El coronavirus, ¿la piedrecita del sueño de Nabucodonosor?

Ricardo Díaz Calleja, militante de la HOAC desde 1967 y catedrático (jubilado) de Termodinámica y Fisicoquímica de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Induastriales (ETSIIV) de la Universidad Politécnica de Valencia (UPV), nos envía esta profunda lectura de lo que está pasando. IV.

 

De la ética de Adam Smith hasta el nihilismo de Pablo de Tarso y Juan de Yepes, pasando por el sueño de Nabucodonosor y la filosofía de Walter Benjamin.

En 1776, Adam Smith, profesor de moral en la Escocia presbiteriana, calvinista entonces, propone en su libro más conocido Una investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, la transformación del vicio moral –el interés personal, léase codicia– en virtud pública gracias al mercado. Un mercado que, según él tendría carácter “natural”. De esta manera entra el mercado primero en la ética, para convertirse luego en la categoría central de la ciencia económica moderna. Se trata del paso del logos al mito.

Incidentalmente, los mitos se crean para dar sentido a la dureza de la existencia. Son narrativas racional-simbólicas puesto que dan razones explicativas por medio de símbolos. Los mitos fundan mediante historias ejemplares, no solo el sentido y significado de la vida privada sino de la misma historia. Por eso el carácter “natural” del mercado es el mito fundante del capitalismo. Sin embargo nadie ha probado tal cosa, porque la realidad histórica nos enseña que el mercado capitalista, que es su forma actual, es una institución, no un dato de la naturaleza.

Desde ese momento el ajuste del comportamiento privado a la eficiencia pública lo realiza el mercado, y la verdad económica, centrada en el mantenimiento y reproducción de la vida humana dejó de ser una entidad permanente. Y como el mercado tiene una complejidad infinita para poder funcionar correctamente se supone que está gobernado por una mano invisible, incontrolable e incontrolada, que produce un equilibrio natural. Ya Bernardo de Mandeville en La fábula de las abejas había mostrado la contradicción: los vicios privados se transforman en virtudes públicas en el mercado. Smith replica que mientras el orden privado se rige por obligaciones morales tradicionales, el campo de lo económico que tiene como su centro el mercado, tiene una normatividad más coactiva puesto que se sitúa fuera de la conciencia del agente social de forma no-intencional al margen de las virtudes privadas tradicionales. Smith insiste en que son fenómenos regulados por una ley objetiva que emana del mercado y de la cual no tiene conciencia subjetiva el citado agente. Se produce así una “suspensión ética” en el pretendido discurso científico de la economía, que está regida por leyes propias y ajenas a la ética tradicional. Así para la economía burguesa y liberal, es útil lo que parece ser injusto para el sentido común.

De esta manera, se construye un mundo ficticio dentro de una narrativa presuntamente científica, pero que no es más que una forma de ilusión trascendental, en la terminología de Kant. El discurso económico inmuniza la conciencia moral, la de los indignados, que para el economista neoliberal no son sino “buena gente ingenua”. El mantenimiento y reproducción de la vida brillan por su ausencia en ese sistema donde priman las apetencias, los apetitos. Pero resulta que comer es una necesidad, no una apetencia o una preferencia. Las preferencias se remiten a lo que puedo elegir para comer, carne o pescado, siempre y cuando tenga medios materiales (dinero) para proveerme comida.

En este contexto, la sentencia evangélica que, por cierto está tomada del Deuteronomio (Dt. 8, 3) el cual a su vez está probablemente inspirado en códices éticos mucho más antiguos: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt. 4, 4) conlleva dos cosas: primero el hombre vive de pan y segundo que además de pan vive de otras cosas no menos importantes.

La propagación vírica de las doctrinas de Smith ha traído como consecuencia la situación económica que todos conocemos. Sin embargo ni entonces ni ahora han suscitado la alarma social que ha producido el COVID-19. Pero los mitos no acaban en el mito fundante porque todo lo que procede de las escuelas económicas patrocinadas desde el centro a la periferia está plagado de mitos tales como el crecimiento continuo, el mantenimiento de la deuda pública dentro de ciertos niveles, el control de la inflación, etc. La alarma sanitaria provocada por ese enemigo invisible que es un virus, ha provocado el socavamiento de muchos de los dogmas en que está basada la economía neoliberal. Basta con oír al señor de Guindos que es una persona de probada fe en el mercado, para darse cuenta de la volatilización de aquellos mitos empezando por el fundante. Para darse cuenta de ello, basta leer el mensaje dominante: el desinterés personal, léase el confinamiento, va a producir el interés colectivo. Se acaba de producir una inversión en las teorías míticas del señor Smith. Ahora lo malo para cada uno, es decir, quedarse en casa sin poder consumir, va a producir, también milagrosamente, el fin de los contagios. Digo milagrosamente porque ¿qué hay de los recursos (humanos y materiales) sanitarios que escasean, no se reparten bien e incluso se especula con ellos? Claro, como el mercado, que es en realidad el que nos gobierna, es incontrolable e imprevisible, también lo es la gestión de la emergencia sanitaria que va a remolque de los acontecimientos. Y no estoy abonando las tesis del PP, que como es sabido se dedica sistemáticamente al acoso y derribo del gobierno, porque estimo que el problema es la falta de infraestructuras y de previsión del sistema sanitario que viene de lejos, para afrontar esta crisis que de hecho es más o menos cíclica y cada vez lo va a ser más.

Estamos ante un sistema económico cuya representación material es la de un gigante con pies de barro, algo que se ha convertido en el paradigma del oscuro futuro de todos los reinos de este mundo y cuyo fundamento mítico-bíblico se encuentra en la interpretación por parte del profeta Daniel del sueño de Nabucodonosor (Dn. 2, 31-36). Recordemos: una estatua con cabeza de oro, pecho y brazos de plata, vientre y lomos de bronce, piernas de hierro y pies parte de hierro y parte de arcilla. De repente una piedra se desprendió, sin intervención de mano alguna, y vino a dar en la estatua en sus pies de hierro y arcilla y los pulverizó y entonces quedó pulverizado todo, hasta el oro, se lo llevó el viento y no quedó rastro, mientras que la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en un monte que llenó toda la tierra. Se trata de un paradigma político en la forma de una parábola relativa al final de todos los imperios y de la extrema provisionalidad de la pretensión humana de sobrevivir y perpetuarse eternamente. No hay imperios que duren mil años, la mayoría duran bastante menos, porque todos están condenados a la caducidad. Toda pretensión humana en ese sentido es, por tanto, profundamente inestable, y por tanto, falaz. Por eso solo puede fundarse un orden político estable desde una conciencia aguda del carácter itinerante (léase efímero o provisional) de la vida del sujeto y de los pueblos, como dice G. Marcel (en Valor e Inmortalidad dentro del libro Prolegómenos para una metafísica de la esperanza). A nivel personal, todos sabemos que vamos a morir, lo que no sabemos es cuándo y cómo.

Con el fin de pretender salvar esa insalvable situación, se recurre al mito del eterno retorno: Dionisos vuelve a la vida cada primavera. Eterno recomenzar cíclico que se ha convertido en la estrategia acomodaticia de la modernidad frente a todo tipo de emergencias que conduzcan, primero al dolor, y luego a la muerte.

Como dice W. Benjamin, en su muy escueto, a la vez que muy profundo Fragmento teológico-político, la teocracia no posee un sentido político, sino exclusivamente religioso. Por el contrario, el orden de lo profano tiene que constituirse sobre la idea de la felicidad, es decir, sobre la satisfacción de las necesidades materiales.

Por ello a Jesús lo quisieron proclamar rey después de la multiplicación de los panes (Jn. 6, 15), puesto que todo aquel que satisfaga el anhelo de felicidad y las necesidades (no las apetencias) materiales del pueblo es un claro candidato a ser proclamado rey, con claras perspectivas de perpetuarse en el poder. Esa alternativa política fue rechazada explícitamente por Jesús (Mt. 4, 8-10) y se la cataloga en el Nuevo Testamento como una tentación.

Por eso, el orden de lo profano no se puede levantar ni sobre la idea judía del mesianismo, ni sobre la idea cristiana del Reino de Dios que implica al Mesías, aunque de manera diferente. Es el Mesías, sigue diciendo Benjamin, el que consuma todo acontecer histórico. El Reino de Dios, no es la meta sino el final. Sin embargo, la relación del orden profano con lo mesiánico es algo fundamental en la filosofía de la historia. Por eso, si una flecha señala la meta por la que trabaja la dinámica de lo profano y otra señala la dirección de la intensidad mesiánica, la búsqueda de la felicidad se va alejando de la dirección mesiánica, pero de la misma forma a como una fuerza promueve la aparición de otra en sentido contrario, el orden profano puede fomentar la venida del orden mesiánico. Lo profano, y con él la felicidad que promete, no es una categoría del Reino, pero sí es una categoría de su callado acercarse a él. La felicidad de todo lo terreno está orientada a la caducidad y a la muerte, mientras que la intensidad mesiánica pasa inmediatamente por el sufrimiento, aunque esté orientada a la venida del Reino. En consecuencia toda la política universal debe orientarse por un método que se llama precisamente nihilismo. Por eso, Benjamin propone el nihilismo como política mundial.

Y con eso llegamos a Pablo de Tarso. De hecho, lo que dice Benjamin tiene un parecido realmente asombroso con lo que dice Pablo, solo que Pablo lo dijo unos cuantos siglos antes y la interpretación que se ha hecho de eso que dijo ha sido bastante diferente. Parece extraño pensar en san Pablo como nihilista, pero una lectura atenta de Romanos y Corintios no deja lugar a dudas. Además, en la tradición bíblica no es el único caso de nihilismo. Por ejemplo, Cohelet, el del Eclasiastés, que no es tanto un pesimista como un nihilista dice: Vanidad de vanidades y todo es vanidad (Qo. 1, 2)). ¿Es, o no es, nihilista?

Pablo nihilista, pero ¿con relación a qué? Precisamente con relación al imperio romano y por extensión con relación a todos los imperios, porque la doctrina de Pablo es universal, y además es Palabra de Dios, se entienda como se entienda. En concreto, lo que hay en Rm 13 es una visión nihilista sobre el mundo, y más específicamente sobre el imperio romano: sí cumplid la ley civil, vale, pagad los impuestos y todo eso, obedeced también al confinamiento, pero sabed que eso es una sombra que pasa y que de todo eso no quedará piedra sobre piedra, porque un invisible virus puede caer sobre los pies de hierro y arcilla del gigante destruyéndolo. No pretendáis hacer una revolución, porque Cristo ya la he hecho y estáis del otro lado. No tenéis más ley que el amor (Rm. 13, 8-10). Mientras tanto contad con que queda poco tiempo, de forma que los que tengan mujer hagan como si  no la tuvieran, los que lloran como si no lloraran, los alegres como si no estuvieran alegres, los que compran como si no poseyeran, y los que usan de las cosas del mundo, como si no las disfrutaran, porque la forma (el boato) de este mundo pasa y por eso no quiero que andéis preocupados con esas nimias cosas (1Cor. 7, 29-32). El “como si” es fundamental y vale hasta para las ciencias empíricas, llamadas duras, porque en el mundo del fenómeno todo sucede “como si”, ya que con frecuencia no se sabe a ciencia cierta “qué es” realmente lo que sucede.

Notemos que todo eso que dice Pablo solo lo puede decir un nihilista, un pasota en versión popular. Pero pasota de todo ante lo presente con relación a lo que está por venir y ya asoma porque el tiempo que resta es corto. Es lo mismo que dice Juan: Esto pasa (1Jn. 2, 17). Y lo que está por venir no se producirá sin sufrimiento y dolor, por eso Pablo ve la creación del hombre nuevo como un doloroso parto que produce gemidos (Rm. 8, 23). Eso del dolor es lo que tanto irritaba a Nietzsche, que sustentaba una filosofía radicalmente opuesta, pero que entendió perfectamente lo que decía Pablo y por eso se puso a la defensiva contra él.

En el presente contexto, ¿Qué significa gemir? Significa rezar y clamar a gritos, no como se reza o se canta en muchas celebraciones cristianas que parece más bien un gangueo insulso. Pablo describe experiencias personales, no habla de teorías ni de teologúmenos, es decir, en Pablo no se trata de un discurso formal, sino de un discurso confesante, cosa bien distinta. Unas experiencias que hacen temblar, no solo las piernas del sujeto que las sufren, sino sobre todo las columnas del imperio. Unas experiencias que imponen un cambio radical de vida porque esto es solo una sombra que pasa y lo que vemos es como si lo viéramos en un espejo (1Cor. 13, 12), que, como es sabido, da la imagen invertida de la realidad (eso también lo dijo Marx, pero, de nuevo, unos cuantos siglos más tarde). Lo demás es el esteticismo del “cómo si”, que produce en materia social y política la famosa ética de mínimos, la Minima Moralia de Teodoro Adorno, que es la ética del “como si”. En palabras: Sí, ya sabemos que el capitalismo mata (Francisco dixit) pero ya que la cosa va para largo y como no estamos dispuestos a renunciar a nada para cambiarlo hagamos un “como si”, es decir tratemos de ponerle “rostro humano” con lo cual además de ganarnos el beneplácito de los poderosos y mejorar nuestra economía, nos ahorramos muchos dolores. El “como si” implica asumir un menor número de víctimas en el altar del Moloch del mercado, pero admitir que, en cualquier caso las víctimas, aunque menos en número, van a ser necesarias. En el fondo es asumir que lo mismo da que el “como si” sea real o no. Para Pablo no es en absoluto lo mismo. Y entonces aparece toda esa semi-gnóstica muchedumbre, porque son muchos, de los que no hacen nada porque creen que ya están salvados y no han de hacer nada, o porque no se puede hacer nada, sino solo disfrutar del momento presente mientras dure (el dinero, se entiende), y que dure tanto como sea posible, porque “todo placer quiere eternidad” (Nietzsche).

Ineludiblemente habría que mentar aquí a san Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia y experto en nihilismo. Para Juan de la Cruz, hay que negarlo todo (Subida del Monte Carmelo. Libro Segundo, Cap. 27). No sólo los apetitos materiales, sino las pulsiones espirituales. No hacer caso de nada (Idem. Cap. 30). No creer en nada para no caer en no creer en la nada. Y negarlo todo porque sólo Dios es, y ese Dios no es el resultado de una proyección de nada humano, ni se identifica con ninguna de nuestras representaciones, materiales o espirituales. El mundo sensible es apariencia (“como si”), y la razón, de que tan orgullosa se siente la modernidad y la ilustración, se deja guiar fácilmente por ilusiones. Por eso desde la perspectiva de Juan de la Cruz el apego dionisíaco a la vida es una falacia.

En consecuencia, partiendo del “como si”, que es partir de la ilusión de la inmanencia, no se llega a nada. Uno se puede divertir con juegos de lenguaje o con teorías formales (matemáticas) basadas en unos axiomas indemostrables como punto de partida, pero eso no cambia la situación del oprimido, porque todos esos divertimentos ya los subvenciona el sistema y, si puede, los rentabiliza en su propio beneficio. Podemos disfrutar del arte, de la música, del sexo y de todo lo demás, pero ni siquiera con mucho esfuerzo personal puedes pasar al otro lado del puente (recordemos el cuento, llevado a la pantalla, de Graham Greene), porque es desde el otro lado desde donde se puede alzar el puente levadizo. Uno no se puede liberar a sí mismo, el superhombre no existe. Como decía Péguy, “entre lo natural y lo sobrenatural, no existe lugar para lo sobrehumano”. Ni con el desarrollo de la ciencia, y menos aún con el de la técnica, ni con el camino hacia dentro de uno mismo, léase introspección, se llega a algo nuevo que libere al pobre. Por eso, “despojémonos de toda esa borrachera” dice Pablo (Rm. 13, 13), porque la pretensión del crecimiento económico continuo y todos esos mitos económicos con los que nos lavan el cerebro a diario, no son sino una borrachera de autosuficiencia, arrogancia y autoengaño justificatorio. Y aquí no se trata de ciencia sino de ceguera voluntaria y endurecimiento de las entrañas ante el pobre y el desgraciado, como dice Juan parafraseando a Isaías (Jn. 12, 40): “ha cegado sus ojos y endurecido su corazón, para que no vean con los ojos ni comprendan con su corazón, ni se conviertan y yo los sane”. Ya podemos confiar en el mercado o esforzarnos con gran sacrificio por nuestra parte en subir al séptimo cielo para desde allí ver las cosas claras, todo eso es ingenuidad, como la de intentar aumentar la propia estatura tirándose de los pelos. La salvación está del otro lado: “Si el Señor no construye la casa…” (Sal. 127).

Y concluye Taubes en La teología política de Pablo: si Dios es Dios y está ahí, aunque no lo sintamos ni lo veamos, no podremos quitárnoslo de encima por más que rasquemos porque lo que se dice rascar, ya rascamos ya, aunque no sea pie con bola.

 

RDC Valencia, 24-26 de marzo de 2020.

Dejar un comentario