Andrés Torres Queiruga, del Consejo de Dirección de Iglesia Viva (ver sus artículos) debate en este artículo contra quienes (como Olegario González de Cardedal) añoran un papa profesor (Ratzinger). Andrés, en cambio, defiende la profundidad teológica del papa pastor Francisco.
(Tomado del nº 190 (2014) de Encrucillada. Revista Galega de Pensamento Cristián)
Sorpresa y escándalo
La sorpresa ha sido mayúscula, hasta el escándalo. Cinco cardenales —a los que, de manera inesperada y muy poco comprensible, se había adelantado el Prefecto para la Congregación de la Fe[1]— escriben un libro claramente dirigido contra la intención del papa al convocar el Sínodo; y anuncian, de manera estratégica, su publicación con la intención no disimulada de influir en los resultados.
El blanco al que dirigen los disparos lleva el nombre de Kasper, pero el objetivo real es el papa. Por lo demás, cada vez lo disimulan menos. Y por debajo, la consigna inequívoca, dicha en voz baja o cómplicemente callada y sobreentendida: esperar a que escampe, mantenerse a la espera en resistencia sorda y pasiva, hasta que las aguas vuelvan a su curso. Para que quede claro, lo definen y lo proclaman desde el mismo título: ellos son los que “permanecen en la verdad de Cristo”[2]. La conclusión obvia es que el papa actual nos está apartando de ella…
La pregunta es: ¿qué está pasando en la iglesia? Un gesto de este calibre era simplemente impensable en el pontificado anterior, que —por otra parte y como es bien sabido—fulminaría sin compasión a sus protagonistas. Lo que indica a todas luces que, en realidad, se está exigiendo una vuelta atrás. Y se exige con un presupuesto implícito que, a medida que pasa el tiempo, se explicita sin rubor: este pontificado está equivocando el rumbo, porque el verdadero era el que han marcado e impuesto los dos anteriores.
Y, por debajo de todo, está la descalificación soterrada e indirecta, pero que no puede ocultar ni la superioridad eurocéntrica ni el aura de la falsa superioridad. El nuevo papa es del tercer mundo y no puede compararse a un intelectual del primero: ni siquiera viste bien y abandona la solemne residencia que custodia, apoya y hace bien visible la grandeza papal; habla en lenguaje normal y dice cosas que entiende todo el mundo, sin la elevación que dan el empaque intelectual y las altas discusiones académicas. En definitiva, es un pastor, que encima huele a oveja, y no un profesor que monta cátedra e impone teología. Al final, sin que su disparate teológico haya sido desmentido por el grupo públicamente confesional al que pertenece, aparece Antonio Socci, como el diagnosticador pretencioso y definitivo: él ya ha averiguado que, después de todo, el papa no es papa, que Bergoglio “no es Francisco”[3]. Papa es únicamente el que —en gesto voluntario, responsable y que lo honra para siempre— ha dejado voluntariamente de serlo…
La pregunta sigue imponiéndose: ¿qué está pasando? Y uno no puede menos de volver la vista atrás, hacia las causas en la historia.
Se repite la historia
A la historia próxima, desde luego; aunque pronto se impone pensar ante todo en la remota, en la primera y primerísima. Porque las acusaciones y las maledicencias suenan extrañamente iguales a las que se levantaron contra Jesús de Nazaret. ¿Puede venir de allí —de la remota e incómoda Galilea— algo bueno? ¿No es este el hijo del carpintero: de donde le viene la sabiduría? ¿Cómo es que anda con marginados, pobres, pecadores y, sobre todo, pecadoras? Encima, no vive en palacios, no tiene cátedra ni usa filacterias como los grandes maestros. Además avisa: “no juzguéis y no seréis juzgados”, ¿quién soy yo para juzgar el corazón de los demás? Encima, no aplica siempre la ley ni es muy respetuoso con su letra cuando están por medio el dolor, la humillación o la angustia humana; avisa que es preciso distinguir entre la viga y el mosquito y se opone a la imposición de cargas pesadas: “mi yugo es suave y mi carga, ligera”…
Después, aclarando muchas cosas, está aquella parte de la historia algo más lejana, pero que pesa como una losa sobre nuestro presente. Es la que ante el desafío de la nueva cultura llamando a actualizar la palabra viva de Dios, inició una carrera hacia atrás.
Al principio, fue la resistencia contra la ciencia —bienintencionada, porque de entrada no se veía el modo de conciliar la interpretación tradicional de la fe con los nuevos datos culturales—: Galileo, primero; y después, ya con menos disculpa, Darwin. Surgieron las voces de los grandes humanistas creyentes, como Vives, Moro y el mismo Erasmo —libres y con decidida responsabilidad evangélica—; pero su llamada se perdió, cada vez más ahogada por el fausto palaciego y la intransigencia inquisitorial.
Y lo que siguió fueron ya resistencias cada vez más fuertes, que, ajenas a la discusión estrictamente teológica, tan viva todavía en la, por lo visto, “oscura” Edad Media, recurren a la prohibición autoritaria e incluso al castigo y la exclusión contra todo intento renovador. Con la pérdida del poder temporal en el siglo XIX, el talante de imposición autoritaria, sin capacidad de dominio hacia fuera, se intensificó hacia dentro, hasta extremos que culturalmente producen rubor, como es el caso del Syllabus, y eclesiológicamente se instala lo que Yves Congar calificó de jerarcocracia, que en más de una ocasión ha llegado a una auténtica papolatría.
El mismo Congar, que hablaba desde la erudición del sabio y la experiencia del teólogo represaliado, lo dijo hace tiempo: ante los nuevos desafíos, acabaron siempre imponiéndose, cada vez con más fuerza, las “restauraciones”.Basta una somera mirada hacia atrás: reedición barroca de la Escolástica, neo-escolástica, represión antimodernista… hasta la Humani generis (¡1950!), que censuró nada menos que a los teólogos que no mucho después serían el alma del concilio Vaticano II.
El freno y la represión de la renovación conciliar
El Vaticano II, como con empatía humana y valiente lucidez evangélica proclamó el papa Juan, fue el reconocimiento de que ese camino iba errado, cada vez más alejado del corazón del mundo y carente de sintonía con la comunidad de los fieles. Para preservar de verdad la fe, era preciso distinguir entre lo nuclear y lo accidental, entre lo fundamental y lo históricamente condicionado. Sólo actualizándola con rigor, puede conservarse la verdad. Él, lleno de confianza en la fuerza del Evangelio, lo anunció con alegría: Gaudet mater Ecclesia, goza y se alegra una Iglesia que quiere ser madre.
Por eso el Concilio fue un vendaval del Espíritu, que abrió las compuertas de aguas profundas y largamente inquietas por fecundar la comunidad de los fieles y la inquietud de los teólogos, pero duramente represadas por pesados diques de inmovilismo. No sólo se renovó la iglesia, restaurando la libertad, animando la vida y abriendo la esperanza, sino que resonó en el mundo con tonos de empatía, diálogo y colaboración. Tan fuerte era el hambre y tan intensa la conmoción, que, a pesar de todo lo que vino después, nuestra situación resulta sencilla y literalmente impensable sin su impacto saludable y liberador. Lo que amaneció en el Concilio pudo oscurecerse, pero el brillo de su aurora ya no podía ser apagado ni ocultado.
Por desgracia, sí, pudo ser dura y tenazmente frenado. Lo que vino después fue la vuelta del demonio restaurador. El miedo a lo nuevo, el retorno a la falsa seguridad de los ajos de Egipto, en lugar de fomentar la sensibilidad profética para ver lo nuevo que surgía y estaba naciendo. Por desgracia, incluso algunos de los que antes habían trabajado por la renovación, desertaron del camino que se abría hacia el futuro, acaso porque ya no eran ellos los capaces de liderar la nueva etapa. Fue triste ver a un Jacques Maritain escribir, casi al día siguiente del Concilio, su, más bien panfletario, Le paysan de la Garonne[4] y a Louis Bouyer hablar de La décomposition du catholicisme[5]. Acaso más triste todavía fue ver la retracción de Henri de Lubac y, sobre todo, la deriva cada vez más reactiva del Hans Urs von Balthasar: en Seriedad con las cosas. Córdula o el caso auténtico[6], manifestó su intemperante e incomprensiva oposición a Karl Rahner. De esto algo habrá que decir todavía.
La nueva y anacrónica resistencia restauradora
De todos modos, en esa reacción todavía se notaba la grandeza de pensadores y teólogos. Lo que ahora aparece, tiene algo de refrito, con olor a rancio y tópicos que a estas alturas no sólo están gastados, sino que resultan ya incomprensibles. Porque está siendo liderado por quienes demuestran no haber renovado su teología ni haber aprendido lo que el Espíritu dijo a la iglesia en el mayor y más cordial concilio de toda la historia.
Teóricamente, nacen de un dogmatismo juridicista, que niega la autonomía de la moral, situando falsamente el rol de la iglesia en repetir normas literales y mantener prohibiciones apoyadas en una hermenéutica literalista de la Escritura
De ese modo, convirtiendo en “dogma” el ideal ético de la indisolubilidad del matrimonio, dimiten del auténtico rol de la iglesia en la moral. Porque este no está en inventar o dictar normas éticas o morales, porque en principio estas son comunes a todos los humanos. Existen en la Biblia, pero siempre condicionadas por el tiempo —piénsese, por ejemplo, en la poligamia o en tantas leyes de pureza— y por eso deben irse construyendo en el diálogo universal de la cultura. Cuando son suficientemente claras, como sucede con no robar o no matar, la Biblia y, tras ella la iglesia, las reconocen como congruentes con su visión religiosa y por tanto las acogen y proclaman como queridas por Dios.
De ahí que la misión propia y específica de la iglesia en la moral está en llamar y ayudar al cumplimiento, anunciando y enseñando que esa tarea comúnmente humana, a veces muy dura, contamos con la ayuda, la comprensión y el perdón del Señor. Cuando aparecen problemas no clarificados, porque el paso de la humanidad desde “una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva”, hace que surja “un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis”[7], la iglesia en concilio reconoce expresamente: “La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad”[8].
Incluso para quienes se resistan a tomar en toda su consecuencia la autonomía de la moral en cuanto a la determinación de los contenidos, resulta innegable que los problemas abordados en el Sínodo pertenecen a este ámbito. Deben, por lo tanto, ser estudiados en sintonía con los nuevos avances de la sabiduría sicológica y de la sensibilidad sencillamente humana, para encontrar nuevas soluciones. Y para ellas lo que se pide no es la intransigencia del inquisidor ni el rigor del canonista, sino, como no se cansa de insistir el papa Francisco, el amor y la misericordia del Señor y el ánimo que da la alegría del Evangelio.
Esto vale también no sólo para infinidad de normas del Antiguo Testamento, sino también para bastantes del Nuevo, incluidas algunas del mismo Jesús, pues todos comprendemos que en determinados casos necesitan nueva interpretación. Por eso ninguna mujer cristiana se siente en pecado por acudir sin velo a la iglesia, aunque san Pablo haya dicho lo contrario, y los mismos que hoy insisten tanto en la letra no se escandalizan de que les llamen “padre y maestro”, a pesar de la prohibición expresa del Señor (puestos a ser rigurosos, más bien sería preciso pensar con más detalle indicaciones como las de no “vestir con elegancia y vivir en palacios” o prohibiciones, tan graves y actuales, como la de usar mundanamente el poder: “entre vosotros no ha de ser así”).
Desde la fe, no es preciso dogmatizar la indisolubilidad del matrimonio, para reconocerla como ideal moral humano, por lo tanto como aspiración común a todo casado y a toda casada, para reconocer que la misión de la iglesia es anunciarla y animar a cumplirla, en ese empeño todos cuenta con la ayuda del Señor. Pero eso no significa ni la necesidad de exigir un modelo único, ni la falta de comprensión ante la evidencia de que el ideal puede fracasar de manera irreversible y que de hecho fracasa muchas veces. Y entonces, ante el fracaso, la verdadera actitud evangélica —siguiendo a Jesús, siempre claro en el ideal, pero comprensivo en el fracaso: “el que de vosotros esté sin pecado…”— es la del comprensión, el ánimo y el acompañamiento. De este modo, ante las nuevas circunstancia socio-culturales, la verdadera actitud de la iglesia es la de unirse a todos los que, en búsqueda cordial y sincera, se esfuerzan por discernir lo que el bien de los seres humanos —jóvenes en búsqueda de realización, mayores enfrentados a las dificultades y no pocas veces al fracaso— está pidiendo dentro de las posibilidades de este tiempo, lugar y cultura. A diferencia de los que piensan que así se omite el anuncio del Evangelio y se pierde la influencia moral de la iglesia, estoy convencido de que es el mejor y más eficaz modo de asegurar ambas tareas.
Por otra parte, en las actitudes reactivas está influyendo otro grave e importante factor: una visión obsoleta de los sacramentos y, muy en concreto, del sacramento del matrimonio. Los sacramentos son dones y ayuda, celebraciones en las que la iglesia como tal compromete su ser, confesando y confirmando la presencia amorosa de Dios en las encrucijadas de la existencia, cuando esta se siente amenazada o temerosa ante una tarea nueva y comprometida. Aparece claro en el matrimonio. Convertir esta celebración en lazo que aprieta, carga que oprime o barrera absoluta que cierra toda posibilidad de futuro ante el fracaso, pervierte su más esencial sentido: el de una celebración comunitaria con la única finalidad de ayudar a los fieles para que, ante la duda y la incerteza del futuro, se convenzan de la ayuda divina en la empresa, común a creyentes e increyentes —nada fácil, pero preciosa y fecundamente humana— de realizar del mejor modo posible la unión en el amor y la creación de la familia.
Cuando se observa, por ejemplo, el tenor de las resistencias a la comunión de los divorciados vueltos responsablemente a casar, resulta muy difícil reconocer en ellos el espíritu de los sacramentos. De un modo especial el de la Eucaristía, que justamente evoca la apertura solidaria de Cristo en sus comidas con publicanos y pecadores. Como en otro contexto, hablando de apertura ecuménica, dijo muy bien Jürgen Moltmann: “En la Cena celebramos la presencia de Cristo, no la exactitud (Richtigkeit) de nuestra teología eucarística” (que en este caso, ni siquiera es tan “exacta”)[9]. La eucaristía, no como premio para los perfectos (¿quien lo es?), sino como alimento y apoyo para los pecadores que quieren mejorar.
Del trasfondo ideológico del recurso a la “comunión espiritual” y de la exigencia de cohabitar “como hermanos”, uno no sabe mucho qué pensar. De hecho, todo indica que son pocos los sacerdotes en el mundo que comparten este tipo de visión y que por lo tanto se resisten a impedir la plena participación en la eucaristía.
La verdad es que, cuando, al revés de lo que sucede con el lenguaje y el trasfondo conceptual de ciertos ataques —llamémoslos por su nombre—, se leen las palabras y las propuestas del papa Francisco, tan frescas y humanas, es imposible no percibir su raigambre evangélica y su honda fidelidad a lo más genuino de la teología conciliar. Son siempre llamada a la misericordia, insistencia en el amor del Dios de Jesús, totalmente volcado en la ayuda a toda persona humana, preocupado por sus heridas y gozándose en sus gozos, sin discriminación ni excepciones.
La opción por el “papa profesor”
Y vuelve la pregunta: ¿como es posible esta oposición y de dónde le viene la seguridad y el cierto aire de arrogancia en el tono?
No es fácil negar que se alimenta en el talante de gobierno y de control teológico ejercido por los dos últimos pontificados. Un estilo que —es preciso reconocerlo— fue en exceso autoritario, del que estos líderes de la protesta participaron y en el que muestran haberse sentido muy a gusto. Lo sorprendente es que ahora, en clara “contradicción selectiva” con sus propios principios, se rebelan contra la autoridad papal, incurriendo en algo cuya legitimidad ellos negaban antes, cuando los mandatos de esa autoridad coincidían con sus ideas. Estilo que, por otra parte, reproducían dentro de sus competencias y que en modo alguno hubieran consentido en los demás. Los ejemplos sobran y son penosos.
Como no es posible aceptar una autocontradicción tan evidente, era preciso vestirla de legitimidad teológica. En general, el disenso no llega al aludido esperpento de negar la validez de la elección del papa. Se procede a deslegitimar su autoridad, negando valor y aun atribuyendo desviación de la fe a sus orientaciones. Y en ese empeño se ha ido imponiendo el recurso a la contraposición del papa actual con el papa anterior: Benedicto era un verdadero teólogo y Francisco es un simple pastor. Algunos lo proclaman en altavoz, otros lo susurran, lo sobreentienden y lo dan por supuesto.
El asunto es tan serio, que merece una consideración algo detallada. Porque estoy convencido de que este argumento, repetido de mil maneras y ampliamente propalado entre la gente de iglesia y aun en considerables estratos de la cultura, no sólo es profundamente injusto con la autenticidad evangélica del papa Francisco, sino que es objetivamente falso como concepción del rol eclesial del papa. En modo alguno pretendo negar la buena intención de Benedicto e incluso reconozco que en muchas de sus manifestaciones teóricas y de principio expuso la concepción correcta. Pero creo sinceramente que en este punto no ha acertado y que su opción —iniciada ya como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe y confirmada tras su elección como papa— está en la base y cimentación del talante neo-restaurador de aquellos que, resistiéndose a la renovación postconciliar, intenta hoy oponerse a la pastoral del papa Francisco.
Creo necesario advertir que el diagnóstico que ahora propongo lo había escrito y publicado antes del cambio. Lo advierto para que no se interprete como una adaptación oportunista o como un decir por fin lo que no me había atrevido a decir antes, por miedo a la censura o la condena (¡sospecha que, bien pensado, representa en sí misma todo un diagnóstico!)[10]. Si lo expongo de modo claro y directo, es porque creo que abordarlo es de enorme importancia y que, en todo caso, puede arrojar luz sobre la situación actual. Para mayor claridad, voy a referirme a dos frases del papa emérito, porque, en mi parecer, aclaran e incluso definen el propósito tal vez central de su pontificado.
1) La primera aparece en la página 40 de su libro de entrevista Luz del mundo[11]: “Pienso que, ya que Dios ha hecho papa a un profesor, quería que precisamente este aspecto de la reflexión, y en especial la lucha por la unidad de fe y razón, pasaran al primer plano”. Tanto la claridad del texto como el modo un tanto inmediatista al hablar de la voluntad divina no dejan lugar a duda acerca de la firmeza de una convicción que, modestamente, en modo alguno juzgo evidente y que, unida a lo que diré a propósito de la frase siguiente, me parece que ha tenido graves consecuencias.
Al menos desde la Edad Media y, sobre todo a partir de la diferenciación posterior de las funciones en nuestras sociedades crecientemente complejas, se ha hecho clara la necesidad de distinguir entre lo estrictamente teológico y lo eclesialmente pastoral. Los medievales hablaban del “magisterio de la cátedra pastoral” y del “magisterio de la cátedra doctoral”. Pudo haber síntesis en tiempos anteriores, cuando la relativa indistinción de los saberes y las funciones las hacían posibles en grandes genios como Agustín. Pero hoy el papel del obispo y menos aun el del papa, en cuanto tales —es decir, en cuanto dedicados al gobierno pastoral en favor de la vida y la fe de la iglesia— no es ni puede ser el del profesor o del teólogo. Los teólogos lo son justamente, porque dedican su tiempo y su vida al estudio en favor de la fundamentación y actualización sistemática de la comprensión y vivencia de la fe. Trabajan a favor de lo mismo que los pastores, pero con funciones y carismas distintos.
Como prefecto primero y como papa después, el mismo Benedicto XVI expuso esto con claridad suficiente en la explicación teórica. Pero no sucedió lo mismo en el ejercicio práctico. A través de la función pastoral, cuya misión era proteger y anunciar la fe, evitando los desvíos en ella, pero respetando el legítimo pluralismo y la libertad en la teología, trató de imponer —con claridad y, digámoslo, con intransigente energía— una teología muy concreta y determinada.
Es obvio que Joseph Ratzinger tenía derecho a profesar su propia teología y a defenderla por medios y razones teo-lógicas; y él mismo, siendo ya papa y con honestidad que lo honra, proclamó que en ese terreno “cualquiera es libre de contradecirme”. Pero no es preciso recordar los numerosos conflictos con los teólogos ni las duras condenas y exclusiones que propició, para reconocer que no respetó el pluralismo, sino que tendió a identificar la defensa de la fe con la profesión de una sola teología, la que él sostenía. Una identificación que no sólo es siempre ilegítima en cualquier teólogo, sino que, apoyada en el poder, resultó injusta y gravemente empobrecedora para la teología católica.
De manera muy especial, la gestación y realización del Catecismo de la Iglesia Católica, con una evidente selección de teólogos de una sola dirección y repetidamente proclamado como norma de la interpretación teológica del Concilio, constituye todo un símbolo de esta opción. (De esto me ocupé ya en un artículo de 1993, con palabras duras, que prefiero no repetir aquí)[12]. De hecho, ha habido en grupos influyentes el claro intento —no sé hasta qué punto consentido por él— de convertir su obra en pauta estricta para juzgar la ortodoxia de los teólogos católicos.
2) Esta opción es tanto más grave, cuanto que su teología es claramente reticente y aun reactiva ante el cambio exigido por la revolución cultural de la modernidad. Es lo que muestra la segunda frase, que considero tan significativa como sintomática. Hablando de sus discusiones con Karl Rahner después del Concilio, escribe: “Trabajando con él, me di cuenta de que Rahner y yo, a pesar de estar de acuerdo en muchos puntos y en múltiples aspiraciones, vivíamos desde el punto de vista teológico en dos planetas diferentes”[13].
Afirmación que, sin duda, constituye todo un diagnóstico. Que no quedó en simple teoría, porque se concretó en una praxis no claramente explicitada, pero muy efectiva. Desde esa visión se ha ejercido una inconfundible presión no sólo por excluir la teología de Rahner de la enseñanza teológica y silenciarla en lo posible en el ambiente general, sino que se ha intentado sustituirla por la de Urs von Balthasar. No pretendo canonizar la teología de Rahner ni he ocultado nunca mi admiración por alguien a quien considero uno de los más grandes genios culturales del siglo XX. Pero, como ya queda aludido, la teología de Balthasar no sólo se ha hecho cada vez menos abierta a lo nuevo, sino que se resistió a la renovación postconciliar.
Bien sé que en todo esto caben distinciones y discusiones. Pero, mirando al conjunto, no creo aventurado afirmar, con un gran número de fieles y teólogos, que durante las tres últimas décadas el gobierno papal ha tratado de imponer una teología claramente opuesta a lo que pedía el espíritu conciliar y estaba exigiendo la actualización del anuncio evangélico en una cultura profundamente renovada.
En el terreno práctico, se frenaron los impulsos hacia una participación colegiada del gobierno eclesial, se restringió la participación efectiva de los laicos, especialmente de las mujeres, y la atención al sensus fidelium; en lo personal se sumó a eso la persistencia de un moralismo en exceso privatista y en lo social se instaló una fuerte resistencia a todo lo que sonaba a liberación; en la liturgia fueron claros los intentos de vuelta a un pasado que solo interesa a grupos en general claramente anticonciliares. En el terreno más directamente teórico, se insistió en una visión restrictiva de la revelación, que imposibilita un diálogo serio y fraterno con las religiones (hasta el punto de sostener que el cristianismo puede dialogar con la filosofía pero no con las religiones); se impuso una clara resistencia a los avances de la crítica bíblica (los tres tomos de la Cristología publicada por Ratzinger/Benedicto son una muestra desconcertante); se tendió a dogmatizar tradiciones como las relativas al sacerdocio de la mujer (inventado incluso una categoría teológicamente híbrida como la de las “verdades irreformables”, aunque no definidas como infalibles). Todo ello, flanqueado por una estricta vigilancia que, junto a diversos tipos de exclusión o censura, cortaba el camino académico a todo teólogo o teóloga sospechosos de desviación.
Hecha así, la enumeración, aparte de incompleta, pediría precisiones y debería seguramente admitir correcciones. Pero no es fácil negar la verdad en la impresión de conjunto. Y sobre todo, interesa el hecho de que en ese ambiente se alimenta y trata de justificarse ahora la resistencia al papa Francisco y aun los intentos de descalificar sus propuestas.
En este sentido, me parecen desenfocados trabajos como el de Olegario González de Cardedal[14], que, bajo una exposición histórica aparentemente neutral, da por obvia tanto la corrección de la opción del papa profesor, como el diagnóstico teológico-cultural en que lo apoya (que es también el que domina su propia teología). Sobre esa base establece una comparación con el papa Francisco, que, de manera implícita pero inconfundible, pone en sordina el acierto o la validez de sus opciones. Lo hace mediante un diagnóstico recurrente: Benedicto es el grande y auténtico papa-teólogo, que diagnostica con acierto el tiempo cultural y preserva la pureza de la fe; Francisco es el papa-pastor, bueno, pero —y el pero se repite como un estribillo en casi cada epígrafe de la comparación— le falta esto o no deja claro lo otro y está por ver el resultado de aquello… Incluso el humanísimo gesto de no llamar encíclica el escrito, calificándolo modestamente de “exhortación apostólica”, renunciando al típico lenguaje solemne y mostrando sus preguntas e incertezas humanas, sirve para rebajar su autoridad teológica. En general, la consigna callada o al menos la que muchos leerán entre líneas, es: paciencia y aguardar, pues da la impresión de que se trata de un episodio transitorio y las aguas volverán a su curso.
Lo advierto, porque, anunciadas estas ideas en medios culturales y enviado el escrito a los obispos (para muchos de los cuales sus ideas tienen casi valor de oráculo), puede constituir una siembra agostadora, que tranquiliza las conciencias, confirma las inercias, desmoviliza la respuesta y acaba contribuyendo a la resistencia pasiva, demasiado fuerte ya por sí misma.
La opción por el “papa pastor”
Se hizo claro desde el primer momento. A cuerpo limpio, desarmado de capisayos, se presentó recién elegido ante los congregados en la Plaza de san Pedro. No se autodenominó papa, sino obispo de Roma y, rogado para que impartiese la bendición, pidió ser primero bendecido él por los fieles. Esta petición, unos días o unas horas antes, no es que fuese inusual, sino que era simple y literalmente impensable desde la teología dominante. Con ese instinto infalible de los buenos momentos que algunas veces acontecen en la historia, todos percibieron —todos percibimos— que algo nuevo se anunciaba: reaparecía, evocada, la figura de Juan XXIII y renacía, lleno de frescura, el espíritu del Concilio. Todo tan natural y a un tiempo tan revolucionario, que desde entonces muchas cosas ya no tienen vuelta atrás.
Cuando más tarde, en una de esas metáforas que, como las parábolas evangélicas, dan en el clavo y entiende todo el mundo, dijo que era preciso “oler a oveja”, pondría en palabras lo que en ese momento se inauguraba: el gobierno eclesial de un papa pastor.
Pastor en el estilo de vida. Abandona el palacio, inevitablemente aislador y distanciador, para buscar el contacto directo con la gente, su vida y sus problemas. Hace normal lo extraordinario e inesperado. Desaparece el estilo de “corte” pontificia —“no soy un príncipe del renacimiento”, dijo excusando o, mejor, explicando su ausencia al famoso concierto— e insiste en el servicio, contra la “peste” del carrerismo (ya denunciado por su antecesor).
Pastor en la dedicación plena, directa y exclusiva a la tarea pastoral: sabe consultar y distribuir tareas, pero no delega en la Curia el gobierno de la iglesia. Predica cada día y busca el trato pastoral con la gente, invirtiendo las preferencias de tiempo y de nivel: de lo alto y diplomático a lo humilde y cotidiano. Lo muestran bien, además, la elección y el estilo de las visitas y los viajes.
Pastor ante todo y sobre todo, en la preocupación prioritaria y en la entrega incondicional al evangelio de los pobres, sufrientes y necesitados de todo tipo. De hecho, invierte radicalmente las prioridades en el anuncio, evitando el martilleo moralista con tradicional acentuación de los diversos aspectos y menudencias de la moral sexual. Confieso que durante mucho tiempo había soñado con que, por fin, un papa pusiese el centro de su anuncio en los grandes y sangrantes problemas de la humanidad, de suerte que, acomodada y mejorada, pudiese aplicársele la famosa sentencia con que Catón acababa sus discursos: “por lo demás pienso que el hambre y la guerra deben ser destruidos”. El mundo necesitaba que en el ambiente resonase, clara y central, la “alegría del Evangelio”, el anuncio de un Dios, que a través de los profetas y de Jesús de Nazaret fue revelando que esa es su preocupación central y el criterio definitivo para medir la verdad de la fe.
De ahí la llamada a descentrarse, a salir de ensimismamiento eclesiástico, a “armar lío” para sacudir las inercias. Lo expresó con una de sus metáforas luminosas y originales: convertir la iglesia en “hospital de campaña tras una batalla”, que a todo lo demás antepone el trabajo por curar las heridas y sanar corazones. Lo hace con una energía e incondicionalidad, que —evocando la frase del Maestro: “he venido a traer fuego a la tierra y qué voy a querer, sino que arda”— no duda en exclamar con palabras que son todo un programa: “les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar ‘la dulce y confortadora alegría de evangelizar’”.
A proclamar esto, a irlo iluminando con el ejemplo, sin exigir nada que él no practique (“estoy llamado a vivir lo que pido”) [15], dedica todo su tiempo y todas sus fuerzas: pastor full time y, si se me permite la expresión, pastor full life. Sin ocultar su disposición a dar la vida, si la tarea pastoral, la comunión directa con la gente o el compromiso con los grandes problemas y urgencias humanas así lo exigiesen.
La teología del papa pastor
Dicho esto, y habría que decir mucho más, queda hablar del “punto de la cuestión” con que algunos tratan de descalificarlo y que demasiadas veces se convierte literalmente en doloroso punctum crucis con que otros tratan de crucificarlo, de “despellejarllo”: Francisco no es teólogo, no sabe o no tiene teología, afirman y propalan.
Que no es teólogo de oficio y que —gracias a Dios— no quiere ejercer de tal, es una obviedad. Algo que, por lo demás, él asume y confiesa claramente. Distinta, por falsa y superficial, es la consecuencia que algunos pretenden sacar. Quien al escucharlo, leer sus entrevistas y repasar sus escritos mayores, aunque sean pocos, no perciba ahí una profunda y muy actual sabiduría teológica, o no sabe teología o, lo que es peor, tiene una idea muy estrecha y academicista de su esencia y su función. Ciertamente, el papa actual no ha elaborado, ni creo que esté en su intención hacerlo, una teología estrictamente sistemática. Pero ha estudiado teología, iniciado una tesis interrumpida por razones no académicas y demuestra un vivo conocimiento de los problemas fundamentales que presenta la situación actual.
Por fortuna, la teología “científica”, digamos reglada y sistemática a la que ordinariamente nos referimos al hablar de teólogos de oficio y dedicación, no es la única. Tiene su rol, incluso necesario e imprescindible, en la iglesia. Pero, junto a ella, acompañándola y alimentándola, está una “sabiduría teológica”, más directamente pegada a la vida, a la piedad y a la praxis. Y en esta sabiduría Jorge María Bergoglio lleva muchos años siendo un gran experto; y Francisco, en su función de papa pastor, está demostrando que no sólo la vive y la practica, sino que está decidido a promoverla en la iglesia, con exquisito y relativamente inédito respeto por su autonomía específica y por la libertad en su ejercicio.
Ante todo, saltando por encima de los dos últimos pontificados, reenlaza con el Vaticano II, para tomar con absoluta seriedad el diagnóstico fundamental. Lo expresa en la entrevista de Spadaro con frase a la que no sobra una palabra: “El Vaticano II supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea”.
Es lo que había propuesto Juan XXIII al convocarlo y a lo que él se dedica con decisión firme, convencido de que “la nuestra no es una fe-laboratorio, sino una fe-camino, una fe histórica”. Avisa de que eso no implica el temido relativismo, sino apertura a un “Dios que es siempre sorpresa” y no teme la novedad, siempre que esta se mida por lo que no duda en llamar su “certeza dogmática”, a saber, que Dios está en toda vida y en toda la historia humana. Presencia perenne, incansable, sin discriminación, pues incluso en las existencias más perdidas o deformadas existe siempre un espacio para su amor. Por eso “es necesario fiarse de Dios”, apartándose de “los profetas de calamidades” y evitando convertir el espíritu cristiano en “una Cuaresma sin Pascua” (n.6). Prefiere no hablar de optimismo, sino de esperanza; pero desde esta pide y promueve valentía y horizonte abierto para la “alegría del Evangelio” (¿en esto evocará también el “gozo de la iglesia madre” de Juan XXIII? En latín la coincidencia es clara: gaudium y gaudet).
Esta vuelta no es mera proclama, sino que nace de una teología de fondo, profundamente asimilada. Nunca antes en ningún pontificado se había tomado tan en serio y con tal consecuencia la imagen de la iglesia como pueblo de Dios. La iglesia como sujeto activo y corresponsable, de suerte que no se recata en proclamar que “el conjunto de los fieles es infalible cuando cree”, sin que deba quedar reducido al dictado directo de los teólogos de oficio, ni “tenga que ver únicamente con sentir con su parte jerárquica”. Iglesia, pues, íntegra y en comunión, que reconoce la diversidad de carismas y niveles de servicio, sin imposiciones autoritarias ni particularismos dispersivos, sino viviendo en “sinodalidad”. Porque el camino de la iglesia consiste en avanzar juntos en el respeto de las diferencias, en la dirección marcada por Jesús.
De ahí la necesidad de un nuevo reequilibrio en los acentos de la vida y las verdades de la teología. El papa Francisco ha asimilado a fondo el novedoso énfasis conciliar en la jerarquía de las verdades y, con profundo sentido de pastor, supo extenderlo también a la moral y a la predicación. Los parágrafos dedicados a este tema en la Evangelii gaudium son de una justeza evangélica y de una originalidad teórica, nada frecuentes en los teólogos de oficio.
Y en la base, como humus nutricio, está la convicción de que la renovación teológica que hoy necesita la iglesia exige recuperar la experiencia originaria. La revolución cultural moderna fue tan grande que, en expresión de Paul Tillich, “conmovió los cimientos de todo el edificio teológico y obliga a repensarlo todo, incluso las cuestiones más fundamentales, desde nuevos presupuestos teóricos. Por eso es necesario reempezar “desde abajo”, del contacto vivo con la experiencia.
En lo personal, la sabiduría teológica de Bergoglio se muestra en su distinción cuidadosa entre el nivel más directamente experiencial de la fe y el estrictamente teo-lógico. En aquel sitúa lo común e indudable, aquello en lo que es preciso apoyarse y de lo que debe partirse. Eso explica su insistencia segura e infatigable —su “certeza dogmática”— en el ejercicio concreto y realista de los valores evangélicos. Ahí es donde, en última instancia, se muestra y se demuestra la verdad cristiana. Y es en la vida real, en el respeto a lo que, más allá de las conductas externas, sucede en el corazón de las personas donde hay que esforzarse en discernirlos, sin juzgar a los demás. Por eso, siguiendo al Maestro ante el escándolo de entonces —“no juzguéis”—, supo repetir ante el escándalo de hoy: “¿Quien soy yo para juzgar”?
La precisión teo-lógica de carácter más elaboradamente teórico y sistemático viene después… y poniendo cuidado en escapar al “peligro de vivir en un laboratorio”. Y eso necesita tiempo y paciencia, evitando el dogmatismo, que, en el fondo, implica desconfianza en la asistencia divina, siempre presente y siempre activa: “Si uno tiene respuestas a todas las preguntas, estamos ante una prueba de que Dios no está con él”. Una muestra más de que toma en serio su principio de primacía de la duración en el tiempo sobre la forzada simultaneidad del espacio.
La sabiduría teológica del papa pastor se muestra precisamente aquí: en ejercer el rol propio de su servicio pastoral, sin por eso negar ni devaluar el de los teólogos. Al contrario, con su distinción de planos potencia la importancia de la teología y protege la libertad de su ejercicio. Basta leer un párrafo como el 40 de la Evangelii gaudium para comprender que no hay, como algunos pretenden, la mínima ingenuidad teológica en su postura, sino una visión muy precisa y muy consciente de la situación actual:
“Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio”. (Léase también el denso lúcido texto de EG, n. 133).
En esta perspectiva, tal vez no se ha valorado suficientemente la reiterada afirmación del papa, cuando ante los problemas especialmente discutidos y conflictivos asegura ante todo el valor evangélico que debe ser preservado, para después, y de manera expresa, encargar a los teólogos la discusión ulterior acerca del modo de su aplicación o actualización. No imponer una teología ya elaborada, sino abrir el espacio para ir construyendo una visión teológica renovada. Y hacerlo con libertad: “No tengan miedo de que Müller se les eche encima”. En la espontaneidad jocosa de esta frase pronunciada en grupo de trabajo, se trasluce todo un estilo y constituye todo un símbolo. Creo también que una nueva esperanza para la teología, demasiado tiempo callada, encogida y controlada.
La apuesta y gestión del Sínodo
La hondura y originalidad con que Francisco ha convocado e iniciado el Sínodo sobre la Familia sólo se entiende a la luz de su visión global acerca del modo como la novedad salvadora del Evangelio pide ser anunciada en la situación actual, de manera que responda a sus necesidades prioritarias y esté a la altura de sus justas exigencias culturales.
1) Su visión de la iglesia como sujeto activo y corresponsable, todo él comprometido en el discernimiento y proclamación de la fe, explica el gesto inédito de la encuesta previa. Hacer partícipe a toda la comunidad, era la consecuencia obvia, como único modo de captar los problemas en su verdad viva, realista y concreta, evitando la anomalía de que cuestiones que afectan tan íntimamente a todo el pueblo de Dios quedasen entregadas tan sólo a la deliberación de una asamblea de pastores célibes.
En esa misma línea está la llamada expresa del papa a hablar y dialogar con plena libertad, garantizando además el ejercicio de la misma con su presencia atenta, callada y sin interferencias. Además, el refuerzo de un estilo sin miedo a la luz y los taquígrafos es garantía de que los resultados alcanzados en la asamblea no quedarán finalmente al arbitrio de una redacción última, fuera ya de toda posibilidad de garantizar su fidelidad a lo acordado.
2) La opción pastoral, que con sabiduría teológica renuncia a imponer un modelo previo, en nombre de una tradición ya elaborada, abre las puertas a una reflexión creativa. No pretende disponer de soluciones ya hechas, sino que, como dijo en la homilía de apertura, exhorta a dejarse guiar por el Espíritu Santo, para no frustrar “el sueño de Dios” e ir “más allá de la ciencia, para trabajar generosamente con verdadera libertad y humilde creatividad”.
En la realización teológica de la tarea, el papa ha insistido repetidamente en la estructura fundamental del proceso. Lo único verdaderamente seguro, la “certeza dogmática”, lo que pertenece a la competencia religiosa de la iglesia, está en exhortar al reconocimiento y cumplimiento de aquellos valores que se reconocen claramente como concordes con el proyecto divino para la humanidad, dejando a la reflexión actualizadora, condicionada por el tiempo y la cultura, la concreción que pertenece al plano específicamente ético o moral[16].
Esto es decisivo, porque en la confusión de planos reside el núcleo de las resistencias, que pretenden defender en nombre de la fe lo que son concreciones morales claramente condicionadas por su circunstancia histórica. No se piensa que esa concepción va justamente contra la esencia misma de la revelación bíblica. De otro modo deberían, por ejemplo, defender hoy la poligamia, porque así lo hizo la Biblia en momentos culturales que, a nivel moral, lo exigían o lo hacían comprensible.
Ciertas argumentaciones acerca de la homosexualidad, apoyándose en textos bíblicos cultural y socialmente condicionados, no acaban de ver esta evidencia. E incluso en un tema tan firme y sancionado por las palabras de mismo Jesús, como es el de la indisolubilidad del matrimonio, no atienden a la libertad ejercida en el mismo Nuevo Testamento. Allí, sin cuestionar el valor religioso de la exhortación del Señor, Mateo, con su excepción en el caso de la porneia (sea cual sea el significado exacto, adulterio o algún tipo ilícito de conducta sexual) y Pablo, con el después llamado “privilegio paulino”, proponen de manera expresa modificaciones en el nivel de la moralidad práctica; a lo que ha de añadirse el hecho de que, mucho más tarde, la iglesia ha introducido todavía el “privilegio petrino”.
No interesa aquí, claro está, la casuística acerca del alcance o la justificación de esas excepciones. Lo importante es ver como en la tradición de la iglesia, desde los mismos orígenes, están presentes una libertad y una capacidad de comprensión y adaptación, que las circunstancias de la cultura actual non sólo hacen más comprensibles, sino incluso más necesarias.
3) Es ahí, en el espíritu de comprensión donde se ejerce la otra dimensión. La necesidad de partir de la experiencia, ganando libertad teológica y pastoral desde el enraizamiento firme en la seguridad que da la confianza en la fidelidad infalible del amor divino. Sólo interesan y tienen garantía evangélica las conclusiones y las teorías que parten de esta raíz y respetan su intención. De ahí la necesidad de que los teólogos “no se contenten con una teología de escritorio”, que los pastores recuerden “que la autoridad en la Iglesia es servicio” y que todos comprendan que lo fundamental es “derramar el aceite y el vino sobre las heridas de los seres humanos”, sin ceder a la tentación de mirar a la humanidad “desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las personas”.
En esta actitud, su óptica se hace evangélica, y del ejemplo de Cristo aprende que lo decisivo es tener “las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y ¡no sólo a los justos o aquellos que creen ser perfectos!”. Entonces, ante el problema de la comunión de los divorciados, el rigorismo pierde su sentido, porque se hace claro lo fundamental: “La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles”, puesto que “la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (EG, n. 47).
Y sobre todo, para cualquier problema, el criterio no debe situarse en teorías abstractas ni en fidelidades jurídicas, sino en el esfuerzo por acomodarse a la óptica de Dios, que, como dijera Juan, es siempre “más grande que nuestro corazón”. Francisco lo ha repetido en concreto. Ante la pregunta, de claro corte saduceo —si dices que sí, vas contra la tradición; si dices que no, reniegas de la bondad— acerca de la homosexualidad, contesta al estilo del Nazareno: “’Dime: Dios, cuando mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza y la condena?”.
No cita en este contexto las dos magníficas y repetidas afirmaciones de san Juan de la Cruz acerca de la mirada divina. Con ellas quiero cerrar estas reflexiones, pues confirman bellamente la propuesta papa. “El mirar de Dios es amar”, dice la primera, que llama a la comprensión, a la solidaridad, al apoyo y a la acogida generosa; acogida dispuesta incluso a aprender allí donde antes sólo había discriminación y condena (lo decía un lúcido texto de la primera redacción, que —por desgracia y esperemos que sólo “todavía”— no ha recibido la suficiente votación en la asamblea). La segunda afirmación es: “El mirar de Dios es crear”, rompiendo continuamente nuestras estrecheces y fronteras, llamando a traspasar el ensimismamiento eclesiástico, para entregarse creativamente a la novedad divina, siempre volcada a favor de la realización de una humanidad más humana.
[1] G-L. Müller, La esperanza de la familia, publicado —nótese— por la BAC, Madrid 2014.
[2] Remaining in the Truth of Christ: Marriage and Communion in the Catholic Church; ha aparecido ya la traducción castellana: Permaneciendo en la verdad de Cristo: Matrimonio y comunión en la Iglesia Católica”, Madrid 2014.
[3] Non è Francesco, Roma 2014.
[4] París 1966; traducido por Desclée, Bilbao 1968.
[5] Paris 1968; taducido por Herder, Barcelona 1970.
[6] Salamanca 1968; original 1966.
[7] Gaudium et spes, n. 5.
[8] Ibid., n. 33; subrayado mío.
[9] La cita es de su autobiografía Weiter Raum, Gütersloh 2006, 203.
[10] Cf. A. Torres Queiruga, Magisterio y teología: los principios confrontados a los hechos: Concilium 345 (2012) 59-74; Aclaraciones sobre una notificación: Concilium 346 (2012) 159-168; Por una justa relación entre el magisterio pastoral y el teológico. Aclaraciones acerca de una notificación de la Comisión Episcopal de la Fe: Iglesia Viva n. 259 (2012/2) 103-124.
[11] Barcelona 2010.
[12] Amar: fundamento y principio; vulnerabilidad y solidez: Sal Terrae 81/4, 1993, 281-292.
[13] Mi vida, Madrid 2005, 45.
[14] De Ratzinger a Bergoglio o Los vuelcos en la Iglesia, conferencia en la Real Acacemia de Ciencias Morales y Políticas; publicada después, con algunas modificaciones, en varias revistas.
[15] Evangelii Gaudium, n. 32; en adelante citarei no texto como EG.
[16] Redactadas estas líneas, compruebo que, hablando en el Sínodo Antonio Spadaro, definió bien esta estructura gnoseológica, hablando del “pensamiento incompleto del ‘discernimento pastorale’”. Lo describe así: “Il discernimento pastorale, vissuto con prudenza, saggezza e audacia, appare la strada giusta per pensare in termini di misericordia. Occorre riscoprire così il patrimonio dottrinale della tradizione in modo da prendere sul serio la odierna condizione umana. Questo discernimento pastorale è il risultato di quello che il Santo Padre ha definito ‘pensiero incompleto’ e aperto (Civ Catt 2013 III 449-477), che sempre, in continuazione, guarda il cammino all’orizzonte, avendo come stella polare Cristo. Il pensiero è ‘incompleto’ non perché debole o approssimativo, ma semmai perché ‘approssimato’, cioè perché ha sempre presente il prossimo, la persona, la salvezza di ciascuno. Il discernimento pastorale in tutti i casi punta sempre alla maggiore crescita possibile della persona. Del resto è proprio questa la maggior gloria di Dio (cfr Ireneo di Lione, Contro le eresie, 4,20,5-7)”. Puede verse la intervención en: http://www.cyberteologia.it/2014/10/intervento-di-p-antonio-spadaro-s-i-al-iii-sinodo-straordinario-dei-vescovi-sulla-famiglia/ (acceso 24-10-2014).
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Magnifica reflexión teológica y eclesial. La comunidad cristiana de a pie necesitamos este tipo de documentos comprometidos y clarificadores. Está claro que en la Iglesia oficial no todo es lo que parece.
Gracias, Andrés, por tu valioso trabajo.
Cristóbal Jiménez
Es una reflexión muy bien pensada y escrita. Es de agradecer a Andrés la reflexión, y a Iglesia Viva su difusión. Espero que este tiempo nos permita ver una rearticulación y relanzamiento de los movimientos de radicalidad evangélica al interior del catolicismo. Hará mucho bien, no sólo al propio catolicismo sino a la pluralidad de humanidades
¡¡Muchas gracias Andrés por este escrito tan iluminador y oportuno!!.
Un fuerte abrazo.
Ricardo Bou Solís.
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