A un papa que quiere un sínodo acogedor de todo tipo de familias reales en nuestro mundo, los más papistas que él le atacan por no defender el valor católico e irreformable de signos y ritos del matrimonio y la eucaristía. La reflexión de Carlos F. Barberá, sacerdote y teólogo madrileño nos puede servir para relativizar los sacramentos.
Ni las personas humanas ni las sociedades pueden vivir sin ritos. Tampoco las religiones, como grupos humanos que son. Incluso el budismo, que aparece en su origen como un total despojamiento, ha terminado institucionalizando gestos, ritos, señas de identidad.
No es necesario recalcar que el cristianismo, en el que la encarnación forma una columna central, ha dado lugar a un amplio catálogo de ritos. Cada vez entendemos mejor que la fe cristiana –y antes el judaísmo– tiene su fundamento en unos relatos. Considerada como una de las religiones del libro, el suyo no es un compendio de doctrinas o mandamientos sino un conjunto de relatos. En aquel tiempo… así comienzan muchos de sus capítulos. Cierto que a continuación esos relatos se interpretan y se convierten en teología para no quedarse en efímeras historias, pero los relatos se conservan, se proclaman y se celebran una y otra vez.
Son los ritos quienes se encargan de actualizar y vivificar los relatos. Aquello que pasó en un tiempo se hace hoy realidad entre nosotros. No puede quedarse en una historia muerta sino que es una realidad viva y como tal se celebra. Y toda celebración –y más si es religiosa– incluye gestos y rituales.
Esta explicación, que parece tan clara, se ha venido enturbiando a lo largo de los siglos al agregársele la noción de sacrificio. Desde los albores de la humanidad, las distintas sociedades han aceptado la presencia en sus vidas de un Dios poderoso y se han sentido obligadas a hacerle ofrendas, tanto más valiosas cuanto mayor era la importancia del bien ofrecido. A Dios había que dedicarle lo mejor, lo más costoso, lo más querido. La ofrenda del primogénito acaba siendo el sacrificio mayor y más valioso (precisamente la historia de Abraham e Isaac parece tener por objeto precisamente luchar contra ese tipo de oblación)
En el caso del cristianismo, los relatos que recogen los hechos de Jesús, y en especial el de su muerte, se interpretan ya en la primera comunidad aplicándoles la noción de sacrificio. Jesús el Hijo ofrece a su Padre un sacrificio por toda la humanidad. Con su sangre nos redime (Rom 3, 25)
En otro lugar he defendido que los primeros apóstoles, ante la difícil tarea de predicar mostrando a quien todos habían visto crucificado como malhechor, acuden a la idea del sacrificio. Los judíos podían entenderla muy bien: si la sangre de los toros y machos cabríos servía como ofrenda reconciliadora, grata a Dios, mucho más la sangre de un justo podía ser redentora (Heb 9, 13s)
Este modo de ver, que hoy no cabe en nuestra visión de la vida, choca también frontalmente con la intención de Jesús, expresada en varias ocasiones: quiere misericordia y no sacrificios. Pero ocurre que las ideas troncales son tozudas, duran a veces siglos, sobrevolando los cambios en la cultura. La Eucaristía sigue siendo el “sacrificio de la misa” y en las plegarias de cuaresma se sigue hablando de oraciones y sacrificios.
Por este camino se ha ido enturbiando la comprensión y en consecuencia la figura de los ritos. Necesarios en cualquier sociedad y en cualquier religión, en el catolicismo han tomado una significación sacrificial. Se hacen gestos, se escenifican rituales como una ofrenda a Dios. Jesús sin embargo había pronosticado que llegaba un tiempo en que “los verdaderos adoradores lo serían en espíritu y en verdad y san Pablo sentenciaba: “ofreced vuestro cuerpo como una ofrenda viva, santa, agradable a Dios; ése es el culto razonable” (Rom 12, 1) Vuestro cuerpo, vuestra vida.
Purificando poco a poco nuestro concepto de Dios, al menos hoy estamos convencidos de que El no necesita ninguna ofrenda humana. ¿qué podrían en realidad aportarle? Frente a la insistencia de los hombres en abrumarle con ellas, ya los profetas judíos habían puesto en su boca una queja: ¿para que quiero yo ofrendas ni holocaustos? Sí quiere en cambio que los humanos se conduzcan de modo fraternal, sí desea que se comporten a imagen de su Hijo. Como éste dijo y repitió, –alguna vez con cierta irritación– no desea sacrificios sino misericordia.
¿Quiénes son, pus, los destinatarios de los ritos? Sin duda los seres humanos, los creyentes. A pesar de todo, lo sabía bien la teología más clásica cuando formulaba: sacramenta propter homines, los sacramentos –esos ritos mayores– son para los hombres. Meditando en estas cosas, Ricoeur aseveró que “los mitos dan que pensar”. De forma semejante podemos afirmar que “los ritos dan que sentir”. Y si es así, hay que extraer las consecuencias. A mi modo de ver, las más importantes son que los ritos no deben multiplicarse sin necesidad y que aquellos que no hagan sentir deben suprimirse.
Pondremos algunos ejemplos de lo primero y lo segundo.
De mi infancia en un colegio religioso puedo recordar las múltiples misas que se celebraban en diversos altares por los religiosos gestores de la institución. Naturalmente esa costumbre ha desaparecido. Y sin embargo puedo contar que cuando, hace unos años, me llegó la jubilación, un cura amigo, preocupado porque no “decía misa” los días de diario, me ofreció concelebrar en su parroquia. Rehusé su ofrecimiento pero quise dar una razón para evitar la idea de que era un clérigo poco piadoso. Ahora veo más claro que en su idea la misa es para Dios –y por tanto cuantas más mejor – y no una celebración para los hombres. Si faltan los destinatarios no hay que hacer celebración alguna.
Y respecto al efecto de suscitar sentimientos. Quiero dejar claro que se ha de tratar de sentimientos religiosos, no puramente estéticos. De mis tiempos de estudiante en Innsbruck recuerdo el espectáculo de la procesión del Corpus, en la que participábamos los teólogos estudiantes. La entrada en la catedral, con el sol penetrando por las vidrieras, la música interpretada en un órgano magnífico, la propia solemnidad de la procesión me impresionaron siempre. Pero a la vez tuve siempre también el convencimiento de que era una impresión estética y que aquel espectáculo del barroco ya no era apto para una emoción religiosa.
Retomo, pues, la argumentación. Los ritos que no “dan que sentir” deben modificarse o suprimirse. Muchos estarán de acuerdo en que dar vueltas incensando un altar no produce ningún efecto, ni menos el lavatorio de las manos en la misa ni el extraño quita y pon de solideo y mitra de los obispos ni tampoco la bendición de agua en el bautismo (con esa expresión, a pie enjuto, que muchos ya no conocen)… Pero también muchos argumentarán con la noción del opus operatum. Como se sabe, en la disputa con los donatistas la Iglesia afirmó su convicción de que en los ritos Dios se hacía presente, fuera cual fuera la situación personal del celebrante. Es verdad que Dios desea estar con nosotros y garantiza su presencia. En una misa celebrada por un sacerdote indigno Jesús está presente en la eucaristía.
Ello sin embargo no puede servir de coartada. En una misa aburrida Dios está presente pero también el aburrimiento. Habrá por tanto que transformarla.
Volveremos sobre la eucaristía, pero otro ejemplo mostrará la justeza de lo dicho. La decadencia tan rápida de la confesión auricular puede tener muchas causas pero, a mi modo de ver, es sobre todo que llegó un momento en que el rito no “hacía sentir”, no servía para lo pretendido. La celebración comunitaria exploró un camino en esa línea pero al mantener la confesión y absolución individuales volvió a propiciar celebraciones largas y en general aburridas en las que ahora estamos.
Se podrían detectar en cada sacramento elementos necesitados de modificación pero es en la eucaristía donde se concentra el mayor número. En mi opinión la razón está en que se la sigue interpretando como sacrificio y, en consecuencia, se procura “solemnizarla”. Está dirigida a Dios y a Dios no se le pueden ofrecer ceremonias de baratillo.
Así ocurre que, habiendo hecho la reforma de la eucaristía en atención a los fieles (lengua vernácula, celebración cara al pueblo…) han quedado resabios de la concepción anterior, aún no cancelada.
Por ejemplo: cantar y cantar en grupo es un hecho humano y bien humano. Cantar juntos un canto religioso está lleno de sentido. Escuchar a un coro es mucho más discutible (fácilmente se cuela la emoción estética) Pero cantar las interpelaciones y las respuestas es simplemente ridículo. A nadie en su sano juicio se le ocurrirá saludar a un amigo por la calle cantando: Buenos días, ¿cómo estás? Lo que resulta absurdo en la vida civil no parece serlo en una eucaristía. Es que va dirigido a Dios y por tanto ha de ser “solemne”.
Por ejemplo: yo he vivido proclamaciones del pregón pascual en que el anuncio “Cristo ha resucitado, Cristo vive”, me sobrecogía. Pero he asistido también a un pregón cantado, con un tono y una melodía que no daban ni frío ni calor. Pero eso sí, era más solemne y sin duda Dios estaría más satisfecho.
Por ejemplo: he asistido a veces a bodas en que todo se gestionaba junto al altar, con un sermón largo y premioso, ante un auditorio deseoso de llegar a otro ritual más humano y divertido, el del banquete y sus ritos. Pero he presidido matrimonios en que los asistentes salían felices y a veces me felicitaban por una ceremonia viva, humana y a ratos divertida.
Por ejemplo: en la última parroquia que presidí, la celebración de la reconciliación se celebraba del siguiente modo: la asamblea se situaba en círculo alrededor de un crucificado de tamaño casi natural. En un ambiente de penumbra, un antífona y algunos textos preparaban el ambiente. Se animaba entonces a salir al centro y, dirigiéndose al Cristo, confesar pecados, hacer una invocación o una súplica… Salían ocho o diez personas. Después se invitaba a los demás a identificarse con ellas. Por fin, en pie, con las manos juntas y tras el rezo del padrenuestro, se recibía la absolución. El resultado era la paz que todos daban a todos, espontáneamente, en un clima real de alegría.
Podría continuarse con múltiples ejemplos y narraciones. Pero quiero terminar enunciando como resumen un pequeño decálogo:
- Dios no precisa ni quiere ofrendas ni holocaustos. No necesita rito alguno.
- Los ritos son necesarios y se hacen para los seres humanos.
- Los ritos han de despertar sentimientos: emoción religiosa, alegría profunda, reconciliación, perdón… Todo rito, todo ritual que no produzca sentimientos debe suprimirse o modificarse.
- En consecuencia, antes de cada celebración hay que prever sus consecuencias. No siempre se acertará pero eso no dispensa de una planificación ni de la previsión de los resultados.
- No hay nada que garantice que un rito “funciona” pero sí se puede conocer de antemano lo que es banal, aburrido, insignificante.
- En cada caso hay que revisar lo celebrado, con una pregunta fundamental: ¿qué sentimientos ha suscitado? ¿en qué se los reconoce?
- La búsqueda de lo “solemne” es un criterio que responde a resabios sacrificiales y que en todo caso se mueve por baremos mundanos. No ha de ser así entre nosotros.
- Lo sencillo es mejor que lo complicado, lo cercano mejor que lo alejado, lo comprensible mejor que lo abstruso, lo concreto mejor que lo abstracto, el relato mejor que la abstracción.
- Los signos válidos se comprenden por sí mismos, no tienen necesidad de explicación. Si hay que explicarlos, no son válidos.
- Finalmente, puede existir un canon pero los ritos variarán según los lugares, las culturas, los momentos de los destinatarios. La letra de la ley mata, el espíritu vivifica.
Desde la propia presentación del articulista, oportuno y práctico, todo el post es no solo interesante sino un clamor entre muchos cristianos reflexivos. Enrique Miret Magdalena, de felicísima memoria fue un gran avanzado en estas lides de hacer una religión práctica y unos símbolos más acordes con el pensamiento de las mujeres y hombres de nuestro siglo. Bien es verdad que Francisco, desde el primer día de su episcopado romano, nos viene hablando y es su afán de desclericalizar la Iglesia. Pero por otra parte parece que a Francisco le gusta jugar con fuego ya que acepta una iglesia poliédrica; y esas tan variopintas caras del poliedro es lo que a tantos no gusta, y, además, atacan a este buen hombre. Pero no hay temor que valga porque esto no es una idea de Francisco sino un clamor de muchísimos y ya antiguo. Francisco lo que tiene a su favor no es nuestro respaldo sino que ha encargado de este asunto transformador nada menos que al Espíritu. Y, amigo, donde manda Patrón no manda marinero por mucha resistencia que le pongan. Y, efectivamente, los sacramentos llegarán a ser de otra forma, de la que no se librará el galimatiás del rito de la misa. Todo llegará, llegará, llegará…
Muy interesante el artículo. Comparto totalmente ya que como participante de la Eucaristía desde que era pequeño me he cuestionado mucho al respecto y también sobre detalles incluso materiales (como el pan) que quizá en el origen era más expresivos del misterio y que no lo son tanto ahora (las pequeñas hostias blancas que se consagran, por ejemplo). Desde el punto de vista pastoral con el que ha sido escrito el artículo me ayuda mucho en la formación con miras al sacerdocio. Gracias.