Un suscriptor y amigo de México nos envía esta homilía del jesuita mexicano Pedro Reyes con esta nota: “me ha gustado porque permite leer los textos sin el pesimismo antropológico agustiniano tan afín a Ratzinger”. IV.
6º domingo del tiempo ordinario
Jeremías 17, 5-8; Salmo 1; 1Corintios 15, 12.16-20; Lucas 6, 17.20-26
“Maldito el hombre que confía en el hombre”, esta maldición con que inicia este fragmento de la profecía de Jeremías que escuchamos hoy, parece disonar cuando nos ponemos delante de un Dios que puso sus promesas en un hombre como Abraham, y una mujer como Sara, o delante de Jesús que tanto confió en nuestra humanidad, que no sólo se hizo uno de nosotros, de nuestra misma comunidad, sino también en ella uno de los pobres, de los que tenían que buscarse el pan de cada día con el trabajo de sus manos y la solidaridad de los demás. ¿Cómo podemos entonces pensar estas palabras del profeta, sin negar nuestra experiencia del Dios de Jesús?
Vista así, la maldición nos invita entonces a discernir entre dos modos de confianza: hay una confianza que se pone en el hombre como solitario, desligado de todas las demás personas, de Dios y de todas las criaturas. Es el hombre que confía solamente en su fuerza y mira receloso a su alrededor, buscando en los otros una amenaza a sus posesiones, a su propia manera de vivir, a su risa, a su seguridad y a su paz. Un hombre así, como Jesús pone en claro cuando se lamenta de los ricos y los ahora ríen y son alabados, está condenado, pues siempre llega el momento en que las fuerzas ya no dan para conseguir todo lo que se desea, en que no se pueden controlar todas las circunstancias de la vida para mantenernos siempre riendo y en que los momentos en que sale a la luz nuestra debilidad, se llevan con ellos todas las alabanzas y la admiración que en otros tiempos le pudieron tener. ¡Ay de aquel hombre o aquella mujer que viven en esa confianza, pues no durará y se encontrarán profundamente desesperados cuando lleguen los tiempos de reconocer con humildad que son de la misma tierra que todos los demás!
En cambio, hay otro modo de confianza en nuestra humanidad. Es una que no mira primero por calcular las propias fuerzas, para asegurar las propias risas, la alabanza ajena, el prestigio o la seguridad. Por el contrario, es una confianza que empieza mirando a los ojos del Padre, que confía en nosotros para que, con y como el Hijo, podamos trabajar por el alivio de toda hambre, el consuelo de toda lágrima y hacer brillar en la pobreza, la dicha de construir juntos un solo Reino, una sola comunidad. Es esa confianza que no pone la mirada solo en lo de hoy, ni proyecta el futuro como un destino solo individual o de los míos; se pone en un horizonte de un futuro que sí podamos vivir juntos y donde cada hoy es una oportunidad para entregarnos en el camino iniciado por otras y otros, donde todas y todos ellos caminan delante de nosotros junto con el Resucitado, para decirnos que es posible buscar lo que hoy nos parece imposible: el Reino del Padre, el Reino de hermanos y hermanas, el Reino de Dios.
Es a esa mirada resucitada a la que nos invita la profecía y el Evangelio hoy. Es esa mirada la que Pablo atestigua como herencia de todas las personas que compartimos la fe en Jesús. Es esa mirada resucitada la que nos abre la posibilidad de convertir nuestros desiertos en lugares de buenas corrientes, buenos árboles y buenos frutos, donde nuestros trabajos no quedan sin salario, nuestros esfuerzos no se desperdician sin recompensa, donde todo lo que pudimos hacer en bien de los hermanos y hermanas se convierte en semilla para lo que ya está creciendo: una comunidad donde la dicha sea la herencia de los pobres, seamos nosotros si nos llega la desgracia o los otros que encontramos a nuestro lado, porque no hay hermano ni hermana que vaya a abandonarlos a la vera del camino.