Por Gonzalo Haya
En las V Jornadas EFFA se ha celebrado una mesa redonda, abierta al diálogo, con la pregunta que me sirve de encabezado. Sentí mucho no poder asistir a esta mesa redonda, pero ahora deseo compartir algunas reflexiones.
La que quería Jesús
La respuesta espontánea de un cristiano es que soñamos con la Iglesia que quería Jesús. Pero al reflexionar caigo en la cuenta de que Jesús no quería ninguna Iglesia. Jesús proclamaba la realización del Reino de Dios; el cumplimiento de la Promesa hecha a los Patriarcas del judaísmo; la plenitud de los tiempos, con una sociedad fraterna basada en un amor gratuito.
Jesús sentía que este Reino ya estaba brotando, y que se cumpliría en su propia generación. En su vida encontró incomprensión y resistencias incluso entre sus discípulos, pero hasta el fin esperaba alguna intervención del Padre que transformara los corazones para recibir con entusiasmo esta sociedad fraterna.
Murió sintiéndose abandonado en su misión, pero el Padre no lo había abandonado; era precisamente su muerte en la cruz el signo que transformaría los corazones de sus discípulos para abrazar con entusiasmo el Proyecto del Reino, y difundirlo por todo el mundo conocido.
La que hubiera querido Jesús
Los discípulos sintieron que Jesús estaba vivo y que les alentaba a continuar con su Proyecto. Sin embargo, pronto cayeron en la cuenta de que las circunstancias mostraban una situación totalmente distinta a la que había vivido Jesús. Él esperaba una escatología inminente y formó a sus discípulos en una predicación itinerante, dejando la semilla en pequeños grupos dispersos. Ahora constataban que se prolongaba indefinidamente el regreso de Jesús, la Parusía que determinaría el final de este mundo (o de este tipo de mundo).
Surgieron los problemas. Las comunidades se multiplicaban dispersas por países de distintas culturas. El movimiento iniciado por Jesús se había mantenido en lo esencial dentro del marco del judaísmo, pero ahora eran más los nuevos cristianos que rechazaban claramente ese marco. Incluso los mismos evangelistas atribuyeron a Jesús mensajes bastante contradictorios.
Según el evangelio de Marcos, Jesús citó a los discípulos en Galilea para reiniciar allí su mensaje; Jerusalén y el Templo habían quedado rechazados en el símbolo de la maldición de la higuera.
Según el evangelio de Lucas, Jesús les indicó que se quedaran en Jerusalén para recibir al Espíritu Santo e iniciar desde allí la difusión de su Reino; y los discípulos continuaron orando en el Templo hasta Pentecostés.
¿Cómo hubiera resuelto Jesús esa nueva situación? Imposible saberlo. Hubo profundas discrepancias entre los discípulos. El concilio de Jerusalén estableció las bases para una aceptación mutua, que fue suficiente durante algún tiempo.
¿Cómo afrontamos nosotros la situación actual?
En veinte siglos de cristianismo la Iglesia ha experimentado grandes momentos de espiritualidad, pero también claros atropellos a lo más elemental del mensaje de Jesús, y ha cedido mucho ante los dos enemigos claves del Reino de Dios: el poder y el dinero.
¿Qué podemos hacer? Lo esencial es vivir y fomentar el Proyecto de Jesús, una sociedad fraterna basada en el amor; “Ubi caritas et amor Deus ibi est” donde hay amor verdadero, ahí está Dios. Y este Proyecto se cumplía en gran medida (no en plenitud), en tiempos de Jesús y ahora, no sólo entre sus discípulos sino en otros movimientos religiosos o sociales. Jesús corrigió a Juan porque había prohibido ejercer a un exorcista que no era de este grupo: “porque el que no está contra nosotros, está a favor de nosotros” (Mc 9,38-40; Lc 9,49-50).
Como cristianos, nos preocupa la Iglesia. Algunos hablan de una refundación basada en el mensaje de Jesús, pero ya hemos visto que ni los mismos discípulos se pusieron de acuerdo en los momentos de su fundación. Ante esta imposibilidad, otros hablan de una reforma; personalmente me parece un término muy desvaído que puede significar “cambiar algo para que todo quede igual”.
Yo preferiría el término deconstruir, que parece indicar un cambio radical sin dañar la estructura básica; pero las palabras son lo de menos.
Creo que el proceso de cambio se plantea a dos niveles, que deben influirse mutuamente para mantener la unidad: la Iglesia universal y las Iglesias locales. Y creo que el Papa Francisco está manteniendo un difícil equilibrio para introducir cambios sin romper la unidad de toda la Iglesia.
En cuanto a las Iglesias locales, una gran oportunidad se plantea ahora con el sínodo de la Amazonia. Un territorio casi virgen que se asemeja mucho a aquellos territorios vecinos que recorrió Jesús; incluso las circunstancias de la Amazonia obligan a repetir el modo evangélico de parejas seglares de misioneros itinerantes.
Otra oportunidad la estamos viviendo desde hace algunos años en pequeñas Iglesias locales o Comunidades de Base, tanto europeas como latinoamericanas, aunque con diversos rituales.
Estas Jornadas de Fe Adulta son una muestra de cristianos que nos reunimos como Iglesia para interpretar el mensaje de Jesús en nuestra cultura actual, y compartir el signo eucarístico como compromiso de amor fraterno.