Dios en tiempos del Coronavirus

El problema teológico del mal se plantea sobre todos en momentos como estos. Jesús Martínez Gordo recoge en este número, además de su reflexión personal, la aportación de tres importantes teólogos:  J. A. Estrada; la de J.-B. Metz y la de A. Torres Queiruga. Precisamente Estrada y Queiruga coincidieron en nuestro número de 2006, Los rostros del mal. IV.

“Ahora que nos hemos dado cuenta de que Dios y rezar no sirven para nada, sería la ocasión para dar el presupuesto de la Iglesia a la sanidad”. Así se leía en uno de los whatsapps que he recibido estos días.

Más allá de que siempre haya quien, aprovechando que San José era carpintero, quiera hablar de la confesión, me interesa reflexionar en voz alta sobre una vieja cuestión que, formulada hace más de dos milenios por Epicuro, reaparece en estos tiempos con particular fuerza y que se puede reformular en estos términos: “¿Quiere Dios evitar el coronavirus, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Sí puede y quiere? Entonces, ¿por qué existe el coronavirus?”.

Cuando hay que enfrentarse con semejante drama (y con la contradicción –existencial y racional–que funda), es normal que se asista no solo al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso e incluso bondadoso, sino también a la defensa de la mayor consistencia racional del ateísmo o del agnosticismo-ateo frente a las explicaciones deístas o teístas. Uno de los ejemplos, probablemente el que me ha resultado más llamativo estos últimos años, es el testimonio del pastor estadounidense Bart D. Ehrman sobre su tránsito de la fe cristiana a la increencia por no haber podido soportar esta contradicción entre un Dios omnipotente y bueno con la existencia, en su caso, del mal, en general.

Pero tengo que recordar, como necesario e ineludible contrapunto, no solo la existencia de personas (en el caso de Etty Hillesum) que descubrieron la fe en plena Shoah o exterminio nazi, sino que tampoco faltan en nuestros días las que sostienen que éste -el problema del mal o del Coronavirus y Dios- ha de afrontarse en términos estrictamente racionales. Y así ha de ser porque la muerte, prematura e injusta, y la que se ceba en los más débiles, nos afecta a todos: seamos deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos e incluso antiteístas e indiferentes. Ya no vale, apuntan, criticando a estos últimos, creer haber alcanzado una explicación racional más consistente que la teísta negando la existencia de Dios y quedarse, según los casos, plácida, tranquila o angustiosamente sumidos en el silencio o en el mutismo. Semejante respuesta o ensayo de explicación alternativa –que no acaba de eludir la perplejidad que atenaza a todos, teístas o ateos– no es, cuando se dé, una explicación racionalmente más firme que la creyente. De ninguna manera.

Quizá, por ello, en los últimos años los teólogos han seguido reflexionando sobre la cuestión. En concreto, he encontrado tres ensayos de explicación que merecen la pena ser tenidos en cuenta estos días. Me tomo la libertad de indicar lo que considero más sustancial de sus respectivas aportaciones en estas circunstancias: la de J. A. Estrada; la de J.-B. Metz y la de A. Torres Queiruga.

Juan Antonio Estrada declara “imposible” el intento de armonizar racionalmente el mal con un Dios bueno y omnipotente. No se puede exculpar a Dios. Cuando se intenta, se acaba favoreciendo el imaginario de un ser malvado a costa del sacrificio de las personas. Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida, muy lejos de la indiferencia o la desesperanza: quien, como es su caso, se autocomprende como un cristiano, sabe que el problema le sobrepasa racionalmente pero, a la vez, que también tiene motivos más que sobrados para combatir el mal, en particular, el injusto y antes de tiempo, como lo hizo Jesús de Nazaret, estando al lado de los que lo padecen, curando, acompañando, alentando.

Sin dejar de reconocer el silencio (racional) en el que habitualmente nos adentra la petición de una respuesta congruente por parte de Epicuro, no hay que descuidar los gritos y las demandas de justicia que, a pesar de todo, siguen dirigiendo a Dios las víctimas. He aquí el punto de partida de la explicación ofrecida por J.-B. Metz. La atención a tales demandas le lleva a erigir dichos gritos y lamentos en el principio cognoscitivo de todo y, a la par, a entender la fe cristiana como “memoria de la pasión”, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de todas las víctimas. En nuestro caso, en primer lugar, como principio cognoscitivo: preguntarse por qué irrumpe el Coronavirus; por qué se ceba en los más débiles del mundo y de nuestra sociedad; porqué lo hemos mirado como algo ajeno a nosotros mientras campaba por China y otros países y por qué es capaz de sacar lo mejor y lo peor de nosotros. Y, en segundo lugar, como actualización en el tiempo presente de la tragedia acontecida hace dos mil años en el Calvario y, por ello, en quienes, como así sucede estas últimas semanas, mueren, porque son ancianos, enfermos, débiles o profesionales de la medicina o trabajadores en servicios imprescindibles para la ciudadanía; y, además, sin poder despedirse de sus seres queridos.

Andrés Torres Queiruga, prolongando la vía abierta en su día por G. Leibniz, sale críticamente al paso de las explicaciones que subrayan la oscuridad, el silencio o el retraimiento –el “zimzum”– de Dios y sitúa la clave explicativa del mal en la fragilidad en cuanto tal; por tanto, no en Dios mismo: tenemos, nos guste o no, fecha de caducidad, habida cuenta de nuestra constitutiva finitud. Nos somos dioses. La suya es una propuesta dispuesta a mostrar la articulación existente, y sin estridencias de ninguna clase, entre la insuperable idoneidad del amor divino –que caracteriza no tanto como el todopoderoso, sino como el Antimal– y el mal (en nuestro caso, el Coronavirus) que se aloja en la constituyente limitación de lo finito y, sobre todo, en el perecimiento prematuro e injusto. Éste, recuerda, es un problema, ante todo y, sobre todo, racional, propio de la condición humana en cuanto tal; no solo de los creyentes. Por eso, nos atañe a todos y requiere una explicación por parte de todos, más allá de nuestra fe o ausencia de ella, aunque los creyentes tengamos sobrados motivos y razones para no desesperar e implicarnos en su erradicación.

Finalmente, creo que no está de más traer a colación lo sostenido por Paolo Flores d’Arcais en su debate con J. Ratzinger el año 2008, pocos meses antes de que fuera elegido papa: En lo que toca al “apoyo a los marginados, a los últimos, respecto al deber de la solidaridad”, los creyentes –sostuvo– sacaban a los no creyentes bastantes puntos de ventaja. Y, probablemente, carecer de fe hacía “mucho más difícil la capacidad de renunciar al egoísmo, de sacrificarse por los demás”. Eso no quería decir, matizó, que lo hiciera imposible. Evidentemente, prosiguió, también se daba entrega y generosidad entre los ateos e increyentes; sobre todo en los momentos más trágicos de la historia de la humanidad. Pero era una entrega que, sin saber muy bien por qué, se mostraba intermitente cuando había que afrontar el compromiso –discreto y paciente– del día a día: “Ni qué decir tiene –indicó– que un ateo puede sacrificar su vida. No obstante –balbució–, tengo la impresión de que resulta más fácil…, o sea, más fácil…, menos difícil, sacrificarla en momentos excepcionales que hacer sacrificios menores, pero cotidianos (para quien no cree que para quien cree o, por lo menos, que para algunos que no creen)”. En síntesis, concluyó, “la piedra donde tropezar es para el ateo la incapacidad de caridad”.

Se agradece poder escuchar (y recordar) un testimonio como el reseñado. Y más, en estos tiempos en los que creyentes e increyentes compartimos la tarea de erradicar algo de tanta desolación en este tiempo de coronavirus; resabios anticlericalistas al margen.

 

 

3 thoughts on “Dios en tiempos del Coronavirus

  1. jordiricard 7:58 pm 11 Abr,2020

    Ninguna teodicea es exitosa en sus pretensiones, por lo tanto la de los ateos tampoco y por eso no comprendo el propósito de preguntar por ella, ni comprendo el de especular desde la teología de cualquier filiación, católica o no católica. El origen y el propósito del mal constituyen las incógnitas ante las cuales la soberbia humana tiene que doblarse y callar. Una hipótesis puede aventurarse, no obstante.

    Mirar al crucifijo, sobre todos aquellos en los que el rostro del Crucificado revela la inmensidad de la tortura sufrida, debe arrancar a quien lo mira de su narcisismo o su preocupación por sí mismo y debe liberarle para provocar su compasión. No se trata de desear masoquísticamente sufrir como él, sino de dejarse llevar por el deseo, no importa si tardío o materialmente imposible, de calmar en alguna medida su dolor, su sed, su soledad, su sentimiento de abandono, la tardanza de la muerte… Por esto pienso que en realidad quien se encuentra en presencia de alguien que sufre o atraviesa por el dolor, no puede sino agradecer la posibilidad de tal sufrimiento o dolor. No se trata de alegrarse de que otra persona sufra, sino de poder acompañar el dolor ajeno, de que no le permaneca oculto, ignoto. De esto también se deduce la necesidad de salir de la que habla Francisco en busca del pobre, con la actitud que exhortaba Vicente de Paul a sus Hijas de la Caridad, agrdeciendo hasta el pan que repartan.

    No es cierto que el hombre tenga razón considerándose la cima de la creación porque es vulnerable a la desdicha (en el sentido que escribió Simone Weil en «A la Espera de Dios.» Posiblemente es pura soberbia considerarse creado o hecho a imagen y semejanza de la divinidad, porque no es cierto ni lo uno ni lo otro viendo la magnitud del mal que es capaz de causar (la Historia es testigo de innumerables genocidios justificados por la ambición, la megalomanía, la locura, la avaricia, etc.).

    No hay certidumbre de que haya ninguna otra forma de existencia, pero basta con obligarse a la esperanza que, en cambio, innumerables mitos en todas las culturas pueden avalar. Esa es una esperanza que sobrevive al tiempo desde siempre. La soberbia debe someterse a ella, en silencio, sin tratar de reemplazarla con certidumbres de cualquier clase. Si Dios creó, como suigiere Sabiduría 1, 13-15, creó la vida para que fuera eterna pero no creó las crituras para que no murieran. Creó la vida para que fuera finita.

    El origen o el propósito del mal, el daño, la violencia no pueden ser descubiertos, pero pueden ser constatados. Eso basta a quien no sea soberbio para abstenerse de causarlo o de serle cómplice.

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  2. Jesus Martinez Gordo 7:07 pm 27 Mar,2020

    Amigo Antonio Llaguno

    Muchas gracias por tus palabras, sensatas, además de muy respetuosas: sobre todo, visto lo que, a veces, hay que leer por estos pagos telemáticos…

    Y perdona mi retraso en responderte.

    La pandemia del coronavirus nos trae de cabeza a todos; también a quienes ejercemos la enseñanza y hemos de lidiar con vídeo-conferencias, intranets, tutorías, trabajos personales, moodles y demás historias. Tenemos ahora mucho más trabajo que antes de que empezara esta tragedia, camino de ser global.

    Estoy contigo en que no resuelvo el problema. Es más, ni lo pretendía.

    Con este artículo solo quiero llamar la atención sobre la cuestión de articular omnipotencia y bondad en el imaginario de un Dios (como diría un luterano tradicional) “religioso” y no “revelado”: negar la existencia, como sugiere Epicuro, de su bondad o de su omnipotencia o de las dos, a la vez, no resuelve el problema de por qué existe una muerte prematura e injusta y cómo se puede articular con la existencia de un Dios bueno y todopoderoso. O, en términos más laicos: ¿cómo se explica, por ejemplo, que el proceso evolutivo (supuestamente bueno y todopoderoso y, por ello, fuente de progreso y bienestar) se lleve por delante a millones de personas buenas y jóvenes

    Este problema ya lo tuvo que afrontar el pueblo judío con algunos de sus profetas. En la constatación de dicho problema hunde sus raíces el imaginario resurreccionista como la respuesta menos mala.

    En el ateísmo moderno no encuentro ninguna respuesta que vaya más allá de negar la judeo-cristiana, de quedar en el silencio o, en el caso de L. Feuerbach, de proclamar la eternidad personal como fusión y confusión en el genero humano; algo que el realismo de la tradición judía se lo impidió a los judíos. De ahí su “escatalogía”, crudamente realista, sobre el Sheol y el premio concedido por Yahveh a los patriarcas en esta existencia: larga vida, mucha descendencia y abundante ganado. Una escatología que, como he indicado, se quiebra con la muerte de algunos profetas (buena gente, sin descendencia, sin riqueza y jóvenes). Y no me detengo en recordar que si el cosmos tiene un principio y un final previsible, también lo ha de tener el género humano… O sea que lo de L. Feuerbach (y demás seguidores) es pan para hoy y hambre para mañana.

    Esto es lo que me gustaría que estuviera presente en el debate actual: ¿cual es la explicación atea al problema de la muerte injusta y antes de tiempo? No la veo. Porque lo que se debate es qué explicaciones son racionalmente más consistentes: las deístas y teístas o las ateas. Yo no tengo conocimiento de estas últimas. Sí conozco huidas hacia adelante, silencios (angustiosos o inconscientes), ingenuas sensaciones de habar resuelto el problema “matando a Dios”, agarrarse a la vida como lapas a las rocas, frivolités y demás boutades… pero no explicaciones racionalmente consistentes a esta cuestión por parte del ateísmo contemporáneo; incluidos los “nuevos ateos”

    Éste es el corazón del articulo

    Lo demás: una exposición sintética, y totalmente perfectible, de lo que dicen, al respecto, algunos teístas contemporáneos.  Sin duda, a ellos, también habría que añadir la posición que representa tu aportación.

    Sintonizo con muchos puntos de cada uno de ellos (y también con la tuya), pero ninguno de ellos recoge mi parecer al respecto, aunque comparta con todos que la explicación creyente es, en su debilidad, más consistente racionalmente que la atea; al menos que las habidas hasta el momento. Y, de manera particular, que su silencio.

    Tampoco el interesante reconocimiento de P. Flores d’Arcais a la entrega de los teístas en el día a día (y la razón de ello) me parece totalmente satisfactorio. Y menos, en el contexto en el que lo dice; aunque, procediendo de quien viene, es muy alentador recordarlo.

    Espero poder escribir mi parecer al respecto más adelante.

    Mientras, voy a impartir el curso que viene en la Facultad de teología de Vitoria, un curso sobre “Dios y el mal”. Me gustaría poder hacerlo de manera presencial para, así, tener algo más de tiempo del que ahora puedo disponer…

    En todo caso, te agradezco (y mucho) tu reflexión

    Ha sido un placer leerla y releerla

    Un saludo

     

     

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  3. Antonio Llaguno 1:19 pm 26 Mar,2020

    Con todo el respeto que me merece el Sr. Martinez Gordo, que es mucho, puesto que su ultimo libro me parece sencillamente muy interesante; debo decir que tampoco resuelve él el problema.

    Y no lo resuelve porque los textos que reseña, tampoco lo resuelven.

    El problema del mal sin embargo yo creo que es un problema de muy sencilla resolución.

    En primer lugar ¿Por qué la muerte debería ser un problema para Dios? ¿Por qué debería ser mala? No conocemos las razones por las cuales Dios creo un Universo entrópico, en el cual, todo acaba antes o después, incluso el propio Universo acabará (ya sea para convertirse en otro Universo o para convertirse en un espacio sin gradientes de energía). Y en segundo lugar, si creemos en una trascendencia de la muerte, en una resurrección en presencia del Padre, sea como esta sea, la muerte no es más que una transición a otro tipo de existencia que, si es con Dios no debería ser peor sino mejor.

    Eso no justifica la existencia de pandemias como esta, pero si deja claro que no es incoherente con un Dios bueno y amoroso sino todo lo contrario.

    Pero queda pendiente el mal por persona interpuesta, es decir el mal que producimos los propios seres humanos a los que Dios ama y ante el que Dios no interviene.

    Y la respuesta es más que evidente: el mal interpuesto es una fruto de una decisión humana. Dios no tiene nada que ver; salvo que ha optado por la suprema forma de amar que es entregar la libertad completa a quien se ama.

    Y no nos vale decir que entonces no nos ama porque nos deja huérfanos, porque no estamos huérfanos. Tenemos a Jesucristo que se declaró camino, verdad y vida por lo que no nos ha dejado huérfanos Dios.

    Y queda un asunto más. ¿Cómo actua Dios para evitar el mal, cualquier tipo de mal, en un mundo entrópico como este y con seres humanos que optan por el mal?

    Pues actúa por medio de nosotros. De aquellos que escuchan la voz de dios y lo siguen, de los que están dando su vida por que superemos la pandemia, los sanitarios, los policías,

    Lo hace por medio de quienes arriesgan su vida y su confort por defender a los pobres y a los oprimidos de los malvados, de los que optan conscientemente por el mal y por el egoísmo.

    Usted, y yo Sr. Martinez Gordo, somos los instrumentos de dios para traer su Reino acá, es decir para que el bien reine, para que el problema del mal se acabe.

    Con todo mi respeto y cariño.

     

     

     

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