Cuando se público esta polémica encíclica en 1968, IGLESIA VIVA hizo lo sabía hacer, para lo que había sido fundada: publicar un número, verdaderamente extraordinario: 19/20: Problemas teológicos pastorales de la Humanae vitae, con una crítica dura pero respetuosas desde la misma teología. Tras estos años, el tema sigue siendo un parteaguas entre una concepción fixista del magisterio (parece que lo que más inclinó a Pablo VI en distanciarse de la comisión creada ad hoc fue la advertencia de Ottaviavi de que l cuestión había sido dirimida por Pío XI en Casti connubi) y una concepción interpretativa. Y Francisco está en medio de esa polémica. ¿No podríamos en este blog de Iglesia Viva aportar luz a la cuestión? Los comentarios y la redacción están abiertos a contribuciones de todos. Hoy plantea la cuestión este artículo de Jesús Martínez Gordo.
Una recepción fallida.
El 25 de julio de 2018 se cumplirán cincuenta años de la Carta Encíclica Humanae vitae sobre la regulación de la natalidad. A lo largo de los meses, previos a esta efeméride, se han podido leer y escuchar diferentes valoraciones e interpretaciones; críticas o elogiosas, según los casos.
Entre estas últimas, me ha llamado la atención que Mons. Iceta haya calificado como “profético” el magisterio de Pablo VI (Fórum Deusto, 22 de mayo 2018). Y que, para ello, haya recurrido a unas declaraciones de Francisco al Corriere della Sera (5 de marzo de 2014) en las que sostenía que el Papa Montini, al tomar partido contra la mayoría, defender la disciplina moral y oponerse al neomaltusianismo presente y futuro, mostró una “genialidad profética”. No ha quedado igualmente resaltado en su intervención que, un poco antes de este reconocimiento, y a pregunta del periodista Ferruccio de Bortoli sobre la conveniencia de revisar la Encíclica –siguiendo las indicaciones del cardenal C. M. Martini–, el Papa Bergoglio declaraba que “todo dependía de cómo se interpretara la Humanae vitae” ya que el mismo Pablo VI recomendaba “al final, mucha misericordia” y “atención a las situaciones concretas”. Mons. Iceta, prestando una particular atención a la alabanza reseñada, expuso con amplitud el contexto cultural y social en el que se gestó la Encíclica: emergencia de la llamada “revolución sexual”; radicalización de un movimiento feminista que buscaba “liberar a la mujer de la esclavitud de la reproducción” y “empoderarse del cuerpo” e irrupción del neomaltusianismo y de las políticas que favorecían el control artificial de la natalidad y, por ello, de la población. Estos movimientos e ideologías, sostuvo el obispo de Bilbao y presidente de la Subcomisión Episcopal para la Familia y defensa de la Vida, fueron fundamentales en aquel contexto que siguen estando activamente presentes (“rabiosamente”, dirá en un momento de su intervención) entre nosotros. Y son los que siguen evidenciando la indudable importancia de la Humanae vitae en nuestros días.
Distintos fueron el tratamiento y la valoración del profesor Javier de la Torre, director de la Cátedra de bioética de la Universidad Pontificia Comillas. Esta Encíclica, sostuvo el mismo día y en el mismo Fórum, no ha sido aceptada (recepcionada), particularmente, el punto 14 de la misma. Y no lo ha sido porque muchos comportamientos que en el pasado eran considerados pecaminosos, hoy ya no son vistos como tales. Además, propuso tener presente –en el marco de una Iglesia comunión, es decir, colegial y corresponsable– las valoraciones de los fieles recogidas al respecto por las Conferencias Episcopales antes de los dos últimos Sínodos, así como sus comentarios a los pocos meses de ser publicada “Humanae vitae”; sin descuidar, por supuesto, los criterios explicitados en Amoris laetitia y la relectura que, a su luz, hay que efectuar del magisterio de Pablo VI, tema central de su intervención.
Este diferenciado tratamiento me lleva a recordar el debate teológico y eclesial que antecedió y sucedió a la publicación de la Encíclica sobre el control de la natalidad. Traigo a colación unas pocas páginas del libro en el que lo expongo: “Estuve divorciado y me acogisteis. Para comprender Amoris laetitia (PPC, 2016). Como siempre, queda en manos del lector evaluar la consistencia de cada una de estas interpretaciones.
En el origen de la Humanae vitae. Regresando de México, el 18 de febrero de 2016, se le preguntó al papa Francisco sobre el riesgo que corrían las mujeres embarazadas de quedar afectadas por el virus del zika y sobre el control –se entiende que artificial– de la natalidad que, como mal menor, estaban promoviendo algunos gobiernos.
En su respuesta, Francisco sostuvo que Pablo VI había permitido “a las monjas usar anticonceptivos cuando estuvieran en riesgo de ser violadas”. Sencillamente porque “evitar el embarazo no era un mal absoluto”. Al recordar estas circunstancias no solo traía a la memoria una dramática y lamentable página de la historia, sino que retrotraía el debate teológico sobre la moralidad o no del control artificial de la natalidad a uno de sus momentos más decisivos, sin olvidar que no faltaron quienes le recordaron, casi inmediatamente, que la atribución de semejante decisión al papa Montini no estaba acreditada de forma documental. O, mejor dicho, que no constaba una justificación explícita de la misma.
Francisco remitía al dramático episodio que marcó el debate sobre si era moralmente lícito que la Iglesia –prolongando el magisterio, hasta entonces incuestionado– avalara el control artificial de la natalidad en determinadas circunstancias excepcionales y que, por tanto, ayudaba a comprender –por paradójico que pudiera ser– la Humanae vitae, una de las encíclicas más polémicas y conocidas del magisterio papal en el siglo xx.
El debate teológico sobre la entonces llamada “píldora congoleña” se abrió en 1961, año en el que fueron violadas, durante la guerra por la independencia del antiguo Congo Belga, muchas religiosas católicas. Lo inaudito de la situación llevó a que la curia vaticana se planteara la cuestión de si era lícito o no el empleo de las píldoras anticonceptivas.
La revista Studi Cattolici, cercana al Opus Dei, solicitó un dictamen a tres profesores de teología moral: a Mons. P. Palazzini, en aquel tiempo secretario de la Sagrada Congregación del Concilio y futuro cardenal, a F. Hürt, profesor de moral en la Universidad Gregoriana, y a F. Lambruschini, docente de la misma materia en el Lateranense y después arzobispo de Perugia. Los tres dictámenes, publicados en la revista del Opus Dei con el título genérico de «Una mujer pregunta: ¿cómo enfrentarse a la violencia?», concluyeron que estaba justificado el empleo de la píldora contraconceptiva por dos tipos de complementarias consideraciones: por coherencia con el «principio de totalidad» (es lícita una mutilación por el bien total de la persona) y por la obligación de elegir, en caso de conflicto entre dos males, el menor de ellos.
Es cierto que no hubo una ratificación papal de dicha conclusión, pero también que no fue contestada ni rechazada por el Santo Oficio. Simplemente hubo un silencio y una ausencia de intervención institucional, algo que fue considerado suficiente para proceder en conformidad con ella. Es más, la solución propuesta acabó convirtiéndose en doctrina común entre los moralistas católicos de las diferentes escuelas. Y conviene recordar que, una vez publicada la Humanae vitae, no fue desautorizada ni por Pablo VI ni por los papas posteriores. Por eso es una tesis que ha sido pacíficamente admitida, a pesar de no contar con un refrendo explícito por parte del papado.
La socialización del problema. Se trataba, como es evidente, de una importante decisión referida a una situación dramática y muy concreta, además de teológicamente compleja. Sin embargo, no faltaron quienes entendieron que, sin llegar a situaciones tan extremas, se daban otras circunstancias en la vida familiar y de pareja en las que también era posible –y legítimo– aplicar los mismos principios de la totalidad y del mal menor. ¿Por qué –se preguntaban– lo que es lícito para las religiosas en el antiguo Congo Belga no podía –y debía– ser válido también para las mujeres casadas? ¿No era el suyo un caso en el que la atención a la unidad de la pareja y al bienestar de la familia –el bien superior– estaba por encima de una abstinencia completa, habida cuenta del riesgo que se corría empleando solo métodos naturales? Y, como consecuencia de ello, ¿no era igualmente moral o, en todo caso, un mal menor el control artificial –y no solo natural– de la natalidad?
La tradicional posición católica –hasta el presente, procreacionista sin matices– empezaba a tambalearse. Y como consecuencia de ello la doctrina sobre la intrínseca negatividad de la contracepción.
El debate estaba en la calle. Juan XXIII creó, en mazo de 1963, una comisión a la que encomendó estudiar a fondo el empleo de los anticonceptivos, juntamente con el de la planificación demográfica.
El magisterio del Concilio Vaticano II. Los trabajos de esta Comisión corrieron paralelos a los de los padres conciliares en el Vaticano II, quienes manifestaron su voluntad de tratar la cuestión del matrimonio. Sin embargo, se les hizo saber que el asunto del control artificial de la natalidad estaba reservado a la Comisión promovida en su día por el papa Roncalli.
Los padres conciliares centraron su atención en los fines del matrimonio. Y lo hicieron prolongando el tradicional objetivo de la procreación con el de la mutua comunicación del amor: «El matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el mutuo amor de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando» (GS 50). El matrimonio es, a la vez, «intimidad y comunión total de la vida». De ahí la importancia de «conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida» o, lo que es lo mismo, de mantener «íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación» (GS 51).
Al reconocer la procreación juntamente con la necesidad de que se manifestara, progresara y fuera madurando «el muto amor de los esposos», los padres conciliares no solo enriquecían –ampliando– el fin –hasta entonces tradicional– del matrimonio, sino que invitaban a articular o mantener «íntegra» la «mutua entrega», la procreación y la paternidad responsable. Y, aunque no se posicionaran sobre un posible control –natural o artificial– de la natalidad, dejaban abiertos los dos, habida cuenta del bien superior que también son la mutua comunicación del amor y la paternidad responsable. O, lo que es lo mismo, el cuidado de la unidad matrimonial y la atención de la prole.
Los debates en la Comisión a la que se encomendó estudiar el problema de la contracepción artificial fueron particularmente vivos, no pudiéndose llegar a un dictamen unánime. Esto explica que el grupo minoritario dentro de dicha Comisión emitiera un informe según el cual la doctrina de la Iglesia en este asunto era irreformable. Y que el mayoritario, al no compartir dicha conclusión, formulara otro en el que, sin prestar atención alguna a los argumentos de la minoría, apostó por cargar de razones un posible posicionamiento favorable al control artificial de la natalidad.
La posición de Pablo VI. Después de una larga espera, Pablo VI acabó asumiendo la posición de la minoría en la encíclica Humanae vitae, de 25 de julio de 1968: «Queda, además, excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (HV 14).
Y lo hizo argumentando su inmoralidad en cuatro razones de desigual peso: en primer lugar, por el peligro a que se «banalizara» la relación sexual. En segundo lugar, por el miedo a que los poderes políticos o económicos acabaran «imponiendo» a las poblaciones un control de la natalidad, particularmente a las pobres; algo que, por aquellos años, ya se practicaba. En tercer lugar, por el temor a que, avalando una contracepción responsable, se rompiera con la tradición. Este fue el argumento que, sostenido por Pío XI para oponerse a la aceptación anglicana de la contracepción (Conferencia de Lambeth, 1929), acabó asumiendo la encíclica Casti connubii (1930) y que le resultó insuperable al mismo Pablo VI. Y, en cuarto lugar, la apuesta, igualmente tradicional, de la Iglesia católica por la concepción «natural» –frente a lo «artificial»– como base y fundamento de la normativa referida al comportamiento humano.
En la articulación entre, por un lado, procreación y, por otro, mutua comunicación del amor y paternidad responsable acabó prevaleciendo la primera de ellas hasta anular a las restantes. Pablo VI temió, muy probablemente, que un cambio en esa dirección tuviera que acabar pagando el precio de una ruptura de la comunión eclesial. También es cierto que el grupo mayoritario de la Comisión no le ayudó a afrontar –y superar– las dudas planteadas por la minoría.
Como consecuencia de ello quedó cerrada la puerta que los padres conciliares habían entreabierto, y sobre todo empezó a agrandarse –en nombre del «signo de contradicción» que tenía que ser la Iglesia en este asunto– la brecha ya existente entre el magisterio y la gran mayoría de la comunidad cristiana. Y a la vez se iniciaron los correspondientes procesos doctrinales contra los teólogos críticos.
El «relativismo moral» de B. Häring. Sin duda alguna, uno de los más penosos –por la inmisericordia desplegada– fue el seguido por el Dicasterio, y más tarde Congregación, para la Doctrina de la Fe contra B. Häring (1912-1993), uno de los grandes teólogos moralistas del siglo xx.
Este religioso redentorista de reconocido prestigio mundial fue acusado de favorecer el «relativismo moral», es decir, de tomar «los criterios del acto moral exclusivamente de la situación histórica» y de «vaciar» completamente de contenido la Palabra de Dios.
Sin embargo, cuando se evalúa el proceso seguido contra él, sorprenden su propuesta de un tratamiento misericordioso de las «verdades innegociables» y su invitación a mantener una relación adulta con el magisterio auténtico del papa, aparcando todo resabio infalibilista y reconociendo una legítima y necesaria pluralidad en la formulación del mismo magisterio.
Son dos puntos que van a volver a la palestra –para desconcierto de los rigoristas– en el pontificado del papa Bergoglio. Como también la posibilidad de comprobar hasta qué punto la denuncia contra él fue más fruto de intereses inconfesables que de amor a la verdad: «En los grupos de presión –confesará el redentorista– se habla mucho de obediencia al magisterio, mientras dominan la ambición y el “carrerismo” (afán de medrar), para hacer después una instrumentalización manifiestamente selectiva»
Una recepción fallida. Los años posteriores a la publicación de Humanae vitae fueron particularmente turbulentos. Simplemente porque se esperaba una decisión mucho más matizada. Para una buena parte de los católicos resultó incomprensible el magisterio papal.
Es cierto que no se abordó el caso de las religiosas violadas en el antiguo Congo Belga, la tragedia que estuvo en el origen del debate sobre la legitimidad moral de un control artificial de la natalidad. Fue un silencio que también será constatable en sus sucesores, cuando tengan que afrontar los casos de las mujeres violadas en Bosnia o el problema de mantener relaciones sexuales entre personas potencialmente transmisoras del sida y, por extensión, en el afrontamiento de situaciones en las que sea previsible una violencia sexual o en las que se mantenga simplemente una relación de riesgo para la salud. En estos casos, los moralistas que consideraron lícito adoptar medidas preventivas (puesto que se buscaba evitar un mal mayor) no fueron –ni serán– desautorizados.
El silencio magisterial ante esta razón, llamada «terapéutica», siguió dejando la vía abierta a un control artificial. Y a la vez permitió enmarcar el escenario al que concretamente se refería el papa Montini en la encíclica Humanae vitae: la de las parejas que decidían mantener –en el marco de una vida conyugal normal– relaciones sexuales cerradas artificialmente a la procreación. Esa era la cuestión y no otra.
La tensión eclesial que provocó esta encíclica (probablemente la más conocida de todas y también la menos «recibida» o acogida por el pueblo de Dios) explica que las Conferencias Episcopales de Alemania, Austria, Canadá, Estados Unidos, Bélgica, Inglaterra y Francia terciaran en el debate proponiendo aplicar los criterios de la totalidad o del mal menor –aceptados de hecho en silencio por el magisterio papal– a las relaciones conyugales normales en el matrimonio. Los argumentos aportados, el número de Conferencias episcopales y su notable importancia –e influencia– acabaron encendiendo todas las alarmas en la sede primada sobre el riesgo de un cisma en la Iglesia. La crisis de autoridad en el más alto nivel era incuestionable. El problema del control artificial de la natalidad derivaba en una cuestión de autoridad magisterial. Desde entonces, ambos asuntos han ido irremediablemente de la mano.
He aquí la razón por la que Pablo VI convocó un Sínodo extraordinario para el año 1969. Pero ya no se trataba de estudiar –y reconsiderar, si fuera preciso– colegialmente la doctrina de la Humanae vitae, sino de atajar el temor del sucesor de Pedro y de la curia vaticana. De ahí que su objetivo fuera analizar «las relaciones de las Conferencias episcopales entre sí y con la Sede Apostólica».
Esta reconducción del problema, provocado por la publicación de la encíclica, dejó intacta la doctrina papal allí explicitada, abrió las puertas a un cambio de rumbo en la forma de entender y ejercer tanto el gobierno como el magisterio eclesial aprobado en el Concilio Vaticano II y acabó mirando a otro lado –o apelando al heroísmo– cuando se constataba –y así se hacía saber– que la inmensa mayoría del pueblo de Dios no aceptaba, es decir, no «recibía» dicha doctrina.
Conclusión. A la luz de estos datos y consideraciones reconozco mi mayor cercanía con la interpretación y valoración que, a los cincuenta años de su publicación, ofrece el profesor J. de la Torre sobre la Humanae vitae. Entiendo, además, que el contenido de la Encíclica en cuestión –exceptuada su denuncia del neomaltusianismo– ha quedado desbordado por las aportaciones ofrecidas por el Papa Francisco en Amoris laetitia. Quizá, por ello, el mejor servicio que se puede hacer en el cincuenta aniversario de la misma es volver a recordar el paso dado adelante por los padres conciliares y, concretamente, la centralidad que han de tener, a la vez, la procreación y la mutua comunicación del amor en el matrimonio católico. Y, por tanto, la paternidad o, como se prefiere decir más recientemente, la “parentalidad responsable”. Éstas sí que fueron aportaciones realmente relevantes que, ancladas en la fe del pueblo de Dios (el llamado “sensus fidelium”), están llamadas a perdurar en el tiempo.