Una vez más, Carlos Fernández Barberá, sacerdote de Madrid y cofundador de Alandar envía esta reflexión al nuestro blog para entablar diálogo. IV.
Hay una teología de la encarnación que tiene sus raíces largos siglos atrás e incluso en el Nuevo Testamento, que se mantiene en la fe popular e incluso en creyentes medianamente advertidos. Para esta concepción Dios creó el mundo y lo ofreció al ser humano como un lugar de paz y de bienaventuranza. Un designio frustrado por el pecado, que trajo consigo la enemistad del ser humano con su Creador. Dios no tuvo otro remedio, para que se cumpliera la voluntad salvífica de Dios, que enviar a su Hijo al mundo para que pagase por la culpa humana, reconciliando de este modo al hombre con Él.
Estoy convencido de que muchos cristianos avisados no se adhieren a esta interpretación pero no son capaces de sustituirla por otra. Urge, pues, volver a la mejor teología del último siglo para explicar de manera adecuada el sentido profundo de la Encarnación del Hijo.
En 1956 Karl Barth, ante una reunión de clérigos calvinistas, pronunció una conferencia que acabó siendo un texto clásico, publicado con el título de “La humanidad de Dios”.
El teólogo suizo argumentaba que, a los ojos de los creyentes, Jesús es el revelador de Dios y como tal nos muestra que el Padre tiene la “libertad de ser en sí y para sí, pero al mismo tiempo con nosotros y para nosotros”. “En Jesucristo se ha decidido de una vez para siempre que Dios no existe sin el hombre, que no ha querido existir sin el hombre sino con él y para él”. Más tarde Pannenberg dirá, de manera arriesgada, que el ser humano pertenece a la definición de Dios.
La afirmación radical de Barth traía consigo, como consecuencia, una segunda parte. “Porque Dios es humano, el hombre se ve revestido de una distinción enteramente especial. Todo ser dotado de rostro humano, todo hombre con sus obras y realizaciones, recibe por ese sólo hecho un dignidad particular. Desde el momento en que Dios se ha hecho un ser humano le ha sido otorgada al hombre una dignidad de la que no le debe privar ningún juicio pesimista, por muy fundado que esté”. La humanización de Dios trae como contrapartida la divinización del hombre. ¿Acaso no pudo Pablo llamar santos a los miembros de las comunidades de Corintio o de Tesalónica, siendo así que Dios es el único santo?
Como se sabe, Karl Rahner ha meditado en la antropología a la que da lugar esa reflexión cristológica. Ha habido un hombre que ha sido Dios. En consecuencia, el ser humano tiene la capacidad de serlo y de participar por tanto del ser divino.
Según el relato evangélico, el Bautista anunció, con una frase un tanto críptica, que tras de él vendría quien nos bautizaría con Espíritu Santo y fuego. Alguien que derramaría en el corazón humano un espíritu y un fuego nuevos, el Espíritu y el Fuego de Dios.
La tradición católica ha adjudicado esos dones únicamente a los bautizados y fieles a la Iglesia. Llega el momento de defender que se trata de una oferta hecha a cualquier ser humano. Ya no mantenemos, como hacía la conocida declaración del concilio de Florencia, que la salvación está destinada únicamente a los bautizados en la Iglesia y fieles a su doctrina. Pues de igual modo henos de extender a toda la humanidad la presencia del fuego y el Espíritu de Dios.
Muchas veces he expresado mi convencimiento de que todos los actos de bondad, de cercanía, de generosidad, de desprendimiento son obras del Espíritu de Dios. Hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos, escribió Juan. Yo estoy convencido de que al amar a los hermanos pasamos de la muerte a la Vida. Con mayúscula. No se trata de acciones que recuerdan o reproducen el amor de Dios, sino que, suscitadas, animadas, potenciadas por el Espíritu, son una presencia real de esa bondad divina
Ya hace mucho tiempo que la teología defiende la estructura sacramental de la realidad. Cada hecho, cada persona, cada acontecimiento es, para quien lo contempla con ojos de fe, una parábola de Dios. Pero cuando se habla de acciones humanas hay que darle a esta afirmación su sentido más pleno. No se trata en ellas únicamente de recuerdos de Dios, de reflejos de la luz divina, se trata de su presencia. Quien me ha visto a mí ha visto al Padre, dijo Jesús. Desde su venida, quien ha visto lo bueno de los humanos ha visto a Dios.
Se argüirá que se trata de una pretensión excesiva, que las acciones del ser humano no son más que eso, acciones humanas, aunque una lectura creyente pueda interpretarlas religiosamente. Es cierto, se trata de acciones humanas pero a la vez de acciones de Dios. Es importante mantener esta dialéctica para no caer en una especie de panteísmo o, al contrario, en una visión puramente relativista.
Podemos acararlo con un ejemplo: algunas voces cristianas afirman ahora que la Biblia no es palabra de Dios sino palabra sobre Dios. Esta reducción convierte el texto bíblico en una palabra humana, que al final no será sino una entre otras. No. La Biblia es palabra de Dios y a la vez como escrita por hombres, palabra humana.
En el sentido contrario hay quien califica a toda la realidad como divina, pero de este modo barre la autonomía del ser humano, tan querida por Dios en su creación.
Repitámoslo una vez más: desde la encarnación del Hijo, la actuación humana movida por el amor, sin dejar de ser humana, es no únicamente símbolo, recuerdo de lo divino sino presencia y actuación de Dios. Por eso Pablo pudo decir sin jactancia alguna: “No vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Y a los corintios: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?” (1 Cor 6, 15)
Quedan al menos dos cosas que añadir: la primera es que esa presencia de Dios es una presencia escondida porque llevamos este tesoro en vasos de barro. En las acciones de Jesús muchos no veían sino la actuación de un vecino de Nazaret, de quien se conocían la madre y los hermanos. Mucho más en nuestro caso. Hijos de una cultura, de un lenguaje, de una educación, de una herencia genética ¿cómo van nuestras obras a dejar se der ambiguas, criticables, contradictorias? Y sin embargo ahí está Dios.
Y la segunda, que complementa la anterior: esta presencia divina tiene un horizonte escatológico. En un día solemne, puesto en pie, Jesús gritó: “El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,37) “que saltarán hasta la vida eterna” (Jn 4,14)
Por todo ello pudo escribir san Juan, el gran místico: “Aún no se ha manifestado lo que seremos; pero cuando se manifieste le veremos tal cual es porque seremos semejantes a El” (1 Jn 3,2)
Agradezco siempre las reflexiones y explicaciones de Carlos Barberá. Y las leo con gran interés.
Iba a decir también que con gran provecho, pero no se si esta es la palabra adecuada para expresar que siempre motiva en mí la reflexión, intentando alcanzar en comprensión y sentimiento aquello más profundo que entiendo nos quiere transmitir.
Carlos siempre se expresa, y aquí lo hace hoy también, con precisión de lenguaje e interpretación, que yo desde luego no domino , pero me quedo con una frase que puede ser eje de reflexión pero sobre todo de acción y de respeto y consideración para los demás y para uno mismo. Es la siguiente:
“Muchas veces he expresado mi convencimiento de que todos los actos de bondad, de cercanía, de generosidad, de desprendimiento son obras del Espíritu de Dios”