Por José Ignacio González Faus
En un librito sobre la recuperación de las grandes palabras, definí la libertad como “la plena coincidencia con lo mejor de uno mismo”. Me llegó después un correo de un buen señor que se declaraba extrañado por esa definición que “no acabo de entenderla pero me da la sensación de que hay ahí algo muy bueno”. Supuse que mi definición le sonaba más bien a moralidad o esfuerzo y eso parece ser lo contrario de la libertad. Pensé contestarle que ser libre es ser dueño de mí mismo y que muchas veces llamamos libertad a diversas formas de servidumbre respecto de nosotros mismos. No lo hice, y quizás es ahora el momento de retomar aquella pregunta. Ya se ve que hablamos de libertad “interior”, no simplemente de ataduras puramente externas.
Esa palabra –libertad– engloba, por un lado, todo lo que busca y proclama nuestra modernidad. Resume, por otro lado, el mensaje cristiano según Jesús, Pablo y Lutero (“Cristo nos liberó para que vivamos en libertad”). Y se encuentra hoy con que la posmodernidad parece haber extendido como un certificado de invalidez sobre aquella identificación entre Modernidad y libertad, llamándonos a una resignación revestida de humildad.
1.- El sujeto de la libertad. Punto de partida de mi definición era una visión del hombre como un ser constituido por un dinamismo de crecimiento y de superación, y que nunca coincide plenamente consigo mismo.
Pascal proclamando que “el hombre supera infinitamente al hombre”, Camus constatando que el hombre es “el único animal que no está contento con lo que es”, Sartre concluyendo entonces que somos “una pasión inútil” porque somos la pasión de lo imposible… Desde ahí a infinidad de adolescentes que, a la hora de cuajar como personas, viven la angustia de la propia identidad y se preguntan desnortados quién soy yo, son todos testimonios irrefragables de esa especie de inquietud que no para de movernos y descompone nuestra necesaria identidad.
Todavía, ya en mis 86 años, casi no hay día en que algo me haga volver a constatar la enorme complejidad y la infinita cantidad de teclas que tenemos los seres humanos: teclas blancas y negras, de tono y de semitono, de flauta y de oboe, para manos y para pies… ¿Quién podrá abarcar la inmensa complejidad del corazón humano?, se preguntaba hace muchos siglos el profeta Jeremías. Y la pregunta sigue hoy tan erguida como entonces, aunque hoy la tecnología nos haya enseñado a a manejar muchas otras complejidades.
Los demás seres de la creación coinciden plenamente consigo mismos. No necesitan preguntarse qué es ser vaca, ni qué es ser gato ni qué es ser árbol. En cambio la identidad del hombre es una identidad dinámica y dialéctica: individuo y comunidad, presente y futuro, sencillez y riqueza, tan autosuficientes y tan necesitados del otro, con atisbos de plenitud y experiencias de insatisfacción, “carne y espíritu” (por echar mano de la terminología bíblica)… son dimensiones nuestras que luchan unas con otras y a veces hasta se eliminan unas a otras, mutilándonos cuando parecía que iban a afirmarnos.
Y, por otro lado, qué encantadora y atractiva impresión la de una persona donde todas esas dimensiones parecen estar en su sitio, vivas y en armonía, en contraste con esa sensación nuestra tan frecuente de querer y no saber qué ni cómo. De ahí esa tendencia a la mímesis, que René Girard analizó como uno de nuestros componentes más típicos y menos conocidos.
No es hora de comentar lo que tiene que ver con todo eso la definición bíblica del hombre como “imagen y semejanza” de Dios (que algunos padres de la Iglesia leían como imagen “hacia la semejanza”). Pero sí quiero evocar que muchas reflexiones teológicas identifican nuestra imagen divina precisamente con la libertad. Y así podemos retomar la definición de libertad dada al comienzo de estas líneas.
2.- Albedrío y libertad. Dada esa pluridimensionalidad desarmónica del hombre es muy frecuente que nuestro albedrío se identifique con una de nuestras dimensiones y absolutice una manera de ser que no es la más decisiva de nuestra identidad humana. Con ello acabamos convirtiéndonos, sin querer, en esclavos de nosotros mismos. Para no citar autoridades bíblicas, oigamos al Chandogya Upanishad: “el que se deja gobernar por su cuerpo no conseguirá la libertad”. Y pongamos su ego en lugar de su cuerpo para ampliar esa lección
El adicto a la heroína reconocerá ese proceso fácilmente porque los precios de esa adicción concreta se dejan sentir en nosotros cruel e inmediatamente. Pero el adicto a otras teclas humanas (el placer, la riqueza, el reconocimiento ajeno…) difícilmente reconocerá esa “adicción” que le va quitando libertad y calidad humana. Peor aún: se defenderá apelando a la libertad y proclamándose libre. Aunque quizá en algún momento privilegiado, algo en su interior le hará lamentarse como el Segismundo de “La vida es sueño”: “y yo con más albedrío tengo menos libertad”; pero aplicando ahora esos versos no a su encierro exterior (como le sucedía al protagonista de Calderón), sino a su situación interior.
Imaginemos por el otro lado que alguien ha logrado identificarse plenamente con aquella de nuestras dimensiones que es la de más calidad humana (como son la bondad o el amor, que nunca dejan de hacer alguna llamada suave a nuestro interior). Desde esa identificación con lo mejor de uno mismo, todas nuestras demás dimensiones encuentran en seguida su sitio, en armonía unas con otras, y ningunas de ellas domina nuestro interior. Esa es nuestra más válida experiencia de lo que es la libertad.
Por supuesto, esa identificación tan perfecta con lo mejor de nosotros mismos, nunca será total y absoluta. Siempre quedará aquello que Rahner calificaba como cabos sueltos “que no han logrado ser del todo integrados en nuestra opción fundamental” (a eso es a lo que Rahner llama concupiscencia). Pero aunque no lleguemos a esa perfección, esa calidad humana y esa libertad auténtica serán perceptibles para casi todos nosotros. Precisamente por eso, el griego clásico designaba con una misma palabra (eksousía) la libertad y la autoridad.
Este es el verdadero atractivo y el verdadero “evangelio” (buena noticia) de la libertad: no el señuelo pseudopublicitario de los grandes reclamos y gritos de libertad, sino el atractivo de las personas que encontramos verdadera y profundamente libres. Viéndolas, aprendemos que libertad no es la esclavitud al propio ego sino precisamente la liberación del propio ego (dando por descontado que liberación no es lo mismo que aniquilación). Ya Pablo, cuando explicaba que Cristo nos liberó para que vivamos libres, añadía que la libertad no es la servidumbre al ego sino el servicio al amor.
3.- Un ejemplo para hoy.
El mismo día que escribo estas reflexiones, aparece en los medios la destitución de señora Álvarez de Toledo como portavoz del PP, junto a unas declaraciones suyas que califican ese gesto como un ataque a la libertad. Prescindamos ahora de lo que parece haber pasado dentro del partido, para obligar a Casado a tomar esa decisión, cuando es él quien la había elegido hace menos de un año. Los del PP arguyen que se había convertido en “portavoz de sí misma” y no del partido, lo cual refleja una fatal identificación de la libertad con el individualismo, muy típica de la sociedad capitalista.
En cambio, hacer como hizo ella una propuesta de colaboración PP-PSOE me pareció un acto (y una propuesta) de libertad: porque, aunque es casi seguro que de momento no llegarían a nada, su partido tendría que comenzar a acostumbrarse a argumentar con razones y no con insultos ni con etiquetas. La necesidad de convertir las necesarias críticas a las ideas o a las conductas, en insultos a las personas (como hacía esa señora durante su portavocía y como hace también el señor Casado), me ha parecido siempre una falta de libertad interior.
Y podemos retomar también unas frases de la respuesta de Álvarez de Toledo a Casado, acusándolo de “confundir disidencia con deslealtad y libertad con indisciplina”. No son lo mismo, sin duda, pero porque se sitúan en planos distintos: el del modo de pensar y el del modo de comportarse. Absolutizar entonces el primero para justificar al segundo, refleja otra vez un individualismo que acaba convirtiendo la verdadera libertad en esclavitud al propio ego.
Y es que, precisamente porque el ser humano es imagen de Dios, y Dios no es Autoafirmación sino Relación (Amor), podemos volver a parodiar al poeta, como hacíamos en el título de estas líneas, y hablar no de humano tesoro sino más plenamente de “libertad divino tesoro”…
Leo lo siguiente del artículo: «…aprendemos que libertad no es la esclavitud al propio ego sino precisamente la liberación del propio ego (dando por descontado que liberación no es lo mismo que aniquilación).»
El autor no explica a qué llama ego. Por darle el beneficio de la duda, pienso que por accidente convirtió la palabra «ego» en un« palabra juguete» y haciéndolo vacía la misma de su significado más real. Me refiero a la propuesta de Éliane A. Lévy-Valensi (1919-2006): «[las palabras-juguete]…han dejado de ser verbo y vida; son máquinas de muerte, muertes ellas mismas, pequeños estímulos que minan, en el sentido militar del término, el itinerario del discurso.» (La naturaleza del pensamiento inconsciente, 1985).
Sin estar sujetos al «ego» no podríamos relacionarnos con «lo otro», los demás, o con nosotros mismos como «otro,» es decir, pensarnos intencionadamente, con algún grado de objetividad (Sí mismo como otro, Ricoeur, 1996). El ego es la columna dorsal de lo humano. Contrario a lo que sugiere el autor, no podemos prescindir del ego y somos esclavos de él. Precisamente, comparativamente hablando, no podemos llegar a alcanzar la madurez humana, sin partir de la inmadurez, como nadie puede salir de una estancia en la que no ha entrado. Si se acepta la noción de que Dios nos ha creado, la misión que nos encomendó es completar el trabo y lo que la vida nos ofrece, es el gimnasio en el que entrenar al ego. Esa es la función de la familia como laboratorio de la personalidad, de la condición humana. De ahí que si la familia se desordena (La familia en desorden, E. Roudinesco, 2004), se sale de su cauce, cambia de destino y la consecuencia de ello es no una humanidad lograda, sino fallida, en exceso disfuncional.
Quizás ―diría quien tuviera que luchar en su esperanza contra el Dios que se imagine, como ocurrió a Jacob― uno de los errores o espacios para crecer en los que su Creador ―si, en efecto, hay o hubo un Creador― le colocó, es esa dependencia esclavizante con respecto al ego con lo que se lucha mientras se madura como adulto.
La libertad no es desprenderse del ego, es precisamente someterse al ego, acoger la realidad sin aspirar a otra y hacerlo sin resentimiento. Despojados del ego, careceríamos de forma como carece de ella el cuero de un animal desollado.
Me atrevo a pensar que a lo que se refiere el autor es a su propia noción de entrenar el ego para alcanzar un cierto grado, siempre insuficiente, de moderación, a través del discernimiento y la opción. En ese proceso el rol del ego es el de mantener la equidistancia con respecto a las posibilidades hasta llegar a poder escoger una con el mayor grado posible de confianza o de esperanza confiada y siempre incierta.
El ego maduro lucha consigo mismo como Jacob con el ángel y como Jacob, siempre sale dañado de la lucha. Precisamente esta lucha es la que le despoja de lo que el ego identifica como innecesario, como impedimento.
Un frecuente error fundamental es pensar que exista una libertad ontológicamente hablando. Todo lo contrario. La libertad no es un don, sino un objetivo por alcanzar y la lucha para alcanzarla solo concluye con la muerte. Como la maduración misma. El «ser» no antecede sino que resulta de la existencia. Ser en realidad es lo que marca el final de la existencia. Algo así como la piedra ungida por Jacob en Betel.
Leo: «Los demás seres de la creación coinciden plenamente consigo mismos. No necesitan preguntarse qué es ser vaca, ni qué es ser gato ni qué es ser árbol.»
¿Cómo puede afirmarse algo semejante? Más aún, ¿cómo se puede inferir que la necesidad humana de hacernos tales preguntas nos constituya en seres superiores a las vacas, a los gatos o a los árboles?
Mirando solamente al daño enorme que hemos causado al Planeta y por lo tanto a nosotros mismos, ¿qué permite concluir que seamos superiores a las vacas, los gatos o los árboles?
¿Por qué ha de ser la libertad algo necesario? y si no la poseemos como propone el autor ¿Cómo podemos saber en qué consiste?
Miles de páginas, quizás más que miles, se han escrito para debatir qué sea la libertad, pero tras de leer la última será necesario escribir muchas más.
El autor recuerda la definición de libertad que una vez propuso:«la plena coincidencia con lo mejor de uno mismo.» Pero no se puede llegar a lo mejor de uno mismo por otro camino que el de superar lo peor de sí. Si eso es cierto, la libertad, este coincidir con lo mejor de uno mismo es también fruto de lo peor que haya sido superado y la totalidad de sí no podrá prescindir de ello. No se puede ser solo lo mejor de sí y pretender que nunca se fue peor.
Claro que «muchas veces llamamos libertad a diversas formas de servidumbre respecto de nosotros mismos.» Superar esas experiencias supone que las mismas ocurran. Una piedra menos plana en el río es igualmente necesaria para vadearlo sin mojarse.
La cuestión fundamental parece que sea esta obsesión humana de poseerse a sí mismo, de conocer hasta el último pliegue de la consciencia, de disfrutar de absoluta seguridad, de poder sin limitaciones de ninguna clase, en suma, de ser «como dioses.»
¿Qué tal la hipótesis de que lo somos? ¿Por qué no imaginar y aceptar que los dioses que nos inventamos no tienen que ser perfectos, ni mejores, ni más completos que nosotros?
La verdadera pregunta crucial es la del por qué o para qué nos inquieta ser como somos. ¿Por qué nos inquieta o desasona imaginar que haya otros seres que nos superan? reconocer que el narcisismo pueda ser patológico es reazón suficiente para huir de él con todos los medios posibles. El precio es desprendernos de la fantasía de existir eternamente, o de tener que luchar por sobrevivir. Es también aceptar nuestra naturaleza humilde, aceptar que somos polvo y al polvo pertenecemos. Eso no haría menos importante la acción de Jesús de Nazareth (si es que el tal Jesús realmente existió y murió luchando como tantos otros seres humanos, sobre el ara de la justicia universal. ¿No hay suficente mérito en trabajar para que nadie sufra innecesaria o injustamente, o en demasía? ¿Por qué no derrumbar todos los monumentos, los ídolos que nos levantamos, no importa que el paso de los milenios haya demostrado que quizás estemos solos en el universo y que una generación no se diferencia de otra cuando llega el momento final de la muerte, excepto porque unos yacerán en tumbas comunes, anónimamente como vivieron, y otros se convertirán en polvo igual, pero sus cenizas quedarán protegidas del viento y la humedad en mausoleos imposibles de ignorar. Y tras de la muerte ¿qué ocurre a la pregunta sobre la libertad? o mejor dicho, ¿qué ocurre a la respuesta de qué sea la libertad? Y si alguien pudiera responderla suficiente y correctamente ¿qué ocurrirá cuando muera y pasen por encima de él o de su mausoleo los vientos que no cesan de batir todo.
Me parece extraordinario que alguien pueda presumir de conocer cómo es y qué es Dios y que además encuentre palabras para expresarlo. Eso sí le concedo que la equivocidad natural del lenguaje en cierto modo evoca siempre la infinitu inabarcable en ambos sentido hacia lo infinitesimal y en el sentido opuesto.
Además, en medio de mi asombro me permito imaginar que yo también puedo inventar a Dios y pretender que le descubro. Por ejemplo si Dios no se podía confundir no necesitó la libertad, y entonces cabe la pregunta de para qué creó (si es cierto que creara en el sentido que entendemos el vocablo) la criatura que creó a su imagen y semejanza sin la principal ventaja que él gozaba, la de saber siempre qué hacer y qué desear, nunca confundirse ni errar.
Y que nadie intente convencerme de que lo que sabiamente le negó a los animales, no es la corona de espinas que carga la humanidad: La de nunca contentarse con lo que sabe y seguir persiguiendo esta quimera de llegar a dominar lo indominable: El trueno, la luz, el aire, el espacio, el vacío… Los relatos mitológicos genesíacos solon reflejan con mayor o menor acierto poético la experiencia humana y como es la única imaginable pues esa tiene que ser la que le tocó o le dieron y nada satisface más la necesidad narcisista que la de imaginarse como el amado preferido, precisamente, por la divinidad que debe poder hacer y poder saber todo lo que haya que saber y hacer.
Por razones que no sé explicar persuasivamente ni siquiera para mi propio consumo, prefiero el Cántico sanjuanista que solo concibe la posibilidad de suplicar a la siempre fugitiva agua del río que «forme de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados» y mirándome me recree y me diga quién soy y adónde me lleva esta andadura humana que se prolonga y no logro ver su destino. No quiero conocer a Dios, ni saber cómo actúa, pero si existe, si quiero y le ruego que escuche mi grito lamentoso y me diga más bien quienes somos y hacia donde se dirige nuestra caminata que ya dura mucho más de cuarenta años.