Me refiero a la “soledad” de Nathalie Becquart. Esta religiosa javierana, de nacionalidad francesa, ha sido designada por el Papa Francisco subsecretaria para la oficina del Sínodo de Obispos, a celebrar en octubre de 2022, siendo la única mujer con derecho a voz y voto, por primera vez, en una asamblea integrada exclusivamente por varones.
Y me refiero al “peligro” que corre de convertirse, bien a su pesar, en el “nombramiento estrella” que pueda usarse para despistar de lo que está en juego. Si ocurriera eso, creo que no le haría ningún bien a ella ni al Sínodo ya que incrementaría el número de quienes descuidan que lo que se va a debatir es, si se me permite la expresión, una de las “patatas más calientes” que tiene la Iglesia católica desde hace siglos: cómo deshacerse del modelo absolutista de ejercer la autoridad en nombre de “la verdad” o de “la unidad”, administradas solo por varones. Hoy, a diferencia de otros tiempos más autoritarios, y no tan remotos, se pueden distinguir dos líneas de superación: la promovida por Francisco y la liderada por los obispos alemanes.
Para el Papa Bergoglio, todos los bautizados han de caminar juntos; pero no, como ha venido siendo usual, hasta antes de su llegada a la cátedra de Pedro, al toque de corneta de la autoridad eclesial, sino después de haber escuchado lo que piensan al respecto los más de 1.300 millones de católicos sobre el asunto que se trate. Esta estructuración de lo que se llama “sinodalidad” o “caminar juntos” explica que intente “rutinizar”, antes de cada Asamblea de obispos, las oportunas consultas y que insista en que los prelados han de ser portavoces, también, de los pareceres recogidos.
Lo cierto es que, cuando algunas iglesias locales han procedido de manera realmente sinodal, se ha asistido a un magisterio eclesial interpelante e, incluso, movilizador y transformador. Me vienen a la memoria los procesos puestos en funcionamiento por los obispos estadounidenses sobre la carrera armamentista nuclear (1983); las desigualdades económicas (1986) o la promoción de las mujeres en la Iglesia, comprendido el de su acceso al sacerdocio; un asunto que, tras siete años de debate y cuatro redacciones –en este caso, controladas por la Santa Sede– resultó fallido: la Conferencia de obispos de EEUU votó en contra del texto presentado al entender que había sido intelectualmente secuestrado por el Vaticano (1992). O los diferentes encuentros de los obispos latinoamericanos en Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007) con la entrada en escena y reforzamiento de la teología de la liberación, uno de los frutos de la identificación de Jesús con los pobres, la asignatura pendiente del Vaticano II.
Sucede que, en este modelo, el Papa con los obispos –nombrados casi todos a dedo– son los que tienen la última palabra. A los bautizados, consultados en un primer momento, pero ausentes en la votación, solo les queda “recibir” y aplicar lo aprobado por los prelados y confirmado por el sucesor de Pedro. Y, si no están de acuerdo, olvidarlo. Es lo que se llama “la recepción”, una especie de prueba del nueve a la que queda sometida cualquier decisión en la Iglesia y que explica la existencia de una enorme cantidad de magisterio que duerme, a pesar de muchos y denodados esfuerzos, “el sueño de los justos”. Ahí está, como un ejemplo, entre otros, la Encíclica “Humanae vitae” de Pablo VI (1968).
Los obispos alemanes, muy críticos con esta manera de entender y ejercer la autoridad, están procediendo en conformidad con lo que llaman “un camino sinodal”: abierto a la participación de los laicos, tanto en el diagnóstico de la situación como en las votaciones, de carácter co-decisivo y en el que no hay temas tabú, ya sean de orden estructural o magisterial.
En coherencia con ello, se están presentando las propuestas que se estiman pertinentes en los cuatro Foros de discusión puestos en funcionamiento: el poder en la Iglesia; la existencia sacerdotal; la mujer en los servicios y tareas eclesiales; vivir el amor en la sexualidad y en la pareja.
Tales aportaciones, previa discusión y aprobación en el Foro correspondiente, serán nuevamente debatidas y votadas en la Asamblea Sinodal (230 delegados, de entre ellos, 69 miembros de la Conferencia Episcopal).
A fecha de hoy, una de las cuatro comisiones ya ha formulado algunas propuestas referidas a la elección de los obispos y de los sacerdotes; a la necesidad de superar el modelo absolutista de la autoridad; a la posibilidad de anular decisiones tomadas por los obispos o por los sacerdotes; a la defensa de la pluralidad en la teología y a la emisión de un dictamen razonado que, dirigido a toda la Iglesia universal y a la Santa Sede, permita abrir el sacerdocio a las mujeres.
Como se puede apreciar, es un modo de proceder que poco o nada tiene que ver con lo que se viene promoviendo, y defendiendo a capa y espada, aquí, entre nosotros, desde hace veinticinco años: más urgido por “gestionar” que “pastorear”. Y que sí tiene que ver, y bastante, con el ensayado en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del Vaticano II.
Supongo que esta concepción y ejercicio de la sinodalidad serán debatidos en el Sínodo de Obispos de 2022.
Me gustaría que los obispos alemanes no estuvieran “solos ante el peligro” de una derecha que, cada día más nerviosa y aguerrida, mirará a otro lado –aunque con disgusto– cuando se hable del nombramiento de Nathalie Becquart, pero que no lo va a hacer cuando se trate de esta segunda manera de entender y practicar la sinodalidad. Sospecho que dicha derecha eclesial puede contar con el apoyo de una buena parte del llamado “centro católico” que, en este asunto, tampoco se encuentra tan “centrado” como pudiera parecer… Y, si no, al tiempo.
Creo que ésta es la cuestión de fondo, sin que ello impida reconocer la “soledad” institucional de Nathalie Becquart ni la presencia “paliativa” de otras mujeres que no pasarán de ser auditoras o, en el mejor de los casos, consultoras de unos obispos que, además de varones, detentan toda la autoridad eclesial en nombre de “la verdad” y “la unidad”. Y que la seguirán manteniendo en exclusiva después de este Sínodo, aunque pagando, cada día que pasa, un precio desmedidamente alto; por lo menos, de credibilidad