Por Rafael Ruiz Andrés, Investigador del Instituto de Ciencias de las Religiones. Universidad Complutense de Madrid
Los cristianos tenemos como piedra de toque de nuestra fe la Resurrección de Jesús de Nazaret. Tras haber padecido y morir ignominiosamente en una cruz, creemos que volvió a la vida y que desde entonces sigue interpelándonos año tras año, día tras día. También hoy.
Personalmente me preocupa la posibilidad de traducción del lenguaje religioso al lenguaje secular. Sé que parte de las más recientes y más destacadas voces de la filosofía (C. Taylor y J. Habermas) insisten en que los que nos consideramos creyentes dejemos este tipo de sobreesfuerzos teóricos. Incluso nos invitan a que, dentro del marco de una secularidad que a todos protege, podamos expresarnos públicamente como tales desde los argumentos de nuestras creencias. Agradezco estas reflexiones, que me hacen sentir acogido en una sociedad secular de la que yo también soy parte. Pero hoy voy a desoír los consejos de los sabios maestros y tratar de aproximarme a este hecho central de la fe cristiana alimón entre la experiencia creyente, un lenguaje secular y partiendo de la situación que estamos
viviendo con la crisis del coronavirus.
Parto de esta experiencia común: el impasse vital acaecido a raíz del Covid 19 y su consiguiente cuarentena. Esta crisis nos ha devuelto una realidad tan certera como alejada de nuestros esquemas habituales: nuestra fragilidad como seres y, por ende, la misma fragilidad de nuestras sociedades, que no dejan de estar compuestas por imposición y contribución voluntaria. A todos nos sobreviene el modelo Amazon, pero nuestros clics lo alimentan. Y, desde el camino inverso, si nosotros somos fragilidad, la sociedad no puede no ser en parte también esa fragilidad. Más aún, somos fragilidad y muerte. La muerte recorre cada una de las costuras de nuestra existencia, puesto que el ser se descubre en el heideggeriano “ser para la muerte”, y biológicamente empezamos a morir en el mismo momento de nuestro nacimiento. Hoy, particularmente, morimos todos como sociedad con cada una de las muertes cifradas en los medios: a todos se nos encoge momentáneamente el corazón.
En medio de esta hechura de muerte, Dios se encarna. Y también muere: según los cristianos, murió en una cruz y continúa muriendo en cada uno de los rostros de dolor del mundo (Mt. 25). El providencialismo ingenuo no puede más que desmoronarse ante esta realidad. El propio profeta Isaías recuerda certeramente que los caminos de Dios no son los nuestros (Is. 55). Así que hacer una simplista analogía entre lo que nos sucede y la voluntad de Dios es una extrapolación de difícil sustento. Si Dios existe, la aspiración a su total comprensión es simplemente un imposible, y en lenguaje religioso sería hasta blasfemo. Así lo vio Tomás de Aquino, quien negaba que la existencia y la voluntad de Dios se resolviera en respuestas fáciles. Más bien, en el reconocimiento de la muerte que nos traspasa, y que Covid 19 ha rescatado de su olvido cotidiano, creemos en un Dios que la acoge, no en un dios justiciero que la predispone.
Ante esta realidad expuesta, parte de las voces intelectuales que han reflexionado en estos días nos conducían a dos posturas, no menos ingenuas que las del creyente ciegamente providencialista: al optimismo (“saldremos indudablemente mejores”) o al derrotismo conspiracionista (en el caos que se revela sucumbiremos indefinidamente porque, en definitiva, una voluntad más grande que nosotros se está beneficiando, o incluso ha promovido esta situación). Otros señalaban las múltiples contradicciones que estamos viviendo y los diversos caminos que se abren para después de la crisis (notablemente el artículo de Yuval Noah Harari en Financial Times y el de Gabriel Markus en El País).
Con ellos, y con la contradicción que contemplan en la realidad, quiero particularmente dialogar a partir de la propia contradicción en la que se asienta la Pascua que estos días celebramos.
Los cristianos aceptamos que la vida está atravesada de muerte, pero creemos en la Resurrección, lo que implica, en primer lugar, reconocer que la realidad es básicamente contradicción ante los ojos humanos. Abrazamos profundamente la contradicción, y la
expresamos a través del arquetipo de un hombre en el que reconocemos a Dios, pero que a pesar de esta afirmación, sufrió y acabó colgado en una cruz: hoy la cruz del Covid 19 (y otras tantas más allá de nuestras fronteras que nuestro eurocentrismo nos impide ver).
La realidad es contradicción, dice Simone Weil. Así lo refleja el propio escenario abierto por la actual crisis. También afirma lo mismo la fe cristiana a través de la vida de Jesús de Nazaret, profeta humillado, Dios crucificado.
En segundo lugar, en esa contradicción, en esa hechura de muerte que nos compone, afirmamos que el impulso vital, una suerte de élan vital bergsoniano, es mayor o se sitúa primero, depende cómo queramos contemplarlo. ¿Cómo fundamentamos esta afirmación? La racionalidad simbólica que subyace al hecho religioso se asienta, aunque parezca paradójico, en procedimientos no muy distantes de la misma racionalidad humana: a través de la intuición corroborada en la experiencia. En nuestra vida hemos experimentado dolor y sufrimiento, cruz, pero el súbito instante en el que somos capaces de abrazarnos a la vida confiere plenitud. Son, diría Charles Taylor, momentos gestálticos, en torno a los cuales interpretamos el camino recorrido hasta el momento. Lo que leemos en libros y reflexiones, lo que vivimos en nuestro caminar puede quedar
obviado en un maremágnum de recuerdos desordenados hasta que, de pronto, un día decimos “Aquí está la clave”. Quizá ese día ha venido por un paisaje vespertino, por la conversación con un amigo o la caricia del ser amado: todas ellas son también la realidad, contradictoria sí, pero que en este caso nos permite un acceso a una realidad que subyace al fondo de la misma contradicción. Son las llaves para descubrir una previa afirmación
vital de la propia realidad. Frente al heideggeriano “ser para la muerte”, el cristiano se descubre como “ser temporalmente para la muerte pero esencialmente para la vida”.
En tercer lugar, hay una cuestión fundamental en esta formulación. Entre las llaves que abren la interpretación de la base vital constituyente de lo real se encuentra de modo primordial la experiencia del sufrimiento, especialmente el ajeno dado que su exterioridad nos proporciona una objetividad intersubjetiva que permite abandonar el mero “sentimentalismo” coach. Por eso, no solo creemos que los más vulnerables son el rostro actualizado del mismo Jesús, sino que afirmamos que en ellos se nos revela la significación profunda de su cruz en su resurrección. En la exacerbación de la contradicción que se descubre en los márgenes sociales y de la historia se encuentra la
nuda vida, diría Agamben, el puro desvelamiento de la sociedad, de la historia y de Dios.
También del Covid-19, aunque sus rostros pasen desapercibidos para la actualidad mediática, con sus curvas y cifras.
Vivimos en la esperanza y la certeza de que en su voz, siempre escondida y callada, se halla la misma voz de Dios, y a partir de su espera, sempiterno sábado santo, deseamos trazar caminos de futuro. Es absurdo, sí, por eso recreamos a un Mesías a lomos de mula tomando con palmas la ciudad de Jerusalén. Pero, si me permitís, al menos tan “absurdo” como parte de las premisas de Walter Benjamin o de la filosofía de Simone Weil, quienes
vieron que en la desdicha se encuentra de un modo palmario el nudo gordiano de la propia realidad. La traducción en cristiano de estos lenguajes seculares se da en el absurdo de la cruz, de tantas cruces, que solo se puede superar con el reconocimiento activo de la vida.
He añadido un importante adjetivo: activo. Hoy celebramos la Pascua en medio de una cuarentena. Lo que hoy celebramos es que hemos reconocido que el impulso vital es la clave de la vida en su contradicción, de las contradicciones antes, durante y después del confinamiento. Y no solo lo celebramos, sino que en este reconocimiento queremos unirnos al impulso vitalista: ser nosotros mismos llaves que activamente sirvan para el
descubrimiento de que la vida es quien tiene la última palabra, también en tiempos del coronavirus. En la situación que estamos viviendo, quizá tenga muchas traducciones
concretas, pero todas probablemente deban partir de la previa acogida de la misma realidad. En este acogimiento, hacemos un primer soplo de vida para las sociedades en las que vivimos al convertirnos en instrumentos activos de abrazo con la existencia, y en ella, con las demás vidas. Pero en segundo lugar, he enfatizado que esta acogida es esencialmente activa, lo que en mi opinión implica esencialmente una actitud de acogida
confiada. Fe y confianza provienen de la misma etimología latina. Acogemos la realidad pero esperando su transformación: desde la muerte que descubrimos en la contradicción hacia el más profundo hálito de vida que le precede y que traza el camino de futuro. Es, en definitiva, una confianza activa que descansa primeramente en que nosotros encarnemos esa actitud, en que vivamos esa confianza más allá de la crisis, más allá de
toda crisis. Hoy, y frente al optimismo ingenuo o al derrotismo, la encarnación de una confianza activa constituye la alternativa abierta desde la resurrección ante la actual situación, porque haciéndonos testigos de la confianza en un mundo mejor, más justo y fraterno (no solo desde la realidad sino también a pesar de la misma) nos hacemos encarnación y nos convertimos en Resurrección. Paciencia y Pasión proceden también de
la misma raíz etimológica. Paciencia responde a la actitud pasiva, y pasión es la activa.
El cristianismo no es cristiana paciencia. Job no era paciente. El cristianismo es una pasión, que tiene en la Pasión su paradigma. Y en la confianza apasionada su Resurrección.