Por Carlos F. Barberá, teólogo, suscriptor de Iglesia Viva.
Se sabe que en la tradición musulmana Dios tiene 99 nombres que se extienden en una larga lista encabezada por El Misericordioso y terminada por El Paciente. La espiritualidad cristiana ha utilizado también calificativos muy variados pero al mismo tiempo no han faltado las voces manifestando su insuficiencia o incluso su irracionalidad.
Marius Torres, el poeta catalán muerto en 1942, cuya poesía estuvo recorrida siempre por una vena mística, escribió un poema que reproduzco en su idioma original y en una traducción que acaso sea innecesaria. Se titulaba Els noms y lo encabezaba una cita de Fray Luis de León:
Si el nombre es imagen que sustituye por cuyo es, ¿qué nombre de voz o qué acepción de entendimiento puede llegar a ser imagen de Dios?
Tots aquets noms obscurs, resats amb avidesa
pels llavis dels covards, els folls, els moribunds
en el Nom sense nom de la teva grandesa
com els rius en la mar deuen negar-se junts…
Tan enlaire com ets, Senyor, ¿quin mot podria
empresonar el teu infinit en el seu punt?
Però t´hem de cridar; y al teu davant un dia
tot home es un covard, un foll i un moribund.
I encara t´encarnem en pressagis i en faules
i el teu silenci inmens profanem amb paraules
que mai no poden ser paraules de tothom.
Si ens fan errar l´orgull, l´amor, l´impaciència,
perdona´ns i sonriu, arcana providència,
Tu que ens has fet, o Tu que saps el nostre nom!
Esos nombres oscuros, con avidez rezados,
por labios de cobardes, locos o moribundos,
en el Nombre sin nombre de tu propia grandeza
cual ríos en el mar deben negarse juntos.
Tan alto como eres ¿qué palabra podría
aprisionar, Señor, tu infinito en un punto?
Pero hemos de llamarte y en tu presencia un día
todo hombre es un cobarde, un loco, un moribundo.
Seguimos encarnándote en prodigios y en fábulas
y tu silencio inmenso profanan las palabras.
que nunca pueden ser palabras para todos.
Si nos pierde el orgullo, el amor, la impaciencia,
sonríe y perdónanos, arcana providencia,
Tú que nos has creado, que sabes nuestro nombre.
Con esta formulación luminosa Marius Torres manifestaba su convicción profunda de que es imposible alcanzar con nuestros nombres a la divinidad pero reconocía al mismo tiempo nuestra necesidad de utilizarlos. Somos demasiado desvalidos como para renunciar a dirigirnos a El.
Hay que advertir que las palabras con las que calificamos a Dios no pueden ser definiciones. Dios no puede ser encerrado en el marco estrecho de nuestros conceptos. En realidad no pueden pretender qué o cómo es Dios sino cómo Dios actúa y a partir de ahí nos dan un vislumbre de su esencia. El propio Jesús no habló tanto de Dios como de Su reino. Mirad lo que hace Dios, así venía a decir con sus parábolas.
En su relación con quien le había enviado, Jesús utilizó la palabra Padre. Es una denominación que hizo fortuna y que encabeza la oración de los cristianos, con la autoridad de algo que viene de los labios del propio Jesús. Con todo, percibimos enseguida sus dificultades. No sólo porque para alguien esa denominación evoque malas experiencias y le llegue cargada de un aura negativa. Sobre todo y especialmente porque, interpretada en una marco teísta, lleva al convencimiento de que Dios debe ayudarnos y socorrernos siempre. ¿Qué padre no haría lo imposible por el bienestar de su hijo? Y sin embargo Dios no parece hacerlo. Muchos de sus hijos sufren calamidades sin que un Dios padre y supuestamente todopoderoso mueva un solo dedo para aliviarlos.
Muchas crisis de fe se han gestado en la experiencia de este padre aparentemente desinteresado de sus hijos. Claro está que la imagen puede también sugerirnos una explicación distinta. Un padre da la vida al hijo, lo cuida, hace posible que crezca y se desarrolle, lo acompaña y le da consejos pero el hijo ha de vivir finalmente su propia vida y el padre no puede hacerlo en su lugar. Dios es tan impotente frente a nuestra libertad como un padre lo es frente a la de su hijo.
La teología más actual ha vuelto los ojos a formulaciones clásicas y ha calificado a Dios como misterio absoluto, al que “no pueden contener los cielos ni los cielos de los cielos” (2 Cron 6,17), que está más allá de nuestras ideas y conceptos. Pero a la vez Dios está en lo más profundo de las personas. “´Misterio`, para nosotros, contiene estos tres rasgos esenciales: la absoluta trascendencia de la realidad a la que se refiere, su más íntima inmanencia, como raíz, origen y fundamento del hombre y su mundo; y su condición de presencia en acto permanente de donación, revelación e interpelación a las personas” (Juan M. Velasco)
Dios es, pues, esa Presencia intangible pero real, invisible pero interpeladora. Yo quiero atreverme a proponer otro concepto que califica al anterior, que lo engloba y ensancha. Dios es sobre todo Compañía. ¿Y qué es eso de la compañía? Como ocurre a menudo, ideas que utilizamos frecuentemente se nos resisten a la hora de desentrañarlas o definirlas. En una primera aproximación, la compañía tiene apenas realidad. Quien da compañía no necesita dar nada, quien hace compañía casi no tiene que hacer nada, únicamente estar. Ni siquiera es menester que hable, le basta con prestar escucha. Su silencio está lleno de realidad, su eventual palabra –no sus ideas– proporciona vida. Quien tiene compañía ha ahuyentado el fantasma de la soledad. Si es Dios quien la hace, su presencia entraña un acicate: saca lo mejor de ti mismo, ponte en marcha. Y una promesa: vayas donde vayas y hagas lo que hagas, ya nunca estarás solo.
Buscando un nombre para Dios –uno de esos que Marius Torres decía que nos son necesarios– yo acudiría a uno que se acuñó para otro destinatario: “Compañero del alma, compañero”.