Por José María Castillo
Hace poco más de dos siglos, España ganó la Guerra de la Independencia. Y con eso, mucha gente se pensó que los españoles habíamos garantizado nuestra libertad amenazada. Pero lo que realmente ocurrió es que, en España, en lugar de mandar los franceses, se puso a mandar el rey Fernando VII, que, en su pasión por someter a la gente, llegó a restablecer la Inquisición. La historia de nuestro país, su grandeza y su miseria, estaba ya simbolizada, por el genio de Cervantes: Don Quijote es la “resistencia” contra el destino, Sancho Panza es la “sumisión” del que se acomoda satisfecho a una situación dada (D. Bonhoeffer). “Resistencia y Sumisión”, dos tendencias inconscientes y profundas, que todos llevamos inoculadas en la sangre de nuestras ideas más queridas.
Pero ocurre que, en las últimas décadas, sin darnos cuenta de lo que realmente nos ha pasado, hemos sufrido un proceso de transformación, que traspasa todas las fronteras y nos ha afectado a todos hasta hacer de nosotros “otro tipo de persona”, otro modelo y otra manera de ser. El “cambio climático” es, a fin de cuentas, la más llamativa y peligrosa consecuencia del “cambio personal” que, sin pedirnos permiso, nos han inoculado.
No es posible, en esta reducida reflexión, analizar y explicar los contenidos y las consecuencias de este cambio. Pero, entre esas consecuencias, hay una que es determinante, cuando estamos hablando de “independencia”. Si es que, por independencia entendemos la libertad respecto al poder que nos domina, la clave del cambio, que nos han inoculado, está en que el “poder opresor”, que no soportamos, se ha convertido en “poder seductor”, que nos complace hasta hacernos ver la vida como realmente no es. El conocido profesor alemán (de origen coreano) Byung-Chul Han lo ha explicado con sencillez: cuando pensamos que somos más libres que nunca, en realidad estamos más controlados que nunca. La tecnología, las redes sociales, los medios de que dispone el poder, todo eso ha creado una situación que nadie sabe explicar exactamente en qué consiste, pero que en realidad “seduce en lugar de prohibir, no se enfrenta al sujeto, le da facilidades”. De ahí, las independencias que tanto apetecemos, pero que en realidad lo que hacen es someternos más a todos.
¿Tiene esto solución? No la esperemos de los poderes que precisamente la han provocado y la sostienen. No son los poderes seductores y opresores los que nos van a sacar las castañas del fuego. Yo aquí aporto lo que puedo. Por el Evangelio sabemos que Jesús nació, vivió y murió en un pueblo sometido por el Imperio de entonces, Roma. Como es lógico, aquel pueblo oprimido anhelaba la independencia. Y Jesús se identificó con ese anhelo. Pero también es verdad que Jesús se dio cuenta de que la clave del proceso no estaba en el enfrentamiento con Roma. La solución estaba en cada ciudadano. Jesús se lo dijo a Nicodemo: “Tenéis que nacer de nuevo” (Jn 3, 7). Sólo así, seréis libres como el viento, que “sopla donde quiere… y “no sabes de dónde viene ni adónde va” (Jn 3, 8).
Esto es lo que no nos entra en la cabeza. La solución no es el cambio de los que mandan, sino el cambio de nosotros mismos, los que nos sometemos pensando que somos libres o buscamos libertad, cuando en realidad lo que nos seduce y puede con nosotros es la sumisión. “Hoy la libertad se convierte, por diferentes vías, en coacción” (Byung-Chul Han). Y así vivimos: encantados con el que mejor nos somete. Así, ya podemos seguir soñando con la independencia o dando leyes para prohibirla. A fin de cuentas, todo se reducirá a que Don Quijote va ahora montado en el borrico que llevaba a Sancho Panza.