la evaluación, pero esta iguala responsabilidades en todos que en realidad no son tales.

La rendición de cuentas que sí se practica es la del obispo hacia el papa, a través de la llamada visita ad limina, de modo que cada cinco años los obispos deben presentar informe de la situación de la diócesis (c. 399 § 1). En el ámbito diocesano, esta rendición de cuentas se produce con ocasión de la visita pastoral del obispo (c. 396 § 1), siendo la parroquia o la unidad pastoral y sus responsables los que informan al obispos sobre la situación de la misma. También se practica ante situaciones irregulares.

En cualquiera de los casos citados, la rendición de cuentas es siempre del inferior hacia el superior jerárquico, del sacerdote al obispo y del obispo al papa. Es una forma de entender la rendición de cuentas piramidal. Dice Francisco que en la Iglesia la prioridad del servicio hace que la imagen de la pirámide invertida sea mejor reflejo de un ejercicio de la autoridad conforme al evangelio. Pues bien, la rendición de cuentas del ministerio pastoral al Pueblo de Dios es su corolario. Este, por el bautismo, tiene no sólo deberes sino también derechos. Un derecho a la rendición de cuentas que podría ser insertado en el derecho canónico, un código bastante más extenso en los deberes que en los derechos del laico.

 

4. Una ministerialidad más inclusiva y diversa

Una segunda línea de actuación para favorecer la participación y la corresponsabilidad de los laicos tiene que ver con la apertura efectiva de la ministerialidad en la Iglesia a los laicos y de manera especial a la mujer. Ciertamente la Iglesia no es comprensible sin ministerialidad, sin responsabilidad de presidencia o sin responsabilidades en diferentes áreas esenciales para la vida de la comunidad. La Iglesia no es ácrata, ni asamblearia, tiene estructura ministerial. Una estructura que es servicio a la Iglesia constituida, en la Palabra y en la Comunión. Pero además ha de tenerse presente que el ministerio precede a la Iglesia, tiene carácter constituyente. La Iglesia se funda a partir del ministerio de Jesús, de su anuncio del Reino de Dios, y de los apóstoles y de Pablo a partir del kerigma “Jesús, Señor”.

Pero que la estructura ministerial sea constituyente del Pueblo de Dios, no implica que su configuración histórica permanezca inmutable por los siglos. De hecho, a modo de ejemplo, vincular el ministerio ordenado al celibato fue una decisión disciplinar muy postrera. La Iglesia tiene libertad para cambiar el formato de la ministerialidad a las nuevas culturas y a las necesidades de la evangelización, siempre que mantenga la identidad básica de ésta, esto es: la continuidad y la colaboración con la sucesión apostólica, para en nombre de Cristo y de la Iglesia, servir a la apostolicidad de la comunidad y a la fidelidad de esta a su misión evangelizadora. El actual modelo, que ha restringido la ministerialidad al sacramento del Orden y a varones célibes, puede y debe ser revisado. El mismo derecho canónico permite posibilidades que no se aprovechan por falta de voluntad pastoral y exceso de clericalismo. El propio Francisco habla de esta dificultad. Achaca la falta de responsabilidades de laicos en la Iglesia a dos razones: bien “porque no se formaron para asumir responsabilidades importantes”; o bien “por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones” (EG 102).

 

4.1. Confiar ministerios a los laicos

Es perfectamente plausible que en un contexto epocal de grandes cambios estos afecten a la forma histórica de concebir y practicar la ministerialidad en la Iglesia. De hecho, no siempre ha sido la que rige en la actualidad. En los orígenes del ministerio en la Iglesia se nos habla de la suegra de Pedro (Mc. 1, 29-31) y del trabajo en la fabricación de lonas de Pablo (Hch. 18,3) “para no ser carga para nadie” (1 Tes. 2, 9). Esto es, en Pedro, el ministerio fue compatible con el matrimonio. Y en Pablo, fue ejercido en condiciones de voluntariado, esto es, compatible con la profesión. Sólo una sacralización ulterior, ha separado al ministro de la familia o del desempeño profesional civil. En el nuevo testamento encontramos pasajes bastante más explícitos. En el cristianismo primitivo ser buen padre de familia acreditaba condiciones para ser buen obispo (Tim. 3, 1-7) “si uno no sabe regir la propia familia ¿cómo se ocupará de la Iglesia de Dios?”. La literatura patrística posterior también habla del matrimonio “con una sola mujer tanto para el sacerdote, como para el diácono, como para el laico” (Clemente de Alejandría)[6].

Muchos laicos, que se han dejado la piel por la corresponsabilidad, observan cómo siempre y en último término se hace lo que el cura o el obispo mandan, apelando a la función estrictamente consultiva de los Consejos

Hay Iglesias que han confiado ministerios a los laicos desde antiguo, por su situación de misión. Así ha sido en América Latina por siglos. Sin embargo, en Europa este es un hecho propiamente pos-conciliar. El motu propio de Pablo VI Ministeria quaedam significó en 1972 un paso decisivo: “Los ministerios pueden ser confiados a seglares, de modo que no se consideren como algo reservado a los candidatos al sacramento del Orden” (Art. 3). También la Evangelii Nuntiandi (1975) apuesta por unos “ministerios diversificados” afirmando la posibilidad de que los laicos puedan ser llamados a colaborar con los obispos al servicio de la comunidad eclesial (EN 73). Posteriormente el Sínodo de los Obispos de 1987 abordó la cuestión de “los ministerios y servicios eclesiales confiados o por confiar a los fieles laicos” como uno de los tres problemas que con cierta novedad se habían dado en el posconcilio (ChL 2). Si ya antes del concilio aconteció la “hora de los laicos” y experimentó la época dorada del apostolado seglar en los 50-60 ¿dónde se encontraba la novedad? Los obispos franceses reunidos en Lourdes respondían con claridad tres años después: “cada vez es más frecuente la distinción entre el fenómeno ya antiguo, de los laicos activos, a veces con serias responsabilidades, y el fenómeno más reciente de laicos encargados, junto con el sacerdote, de coordinar y dirigir un conjunto pastoral, ordinariamente una parroquia o un grupo de parroquias” (Sesboüé, 1998: 118). Hoy es un “hecho de Iglesia” universal amplio que se ha extendido con gran rapidez.

“Urge tomar en serio los ministerios laicales y señalar su lugar eclesiológico propio, no malentenderlos, con un argumento utilitario y pragmático, como ministerios sustitutivos por falta de clero”. (Joaquín Perea)

Si bien la experiencia de los ministerios confiados a los laicos ha seguido propagándose, así como se ha consolidado la convicción de que este es uno de los ejes determinantes de la Iglesia del futuro, sin embargo, una Instrucción interdicasterial en 1997[7], que puso en cuestión hasta el uso del término ministerio para esta realidad, reservándolo para el ministerio ordenado, provocó un parón que sigue frenando hoy la institucionalización de esta figura condenándola a un estado permanente de precariedad. Nadie niega que el hecho plantea múltiples cuestiones de diferente orden pastoral, existencial, teológico, económico y jurídico. Pero, precisamente por ello, en lugar de tratar la experiencia como economía sumergida en tiempos de crisis, lo que se necesita es que sea iluminada, clarificada, balizada e institucionalizada, al menos, con directorios u orientaciones de carácter nacional. Urge tomar en serio los ministerios laicales y señalar “su lugar eclesiológico propio”, no malentenderlos, con un argumento utilitario y pragmático, como “ministerios sustitutivos por falta de clero” (Perea, 2001: 383).

 

4.2. Directorio sobre ministerios laicales. La presidencia laica de comunidades

Pese al frenazo de la Instrucción interdicasterial, la exhortación Christifideles laici, que prevalece, manifestó con claridad que los pastores “han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el bautismo y en la confirmación, y para muchos de ellos, además, en el matrimonio” (n. 23). Esto es, promover ministerios fundados en el bautismo.

En esta línea hay conferencias episcopales como las de Francia, Alemania, Estados Unidos que han asumido iniciativas loables. En el caso de España no ha sido así. Hubo un compromiso firme el 19 de noviembre de 1991 por elaborar y aprobar un “Directorio sobre los ministerios laicales”, como quedó reflejado en el documento Cristianos laicos, Iglesia en el Mundo (n. 40).

Allí se decía que era “necesario profundizar teológicamente y deducir las oportunas orientaciones pastorales sobre los ministerios y servicios que puedan y deban ser confiados a los laicos –hombres y mujeres– como exigencia de su común dignidad y específica vocación y misión”. Para ello la Conferencia Episcopal promovería “la elaboración de un directorio sobre los ministerios y servicios laicales”, de acuerdo con las orientaciones generales de la Iglesia. La redacción señalaba incluso el procedimiento para ello: “a tal fin se constituirá una Comisión mixta, con representación de las Comisiones episcopales implicadas y del laicado”. Proponía igualmente los temas de trabajo: “reflexionar sobre la necesidad de los ministerios laicales; analizar los problemas teológicos, pastorales, jurídicos y litúrgicos que implica; indicar los criterios para confiar dichos ministerios y proponer cauces para la preparación de los candidatos”.

Pues bien, la puesta en marcha de aquella propuesta fue deliberadamente aplazada y duerme en las estanterías hasta hoy, después de 20 años. El Directorio que propone el CLIM sigue siendo una necesidad perentoria, que requiere un proceso amplio y bien contrastado de maduración sinodal.

En este sentido, por la perentoria escasez de sacerdotes, más pronto que tarde habrá de plantearse la apertura a los laicos y laicas de la presidencia de comunidades parroquiales o de la moderación de unidades pastorales.

Esto implica que la dirección de muchas comunidades en lugar de ser provista por el obispo a través de sus colaboradores presbiterales habrá de ser asumida por personas laicas de la propia comunidad. Si hay un mínimo de vida comunitaria, esta presidencia se producirá de facto. De extenderse esta práctica, los riesgos de todo tipo son obvios. Así que es preciso cambiar el proceder. Establézcase un procedimiento de elección y discernimiento por parte de la comunidad y sus órganos de corresponsabilidad, que estos propongan al obispo la persona o personas y que el obispo sea el que reconozca y nombre a esa persona presidenta de la comunidad. Añadiéndose una temporalización al cargo, la que se estime. De esta manera se inserta el principio cristológico y apostólico en el comunitario.

Este tipo de responsabilidad de laicos es una posibilidad observada por el Código de Derecho Canónico (230 § 3), si bien sólo en concepto de suplencia en tanto “lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros”. Estas funciones, que se consideran “más estrechamente unidas a los deberes de los pastores” (Apostolicam actuositatem, n. 24), tienen “su legitimación formal e inmediata”, no en el bautismo, “sino en el encargo oficial hecho por los pastores” (ChL 23). El cual se produciría en la fórmula propuesta por el nombramiento episcopal que en último caso habilita para la presidencia de la comunidad. El propio decreto conciliar Ad Gentes, para situaciones de misión, valida este proceder: “Es justo que [quienes]… dirigen, en nombre del párroco o del Obispo, comunidades cristianas distantes […] sean fortificados por la imposición de las manos trasmitida desde los Apóstoles” (n. 16).

 

4.3. Abrir el sacramento del orden a la participación de la mujer

“La mitad del pueblo de Dios son mujeres y están ausentes aquí”. Así dijo el cardenal Suenens en la tercera sesión del concilio Vaticano II. Sus palabras precedieron una decisión histórica. Pablo VI nombró, por primera vez, a 22 mujeres como auditoras.

En este haz de propuestas hacia un nuevo modelo de participación y de gobierno –una Iglesia sinodal– es obligado plantear la cuestión de la participación de la mujer, que por igual dignidad, debe ser en condiciones de igualdad respecto del varón.

Siendo cierto que las posibilidades de ejercer la participación son mucho más amplias que el ministerio pastoral, debe también incluirse este, esto es, el acceso de la mujer al sacramento del Orden. Propuesta que el propio papa Francisco ha admitido sea estudiada para el caso del diaconado de la mujer. Porque respecto al sacerdocio ministerial reservado a los varones ya ha dicho que “es una cuestión que no se pone en discusión” (EG 104).

La actual posición del magisterio de la Iglesia, contraria a que la mujer pueda acceder al ministerio presbiteral, declarada en Inter Insigniores (1976) se basa en que es voluntad del propio Jesucristo, el cual “llamó solamente a varones para ser sus apóstoles” (ChL 51). En fidelidad al ejemplo del Señor, se argumenta, la Iglesia “no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal”.

Es un argumento que debe dirimirse en primer lugar a partir de estudios bíblicos. Entre los cuales no es menor comprender tanto teológica como históricamente la formación del colegio de los Doce y de qué manera éste es resultante de la voluntad de Jesús. Porque, desde luego, testamento ordenado, firmado y sellado no fue. Pero, en segundo lugar, siendo un hecho que hubo mujeres entre las seguidoras de Jesús, y, sin embargo, que no las hubo entre los Doce ¿puede colegirse necesariamente por ese hecho que Jesús rechazó que hubiese mujeres entre los doce, deliberadamente, por principio y para siempre? ¿Hay base bíblica para tal aserto? En tercer lugar, es necesario tener en cuenta, como prueban tantos estudios, que Jesús, aun siendo el Hijo de Dios y precisamente por el misterio de la Encarnación, fue, culturalmente, un hombre de su tiempo. El Verbo hecho carne no podía sustraerse de pensar de acuerdo con los esquemas mentales de su época y cultura. Si bien desde su misión profética chocó con valores dominantes de aquella cultura, sin embargo, difícilmente pudo sustraerse de pensar de manera radicalmente distinta los arquetipos de hombre y mujer vigentes en la época y en la tradición.

Por otra parte, desde un punto de vista sociológico, no deja de ser pertinente la pregunta de si en la argumentación del magisterio actual no late una ideología de género, del otro género. Porque no deja de ser paradójico, que aún, entrados en el siglo XXI, las mujeres no sólo tengan vedado el ministerio presbiteral, sino que también tienen prohibido el acceso al diaconado, habiendo testimonio neotestamentario de la existencia de diaconisas en la Iglesia. Febe, «diaconisa de Cencreas» (cf. Rom 16, 1) de la que habla Pablo. Pero también Prisca con su marido Aquila (cf. 2 Tim 4, 19), Evodia y Síntique (cf. Fil 4, 2), María, Trifena, Pérside, Trifosa (cf. Rom 16, 6. 12), las cuales, según el propio apóstol refiere desempeñan servicios apostólicos. Y, a pesar de que la práctica lo contradiga, aún rige la prohibición de Ministeria quaedam, que sólo acepta a varones como receptores de los ministerios laicales de lector y acólito. Por seguir poniendo ejemplos, hasta el 25 de abril de 2004 no hubo una mujer sub-secretaria de un dicasterio en la curia romana, Enrica Rossana.

No deja de ser paradójico que, entrados ya en el siglo XXI, las mujeres no sólo tengan vedado el ministerio presbiteral, sino que también están excluidas del diaconado, habiendo un testimonio en el NTde la existencia de diaconisas en la Iglesia

Realmente sigue siendo muy cierto aquello que el Cardenal Flahiff, presidente entonces del episcopado canadiense, planteó en el Sínodo de Obispos de 1971: “El Vaticano II ha declarado la abolición de toda discriminación respecto a la mujer, pero la Iglesia no ha hecho nada verdaderamente importante en este sentido. Las mujeres esperan un gesto de autenticidad”. Hubo un tiempo en que ensalzar el “genio femenino” podía agradar, hoy ya irrita. Más allá de la ordenación, hacen falta de modo urgente mujeres en todas las curias, en todas las facultades de teología, en sínodos, en concilios y en colegios cardenalicios. Sí, como dice Francisco, en los diferentes lugares de la Iglesia “donde se toman las decisiones importantes” (EG 102). Realmente aún no se han tomado las medidas que son asumibles en este momento histórico (Salas, 1993: 192).

 

4.4. Temporalización en el ejercicio del cargo

Sólo un apunte breve. Es una cuestión bastante obvia. La prudencia, sabia en las patologías del poder, ha aconsejado limitar con el tiempo el ejercicio del cargo. Por ello el Código de Derecho canónico tiene abundantes consideraciones al respecto (cc. 184-189; 200-203).

Comenzando por el papa, dimisión a tiempo. La renuncia de Benedicto XVI debe marcar una pauta de comportamiento. En tanto la salud impida al papa un ejercicio en condiciones de su ministerio deberá retirarse en lugar de mantenerse en el pontificado hasta el fallecimiento. El CC habría de recomendar al papa lo que establece respecto a los obispos, esto es, el ruego encarecido de que presente la renuncia si por enfermedad u otra causa grave quedase disminuido para desempeñarlo (cfr. c. 401 § 2). Quedan por aclarar las condiciones y los signos del papa emérito, para evitar problemas de autoridad.

Bajar la edad de jubilación de los obispos a los 70. En la actualidad el CDC prescribe que el obispo debe presentar a los 75 años la renuncia del oficio al Sumo Pontífice (401 § 1). Este criterio está en la base de la gerontocracia que rige la Iglesia. Un gobierno de estas características, en sociedades en cambio acelerado, bien distintas a las anteriores a la Revolución Industrial, salvo excepciones, tendrá enormes dificultades para una gobernanza pastoral que debe estar atenta a los signos de los tiempos y que ha de recrear lenguajes y prácticas de acuerdo a las exigencias de la inculturación del Evangelio. En el caso de los presbíteros, igualmente, bajar a los 70 años la edad de presentación de la renuncia a cargos de dirección pastoral. Ello no excluye el ejercicio del oficio en servicios pastorales, si las condiciones físicas, psicológicas y de salud lo aconsejan.

En cualquier tipo de ministerio, sea episcopal, sacerdotal o laical, no son recomendables los cargos indefinidos. Por lo general deberían tener una limitación temporal, que permitiera su evaluación, y la libertad de quien nombra y quien es nombrado para plantear un cambio de responsabilidad. Es algo que en el caso de la ministerialidad laical se está practicando, con periodos de 3, 4 o 5 años, según el tipo de responsabilidad. Ello no excluye que estos mandatos puedan ser renovados.

La temporalidad es una característica de la ministerialidad fundada en el bautismo, respecto a la fundada en el orden, aquella es temporal, esta, unida a una forma de existencia, es de por vida. El proceso de ida y vuelta de la ministerialidad laical puede suponer una prevención ante la estamentalización del ministerio frente al pueblo. Asimismo enraíza más el ministerio en la vida de la comunidad eclesial.

 

5. La sinodalidad del papado

Caminar juntos, papa, obispos y laicos supone también “conversión del papado” en la relación de éste con las otras Iglesias, desde una perspectiva ecuménica. Es necesario un nuevo “ejercicio del primado petrino” algo que ya planteó Juan Pablo II. El primado debe ser entendido en el seno de la sinodalidad[8]. La conversión del papado también afecta de manera sustancial a la relación del papa con los obispos, de la Iglesia local con la Iglesia universal. En este tercer vector de cambio hacia una Iglesia sinodal se plantean tres propuestas: dotar de un estatuto teológico a las Conferencias Episcopales con capacidad magisterial, el impulso de sínodos de obispos con fuerza deliberativa y el nombramiento sinodal de obispos. El propio papa es consciente de que una reforma en clave sinodal incluye el propio “papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal” (EG 32).

 

5.1. Dotar de un estatuto teológico a las Conferencias, con capacidad magisterial.

El caminar sinodal arrastra un déficit particular desde el siglo XIX. Los problemas con el mundo moderno acabaron por definir una eclesiología juridicista y vertical, que remarcó la primacía del pontífice hasta un punto extremo. Los últimos pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI han fortalecido el poder de la curia vaticana en relación a las Iglesias locales y continentales, lo que es a todas luces necesario reequilibrar.

Hay que expresar de antemano que, cuando se observan las dificultades de las Iglesias ortodoxas para celebrar el primer sínodo de las Iglesias desde el año 747, o el grado de divisiones y subdivisiones de otras confesiones hermanas, es de enorme valor, la comunión que experimenta la Iglesia católica. La cual es, en buena parte, debida a la relevancia que para la teología católica ha tenido la estructura jerárquica de la Iglesia y particularmente el ministerio petrino o primado.

En un mundo global, por otra parte, con enorme diversidad y enorme capacidad de intercomunicación, la centralización excesiva es un hándicap para la dinámica misionera de la Iglesia (EG 32). En la exhortación post-sinodal de la Familia, atento a las diferencias culturales que existen entre países y continentes Francisco apela a la responsabilidad de las Iglesias locales en la búsqueda de “soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones y a los desafíos locales” (AL 3). Ya desde Evangelii Gaudium expresa la necesidad de la “descentralización” del gobierno de la Iglesia porque “no es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios” (EG 16 y 32).

Por ello extiende la necesidad de reforma a “el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal” que “necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral” (EG 32). Expresión de esta visión fue desde el inicio del pontificado la creación del grupo de cardenales de todos los continentes, que asesora a Francisco en la reforma de la Curia, el llamado C-9.

Asimismo, desde estas convicciones, Francisco ha sido el primer papa que incluye una amplia citación de los documentos de las Conferencias Episcopales en sus propios documentos (EG, LS y AL), considerando tales documentos magisterio legítimo que hace propio.

Probablemente hoy es soñar, pero, sin quitar que haya reuniones sinodales de obispos, lo deseable sería la celebración de Sínodos de la Iglesia, con representación de todo el Pueblo de Dios, laicos, obispos, presbíteros y vida religiosa

Una propuesta reveladora y de largo alcance es la de conceder “un estatuto” a las Conferencias Episcopales como “sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal” (EG 32). Exigirá también reformas en el derecho canónico. Toca clarificar cuáles pueden ser los contenidos de este nuevo estatuto, pero es hora de que las conferencias sean consideradas elemento estructural de la Iglesia con entidad teológica y jurídica[9]. A partir de ahí habrían de tener alguna autoridad pastoral, pero también magisterial y disciplinar. Habrían de ser introducidas como tercer miembro de una estructura triádica, entre el obispo y el Papa, jugando el papel de las estructuras sinodales y metropolitanas de la antigua Iglesia. Las cuales tuvieron enorme relevancia para la construcción de la comunión evitando que la multitud de las Iglesias locales, demasiado pequeñas, fueran incapaces de expresar la catolicidad en la diversidad cultural, respecto a Roma (Kehl, 1997: 87-88).

 

5.2. Sínodos con fuerza deliberativa y con participación de toda la Iglesia

El término que mejor expresa la sinodalidad en la relación entre el papa y los obispos es el de la colegialidad, afectiva y efectiva, siendo el Sínodo de Obispos uno de los espacios principales donde expresarla.

El Sínodo de Obispos es uno de los órganos más importante nacidos del concilio Vaticano II. La decisión de Pablo VI de crear la institución, el 15 de septiembre de 1965, vino precedida de apasionantes y largos debates. Era un paso adelante, pero de los dos modelos que se barajaban –el de quienes aspiraban que fuera el órgano máximo de la colegialidad episcopal, con fuerza deliberativa, y el de quienes lo entendían como órgano consultivo del Pontífice– se quedó en este segundo, en la idea de preservar la soberanía y autoridad del papa. Así el Sínodo quedó privado de la potestad de dar decretos, salvo cuando ante determinadas cuestiones el papa quiera otorgar potestad deliberativa (c. 343), lo que hasta el momento no se ha producido. De esta manera, las conclusiones sinodales sirven como materia prima para que el Papa haga con ellas lo que estime, mientras que podrían servir como declaración del cuerpo que dirige la Iglesia, con un carácter simultáneamente colegial y primacial. En este sentido, a tenor de la experiencia, su función equilibradora del primado queda notablemente en entredicho.

Si bien Francisco no ha hecho propuestas relevantes de reforma sobre el modelo de Sínodo, sin embargo hay, al menos, dos significativas acciones de su apuesta por caminar juntos. En relación a la cuestión de la familia, ha impulsado la celebración de un doble Sínodo, abriendo el interregno de un año entre sínodo y sínodo lo que da fuerza al proceso de discusión y deliberación. Pero además, donde ha brillado el talante sinodal ha sido en la exhortación pos-sinodal, Amoris Laetitia, que, si bien se ha quedado corta en algunos puntos, ha mostrado ejemplarmente cómo sostener la comunión a pesar de las fuertes controversias que se han producido en el camino sinodal.

La mayor parte de los Sínodos de Obispos han tratado sobre cuestiones de valor para la evangelización, en las que está notablemente concernido el compromiso de los laicos y laicas. En algunas de las convocatorias se les ha llamado a dar su testimonio y criterio, en un papel subalterno. Probablemente hoy es soñar, pero, sin quitar que haya reuniones sinodales de obispos, lo deseable sería la celebración de Sínodos de la Iglesia, con representación de todo el Pueblo de Dios, laicos, obispos y presbíteros y vida religiosa. La riqueza de esta experiencia de comunión sinodal sería extraordinaria.

 

5.3. Nombramiento sinodal de obispos

La sinodalidad, el caminar juntos papa, obispos y laicos, debe alcanzar de modo particular al procedimiento de nombramiento de obispos. El modelo vigente (c. 377§ 3) por el cual el nuncio elabora, a base de consultas discrecionales y reservadas, una terna sobre la que la Congregación de Obispos delibera, proponiendo al papa un candidato, procediendo finalmente éste a su nombramiento, es un modelo que hace aguas por varias razones. La primera, no es un procedimiento acorde con la communio, pues prescinde, en cuanto sujeto comunitario, de dos polos de la misma, de la Iglesia local, y del nivel intermedio, la colegialidad regional de Iglesias locales. La segunda, si se examina con verdad, este procedimiento, en lugar de ser un ejercicio de la soberanía papal, acaba siendo una manifestación del poder de la curia, y específicamente, de algunos personajes parapetados en la misma, que aumentan, dando oficio episcopal, su poder con intereses clientelares. El modelo de discernimiento y elección episcopal necesita más participación, más transparencia, en definitiva, más sinodalidad.

La endeblez de este proceder viene también de su falta de arraigo en la tradición de la Iglesia. En el primer milenio, para la elección de obispos, se observó por lo general un principio electivo. Clemente Romano defendía la elección de “ministros nombrados con el asentimiento de toda la comunidad” (44,3) y en la Didaché se dice así: “elegid vuestros obispos y diáconos, dignos del Señor (15,1)”. Este principio tiene su culmen en el siglo V cuando el papa León Magno, pontífice centralizador, mantenía como criterio de elección el cleri plebisque consensus: “cuando haya que elegir a un obispo, prefiérase entre todos los candidatos a aquel que reclamen con unanimidad el clero y el pueblo” (Cfr. González Faus, 1992: 49). Con la constitución de las monarquías, la alianza entre el trono y el altar, prescindió del pueblo cristiano, pero incluyó el privilegio regio de presentación de obispos, interviniendo las autoridades políticas en la elección. Algo que con el galicanismo llegó hasta el extremo. En el caso español, desde el siglo XV hasta 1976, salvo en los años 1931-36 de la II República, los reyes gozaron de este privilegio de presentación. En el periodo franquista, el Gobierno proponía 6 candidatos, la Santa Sede escogía una terna y, sobre esta, Franco optaba por uno. Es a partir del concilio Vaticano II cuando la Iglesia se zafa de la intervención de la autoridad política en el nombramiento de obispos. “En lo sucesivo no se concederá a las autoridades civiles ningún derecho ni privilegio de elección, nombramiento, presentación y designación de Obispos” (c. 377§ 5).

El actual procedimiento se ampara en lo que establece el Código de Derecho Canónico: “el Papa nombra libremente a los obispos”. Sin embargo, en este mismo artículo se añade una alternativa “o confirma a los que han sido legítimamente elegidos” (c. 377§ 1). Es una fórmula que está incluida para dar cabida y reconocimiento a la práctica de una treintena de diócesis de Alemania, Austria y Suiza en las que intervienen las Iglesias locales con sus órganos de consejo. Es oportuno pensar que lo que hoy es aceptado como excepción podría proponerse como regla principal. Esta es la propuesta de J. Martínez Gordo, invertir los términos de la redacción del 377 § 1, de modo que quedaría así redactado: “El Papa confirma a los que han sido legítimamente elegidos o nombra libremente a los obispos” (Cfr. Martínez Gordo, 2014: 177-178).

 

6. Conclusión: una propuesta y una recapitulación

No puedo concluir este catálogo de propuestas sin mencionar una más, aún de manera lapidaria: la inclusión de varones y mujeres, laicos y de vida consagrada, en el colegio elector del papa, en el colegio cardenalicio. Hay casos en la historia de la Iglesia en que laicos han sido nombrados cardenales: el Duque de Lerma en 1618 y Teodolfo Mertel en 1858. Las tres vocaciones –laical, ordenada y consagrada– completarían mejor la Iglesia communio, que una composición como la establecida por el Código de derecho canónico de 1983, que exige el orden para formar parte de este organismo elector del papa, excluyendo a los bautizados.  De la tríada del orden a la tríada del bautismo.

A lo largo del artículo hemos desglosado un catálogo de 12 propuestas, de 12 reformas a favor de una Iglesia sinodal, que sumariamente enumero.

  1. Instrumentar la expresión del sensus fidei.
  2. Consejos Pastorales más allá del voto consultivo, con deliberación y decisión.
  3. La celebración periódica de sínodos diocesanos con función legislativa.
  4. Prescribir canónicamente la rendición de cuentas pastoral.
  5. Confiar ministerios a los laicos y laicas.
  6. Directorio sobre ministerios laicales. La presidencia laica de comunidades.
  7. Abrir el sacramento del orden a la participación de la mujer.
  8. Temporalización en el ejercicio del cargo.
  9. Dotar de un estatuto teológico a Conferencias Episcopales, con capacidad magisterial.
  10. Sínodos con fuerza deliberativa y con participación de toda la Iglesia.
  11. Nombramiento sinodal de obispos.
  12. Colegio elector del papa: de toda la Iglesia y de todas las Iglesias. De la tríada del orden a la tríada del bautismo.

Son propuestas concretas. Es tiempo de remar juntos, papa, obispos, ordenados vida consagrada y laicos, varones y mujeres, a favor de una Iglesia más sinodal, como el papa Francisco nos propone. Todas estas propuestas requieren determinación, algunas también cambios canónicos. Pero, en cualquier caso, no es hora de lamentos, sino de acción, de reformas en la cabeza y en los miembros.

 

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[1]   LG, Nota explicativa praevia, al cap. III, nº 2 § 3

 

[2]   Francisco, Discurso con ocasión de la Conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de Obispos, Roma, 17 de octubre de 2015.

 

[3]   Cfr. CEAS, El seglar en la Iglesia y en el Mundo, Edice, Madrid,1987, p. 28.

 

[4]   En España es una práctica en la diócesis de Bilbao.

 

[5]   n. 59. Consultas. El ministerio pastoral puede y no rara vez debe expresar el sentir de la Iglesia a la sociedad civil. Pero, a fin de impulsar una nueva evangelización, promover la presencia pública de la Iglesia y fomentar la corresponsabilidad de toda la comunidad, el ministerio pastoral propondrá las adecuadas consultas para animar cuando proceda y discernir convenientemente las necesarias y oportunas actuaciones públicas de sus respectivas comunidades. n. 60. Discernimiento comunitario: Todo discernimiento comunitario, para serlo, deberá contar con la experiencia, conocimiento y opiniones de la comunidad eclesial, especialmente de los laicos, cuando el discernimiento afecta a la actuación pública de la Iglesia. Quienes han de ser corresponsables de las actuaciones de su comunidad han de serlo en los procesos de discernimiento y decisión. n. 61. Procesos y cauces de discernimiento. El ministerio pastoral establecerá cauces –ya reconocidos u otros especiales– y pondrá en marcha procesos, a través de los cauces adecuados y de la manera en cada caso más conveniente, para contar con la experiencia y conocimientos de los laicos sobre todas aquellas cuestiones que la sociedad tiene planteadas y sobre las que la Iglesia entera debe ofrecer su específica aportación. Cfr. CEE (1991): Cristianos laicos, Iglesia en el Mundo. Madrid: Edice.

 

[6]   CLEMENTE ALEJANDRINO, Stromates. III, 12, 90, 1: CGS, Klemens, 2, 237, 21: PG 8, col. 1189c.

 

[7]   Instrucción interdicasterial Sobre algunos aspectos relacionados con la colaboración de los laicos en el sagrado ministerio de los pastores, Roma, 1997, p. 79.

 

[8]   FRANCISCO, Discurso con ocasión de la Conmemoración del 50 aniversario.., o.c..

 

[9]   Algo hacia lo que el papa emérito, el entonces cardenal Ratzinger, mostró sus reservas en su Informe sobre la fe (1985: 67) y como posteriormente se plasmó en el motu propio de Juan Pablo II, Apostolus suos (1998).

 

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