Carlos García de Andoin publicó un artículo titulado Con fe en la Familia en el número 262 de Iglesia Viva dedicado al Sínodo de la familia. Sínodo que ya se está celebrando, con evidente y preocupante polarización de posturas entre los padres sinodales. Bueno sería que muchos de estos clérigos solteros leyeran cómo un laico cristiano, padre de familia y director del Instituto de Teología y Pastoral en su diócesis, habla en positivo de la familia a los largo de todo el artículo. De él reproducimos aquí sólo el último apartado que lleva el título del post. Es sobre los puntos más álgidos aunque no los más importantes.
Uno de los aspectos sobresalientes del presente proceso sinodal es la actitud de apertura a ver la realidad sin tapujos. Es el primer paso para dar una salida pastoralmente proactiva y significativa a “la inmovilidad ocasionada por un enmudecimiento resignado frente a la situación de hecho”[1] que no encajan con un formato cuajado en otras circunstancias tanto culturales como pastorales. De manera breve haremos mención a tres de ellas. La comunión de los divorciados vueltos a casar, el hecho de la conyugalidad homosexual y la nueva forma de vivir el paso a la vida conyugal y la formación de la familia.
a) La comunión de los divorciados vueltos a casar
Esta cuestión no deja de ser sino una derivada de la histórica dificultad de la Iglesia para aceptar el hecho del divorcio. La cita evangélica: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” como respuesta de Jesús a la capciosa pregunta sobre si es lícito al hombre divorciarse de la mujer como permitía la ley mosaica (Mt. 19,6), es una expresión de un ideal evangélico, en un contexto socio-cultural concreto, que ha sido utilizada para argumentar la imposibilidad divina de la Iglesia para aceptar el divorcio. No es lo mismo expresar un ideal de unión y fidelidad para todos los días de la vida, así inspirado y querido por Dios, que negar definitivamente la libertad humana por razón de una forma de entender la acción de Dios, al margen de la historia, de la conciencia y la responsabilidad de las personas que contraen matrimonio. Porque el hecho es que por precipitación, por infortunio, por fatalidad, por falta de amor, o por tantas razones la convivencia conyugal, con mayor o menor responsabilidad de uno o de los dos miembros de la pareja, puede acabar en fracaso o en desamor, o sencillamente en que lo procedente es transitar por un camino separado.
Muchos padres sinodales parecen inclinarse por “opciones pastorales valientes” (RS 45). Sin embargo, ni siquiera una propuesta como la que propuso la relatio basada en un camino penitencial particular obtuvo la mayoría suficiente requerida (RS 52). La propuesta del Informe de W. Kasper al Consistorio de Cardenales es razonable[2]. No hablamos de una situación general objetiva sino de personas concretas que se profesan cristianas y participan en la vida de la Iglesia, en algunos casos incluso ejerciendo diversos servicios. Personas que han rehecho su vida en matrimonio con una nueva persona y que quieren vivir en comunión plena con la Iglesia. No parece razonable ni conforme al sensus fidei, sostener una norma universal prohibitiva, sino establecer un proceso de “discernimiento particular” que aconsejará la decisión de admisión o no a la comunión eucarística de estos divorciados vueltos a casar[3].
b) La conyugalidad homosexual
El Sínodo planteó con claridad la necesidad de atender pastoralmente a las personas con orientación homosexual. Sin embargo, ni siquiera tuvo la mayoría requerida la afirmación de que los “hombres y las mujeres con tendencias homosexuales deben ser acogidos con respeto y delicadeza” (RS, 55). Claramente decepcionante. Más aún cuando la “Relatio post disceptationem” del Relator General Péter Erdő (13.10.2014) había apuntado en los nn. 50-51-52 serias interpelaciones a la comunidad cristiana sobre la “aceptación de los dones y cualidades de las personas homosexuales”, si les garantizamos “un espacio de fraternidad en nuestras comunidades” aceptando “su orientación sexual” y en cualquier caso considerando que “la cuestión homosexual nos interpela a una reflexión seria sobre cómo elaborar caminos realistas de crecimiento afectivo y de madurez humana y evangélica integrando la dimensión sexual”.
Más allá del debate a favor o en contra del matrimonio homosexual hay dos cuestiones previas que la Iglesia debe afrontar. La primera, su consideración de la homosexualidad. La calificación de enfermedad no corresponde a una organización religiosa sino a las organizaciones médicas. La Organización Mundial de la Salud ha sacado la homosexualidad del catálogo de enfermedades. De acuerdo con ella, la posición de la Iglesia, que califica la inclinación homosexual como intrínseca y objetivamente desordenada[4], debería ser revisada. Al menos, debería suspender el juicio sobre algo que no le corresponde y que objetivamente no pertenece al dogma de la fe. Paradójicamente lo que sí tiene que ver con el Evangelio es la consideración de la igual dignidad de los hijos e hijas de Dios, por lo que la Iglesia católica deberíamos ser, en todos los países del mundo, luchadores contra toda discriminación y persecución de las personas homosexuales. Lo que ha sido afirmado ya en varias ocasiones: “se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta”[5], pero sobre lo cual no se conocen iniciativas relevantes. Desde luego no hay constancia de pronunciamientos de la Iglesia contra la legislación homofóbica existente todavía en muchos países del mundo donde se persigue, sanciona e incluso condena a muerte a la persona homosexual. Tampoco se dan otro tipo de gestos de reconocimiento público[6]. Nuestras comunidades deberían ser inclusivas, de modo que cualquier persona homosexual pudiera no sólo dar a conocer su tendencia homosexual, sino sentirse plenamente respetada, acogida e integrada en la comunión del Señor. Desgraciadamente son numerosas las personas homosexuales y lesbianas que, profundamente implicadas en la vida eclesial, se han ido alejando silenciosamente de ella, a medida que han ido descubriendo, con gran conflicto interior, su tendencia u orientación. También debe ser revisada la sospecha que se ha extendido a raíz de la pederastia sobre las personas homosexuales en los Seminarios y casas religiosas de formación. En principio las personas homosexuales pueden abrazar el celibato ministerial o la castidad religiosa con igual grado de madurez que las personas heterosexuales como J.M. Uriarte precisa[7]. La Iglesia católica, como otras religiones, deben abandonar definitivamente prejuicios acumulados por culturas ancestrales que han sido y siguen haciendo de nosotros responsables objetivos de la discriminación de las personas homosexuales, lo que es un grave pecado contra Dios.
La segunda cuestión que la Iglesia debe abordar es la conyugalidad homosexual. En los debates de estos años pasados, ante las iniciativas de diversos países para la aprobación y regulación del matrimonio homosexual se ha planteado con frecuencia la disposición de algunos obispos a que estas uniones se regularan por la vía del pacto civil, como inicialmente hizo Francia o el Reino Unido. El argumento es preservar la identidad específica del matrimonio, basado en la complementariedad ente varón y mujer. Es una tesis que tiene fundamento. Sin embargo, al magisterio de la Iglesia no le corresponde dilucidar la cuestión jurídica, sino la antropológica, si acepta o no la posibilidad de la conyugalidad homosexual. Hasta el momento, la única respuesta que la Iglesia ofrece es la castidad, no elegida, sino obligada[8], nuevamente, sobre la consideración de la inclinación homosexual como intrínseca y objetivamente desordenada. No podemos sino considerar esta respuesta como insatisfactoria. Desde muchos de vista, humano y ético, pero también teológico, porque si hay amor, y lo hay en tantas parejas homosexuales y lesbianas, la Biblia nos dice que quien “ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn, 4,7).
c) Nueva forma de iniciar la vida conyugal y la formación de la familia
En un periodo de tiempo bien corto no solo se ha reducido sino que está transformándose sustantivamente el modo de concebir el inicio de la vida conyugal y la formación de las familias. El proceso de desinstitucionalización general que caracteriza el cambio posmoderno, afecta tanto al matrimonio cristiano como al civil, algo observable, por otra parte, en la actitud de los ciudadanos no sólo ante la familia, sino también ante la religión y la política. Además de la primacía de lo experiencial frente a lo institucional, no debe olvidarse como factores explicativos la “des-tradicionalización” y la privatización. Todos estos cambios han desmoronado lo que antes era una evidencia social: la idea de un matrimonio como hecho social, por el que se contrae un compromiso sólido y a largo plazo –con sello jurídico– que marca un antes y un después en la vida de la persona, y que da el acceso a la convivencia, al amor sexual pleno, a la formación del hogar y a la paternidad. Consecuentemente se ha movido totalmente el tablero en el que opera la pastoral del sacramento del matrimonio –y el conjunto de la pastoral familiar–.
Ante la nueva situación no se trata de modificar lo sustantivo de la propuesta cristiana, esto es, vocación de Dios, sacramento de la Iglesia, entrega mutua, fidelidad de por vida, apertura a los hijos y su educación, y compromiso social en horizonte del Reino. Pero sí son necesarios varios cambios.
En primer lugar, acoger las familias tal cual son, y, en la medida que estas tengan un interés por la fe y la comunidad cristiana, ofrecer espacios de encuentro y acompañamiento, donde sea posible una pedagogía sobre la propuesta cristiana de amor familiar, que ayude a vivirla progresivamente en su integridad. Una perspectiva inclusiva para las familias monoparentales, adoptivas, de base homosexual, etc.
En segundo lugar, desde la perspectiva de una evangelización más kerigmática en un contexto de mayor secularización, en que muchos demandantes del sacramento presentan una fe tan sincera como incierta, el proceso de preparación del matrimonio puede concebirse como una oportunidad para un segundo anuncio de la fe y una cierta experiencia catecumenal en pareja.
En tercer lugar, debe superarse una concepción puntual de la pastoral matrimonial por una más procesual de largo recorrido. La educación para el matrimonio y la familia debe arrancar desde edades más tempranas, incorporándose a la pastoral de adolescentes y jóvenes. Y debe prolongarse más allá de la celebración del matrimonio en todo el proceso, concibiendo la familia como sujeto de evangelización en asociación con la comunidad parroquial y como realidad que necesita de apoyos múltiples por parte de la comunidad eclesial para sostener con fidelidad la hermosa, fascinante y fecunda vocación del amor.
[1] W. KASPER, El Evangelio …, o..c., p. 96.
[2] W. KASPER, El Evangelio …, o.c., pp. 87 y ss.
[3] Este punto más amplia y monográficamente desarrollado en este número de Iglesia Viva 262 (2015) por B. PETRÁ.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2358.
[5] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, 2003, 4.
[6] Por lo inusual y por lo que representa como cambio de actitud, es reseñable la llamada de pésame del Arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, al marido del activista gay y dirigente socialista Pedro Zerolo, con ocasión del fallecimiento de éste. Pero no deja de ser sino un paso muy inicial.
[7] J.M. URIARTE, El celibato. Apuntes antropológicos, espirituales y pedagógicos. Santander, Sal Terrae, 2015, pp. 150-160.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2359.
Quizá valdría la pena recordar que la negativa a otorgar la reconciliación a personas en segundas nupcias y a comulgar con ellas fue un motivo de excomunión del movimiento cismático de los novacianos, y que el canon 8 del Concilio de Nicea sólo autorizó la permanecencia en el clero católico de los novacianos (autodenominados los puros) a que se comprometieran a seguir las enseñanzas de la Iglesia Católica, epecíficamente a comprometerse por escrito a no negar la reconciliación a personas en segundas nupcias. Quienes hoy niegan los sacramentos de reconciliación y ecuaristía a personas vueltas a casar están en abierta apostasía respecto del Concilio de Nicea.