Hoy ha sido una fecha destacada en el Parlamento Español. Se ha ratificado el Decreto que prevé la exhumación de los restos de Francisco Franco. Vamos a conmemorarlo en este blog con dos textos. El publicado a continuación es de Ignacio Villota Elejalde, sacerdote de Bilbao y amigo de Iglesia Viva desde siempre. Y también publicaremos en otra entrada una entrevista al presidente en funciones de la Asociación Iglesia Viva, Carlos García de Andoin.
Por un Decreto Ley, aprobado el día 13 en el Congreso de los Diputados, España decide exhumar los restos de Franco, enterrado en el Valle de los Caídos desde noviembre de 1975. Esta noticia se inserta en el espacio de varios meses en que los medios de comunicación han tratado con insistencia el tema de qué hacer con esos restos, por una parte y con todo el monumento, por otra. Hay opiniones de todo tipo en el contexto de un reverdecimiento de grupos nostálgicos con sus “cara al sol y montañas nevadas”, sin dejar de lado la actitud altanera de alguno de los nietos del Dictador.
Los que nos hemos sentido emplazados a hablar en alguna tertulia del tipo que sea, algunos al menos, hemos emitido nuestra opinión. Yo, en un par de ocasiones, desde la perspectiva cristiana, me he decantado por la demolición, tras el vaciamiento de restos humanos y las obras de arte, de orfebrería y escultura. ¿Por qué?
A lo largo de la Historia, la Iglesia y las Naciones, en sus mutuas relaciones, han tenido la tentación de la prevalencia: la Nación, sabedora de la fuerza que suministra una religión domesticada, ya desde Constantino, ha intentado siempre y ha conseguido en innumerables ocasiones tener en sus manos la estructura eclesial. Y esa comunidad espiritual, a veces, se ha puesto en manos de esa Nación, de un modo gozoso y muy a gusto, con gran detrimento de principios elementales de la convivencia y de los derechos humanos. A ese fenómeno en la Historia se le ha denominado Cesaropapismo.
En sentido contrario, la Iglesia, convencida de que su fin espiritual, la salvación eterna, prima infinitamente sobre el fin temporal de las naciones, se ha impuesto a ellas, quitando y poniendo príncipes y manejando el discurrir de la Historia. Hay que aclarar que esta finalidad la ha conseguido en escasos momentos. A este fenómeno se le ha llamado Teocracia.
Pues bien, el Episcopado español, bloqueado mentalmente por el desarrollo de los acontecimientos durante la República, que no entendía, deseó un golpe de Estado que terminase con aquella noche oscura ”bajo el imperio del Anticristo”. Al no triunfar el golpe y advenir la Guerra Civil, tomó partido por el bando rebelde y adjudicó a la Guerra, promovida a favor de Cristo, el nombre de Cruzada. El Cardenal Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, observó con espanto los acontecimientos y se exilió para siempre. Con él, un poco tardíamente, el Obispo de Vitoria, al ver horrorizado cómo se mataba en la zona “nacional” en nombre de Cristo, escribió su importante documento Imperativos de mi conciencia, en el que denunciaba los desafueros de los franquistas. El resto del Episcopado, en general ignorante de los grandes problemas económicos y sociales que, desde la revolución industrial padecían grandes masas de obreros industriales y campesinos, se echaron las manos a la cabeza al comprobar el odio acumulado. No entendían casi nada y todo lo achacaban a la ”apostasía de las masas”. Debo constatar aquí la labor del obispo guipuzcoano de Las Palmas, Pildain, defensor contra viento y marea de la libertad sindical. Hay otras excepciones que se pueden contar con los dedos de la mano, y sobrarían dedos.
Desde esta perspectiva, no es difícil concluir que la Iglesia española, empujada por Pío XII, en un momento en que se reconstruían las democracias de Europa occidental, se pusiera con gran satisfacción en manos del Caudillo y su régimen. El Episcopado arrastró consigo a las clases acomodadas y medias. Una parte de esas clases financió espléndidamente a Franco. Eran y son las sempiternas clases nacionalistas estatales interesadas en las finanzas, que sacralizan las patrias del dinero. No ocurrió lo mismo con las clases medias nacionalistas del País Vasco y Cataluña, sin grandes intereses económicos en general, católicas y ajenas, obviamente, a las inquietudes hispanas. De hecho, estos nacionalistas fueron más o menos perseguidos en la postguerra. Los llamados “nacionales”, a medida que iba conquistando la zona republicana, no dejaban ningún enemigo en la retaguardia. Sí, sí, todos asesinaron, pero la diferencia era que unos lo hacían “en nombre de Dios y para salvar la civilización occidental”, y los otros por quitar el hambre y sobrevivir.
Se instauró un régimen dictatorial cruel y vengativo en el que se incrustó la Cruz como emblema. La Iglesia, hechas las excepciones de rigor como la pastoral del futuro cardenal Enrique y Tarancón contra la especulación de los alimentos o la actitud rebelde del obispo de Calahorra, publicando contra la voluntad de Franco la condena de Pío XI contra el nazismo, cayó en brazos de un régimen político, “vencedor del comunismo y baluarte de la fe”. Así lo creyeron o dijeron que lo creyeron los Obispos, y el Vaticano, cuando en 1953 firmó con España el Concordato, verdadero espaldarazo internacional a España junto a los tratados con Estados Unidos del año siguiente. La Iglesia asistió impasible a la “limpieza” del país y aceptó el arrasamiento de los derechos humanos. Esos Obispos aceptaron ser eficaz instrumento de un régimen político cruel e inhumano. Y esto duró varias décadas. A esta situación, verdadero cesaropapismo, se le llamó Nacionalcatolicismo. Es decir, un contubernio sacrílego por parte de la Iglesia con un Estado profundamente cruel, apoyándole política e ideológicamente en aras a conseguir patrocinio, mucho dinero, tranquilidad y la paz de los cementerios.
Tal contubernio fue una pura prostitución, en este caso espiritual, pues se vendió el espíritu del Evangelio, y se cambió la credibilidad por la seguridad. Recuerdo muy bien aquellos días de la inauguración del Valle. ¡Qué exultantes aquellos obispos, qué loas al Caudillo invicto! Quién les iba a decir que en 1974 ese Caudillo iba a estar a punto de ser excomulgado por sus sucesores.
Ese monumento, pues, es el símbolo de esa prostitución. Esa gigantesca cruz no es la del Cristo que vino al mundo a enseñarnos a querernos y a perdonarnos. Es un remedo esperpéntico lleno de ponzoña, de pus y de falsedad. Es solo el signo para unos vencedores de la Guerra nostálgicos, cuya aspiración es reverdecer aquellos tiempos.
Yo, como cristiano, desde hace muchos años me siento avergonzado por ese falso monumento. Deseo que desaparezcan desde sus raíces una cruz y un monumento que nos recuerdan cruda y tristemente que los nuestros, en momentos cruciales de la historia, no supieron estar en su sitio.