Por María Teresa García Fochs. Concluye hoy la serie de tres artículos que nos envió la autora sobre el destino definitivo de los restos de Franco. IV.
Al margen de los papeles más o menos importantes que pueda jugar la Catedral de la Almudena (atracción de turistas, símbolo señero del catolicismo de la capital y, por ende del país, edificio donde se han desarrollado acontecimientos históricos e incluso valor artístico, por muy discutible que sea), es de suponer que el más importante para los fieles es el de parroquia; y, como tal, su principal razón de ser es la de servir a sus feligreses a formarse en su fe y a perseverar en ella mientras dura su peregrinaje por éste, nuestro variopinto mundo, hasta llegar a alcanzar la gloria prometida. La página web de la Catedral, efectivamente, la identifica, también, como parroquia.
En dicha página, por cierto, podemos encontrar la referencia a los enterramientos en forma de oferta comercial, ya que se nos informa de que “el Templo dispone de columbarios para que las personas puedan depositar los restos de sus difuntos”. Sorprende la expresión “las personas puedan depositar”; no queda claro si es que hay otras entidades vivas con capacidad de tan sublime decisión, además de las personas, o si es que los que “no puedan depositar los restos” no son considerados como personas: lo primero sería un gran descubrimiento y debería ser publicado de inmediato en las principales publicaciones científicas; lo segundo, sería muy grave, ya que presumo que la mayoría de la gente no puede, efectivamente, tomar la decisión de marras, aunque mucho me temo que es por cuestiones pecuniarias y no por no ser personas.
Sea como fuere, no parece que éste vaya a ser el caso del cadáver de Franco; todo indica que a él se le reserva una tumba, no un columbario, como puede desprenderse del hecho de que su hija y su yerno están ya enterrados de esta forma. No hay más remedio que deducir, pese a quien pese, que como parroquia la Almudena sirve más a los poderosos que a sus feligreses y que, por si esto fuera poco, establece, entre ellos, jerarquías basadas en el poder económico; no es de extrañar que gran parte del clero de la capital ande soliviantado: los curas de a pie, los que sin duda aman a sus feligreses y temen defraudarlos y escandalizarlos, tienen toda la razón. Aparte de que, que yo sepa, los cementerios ya tienen, según el derecho canónico y la tradición cristiana, el estatus de tierra sagrada, aunque la catedral de la Almudena ofrece el plus de poder depositar los restos de los difuntos en un templo en el que “diariamente se reza por ellos”. Que yo sepa también, en la misa se reza por todos los difuntos, no sólo por los ricos. ¡Ay, ay, ay, que vamos a tener que repasar las cosas más elementales! Pero no acaba aquí la cuestión; hemos visto que la Almudena ofrece columbarios, pero descubrimos después que también hay tumbas; otra jerarquía más allá de la primera jerarquía ofrecida, una metajerarquía, podríamos llamarla. Demasiadas jerarquías me están pareciendo para los que se dicen seguidores de quien quiso acabar con todas las diferencias: “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni varón ni
mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús”. (Gálatas, 3:28) ¿Les suena?
Más aún: por si estas consideraciones fueran poco, resulta que la inhumación de Franco en un templo contraviene todas las leyes civiles y eclesiásticas además de las que ya hemos tomado en consideración –que bien podrían ser calificadas de humanas y divinas.
En 1789, Carlos III prohibió las sepulturas en iglesias por razones higiénicas, lo que se cumplió a partir de 1804, y aunque es cierto que la Iglesia puede y debe desobedecer las leyes civiles si son injustas, es evidente que ninguna ley que proteja la salubridad pública lo es: no debiera, por lo tanto, ser necesaria ninguna otra ley; o habrá que recordar que hay que “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios?” (Mateo, 22:21).
Ninguna excusa hay, por otra parte, para desobedecer abiertamente las propias normas eclesiásticas, y se da la circunstancia que el Concilio Ecuménico Vaticano II determinó que solamente el Papa, los cardenales y los obispos podían ser enterrados en un templo, lo que quedó fijado en 1983. Desde entonces, el canon 1242 del Derecho Canónico prescribe, además, que “no deben enterrarse cadáveres en la iglesia a no ser que se trate del Romano Pontífice o de sus propios cardenales u obispos diocesanos, incluso eméritos”, y el 1239, que nadie, ni siquiera el Papa, puede ser enterrado bajo un altar; caso de serlo, no se podría celebrar misa en él.
Es a todas luces evidente que el Concilio Vaticano II optó por acabar con los privilegios que antaño había tenido ricos y aristócratas; y, sin embargo, asistimos ahora, atónitos, a la resurrección, e incluso vindicación, de estos privilegios: la regresión es inequívoca, y ante ella, no sólo es lícito, sino completamente necesario, que los fieles se opongan a tamaño despropósito, del cual ya hemos visto que infringe todas las leyes civiles y eclesiásticas, además de suponer un descrédito del catolicismo y un seguro desengaño de los fieles. “Ay de aquél que escandalice, más le valiera que le ataran una rueda de molino al cuello y lo arrojaran al mar” (Lucas, 17:1-16).
Desde luego el Cardenal Osoro tiene razón en una cosa: no le puede negar la sepultura a un cristiano y, aunque pueda parecer una broma, no podemos dudar de que Franco lo era; estaba bautizado y nunca fue excomulgado. Ahora bien, el Derecho Canónico prevé, la inhumación de los fieles que no son papas, cardenales ni obispos “en el cementerio cristiano que ellos elijan” y, como es obvio que Franco no puede elegir, convendrá que lo haga el pueblo representado por el Gobierno. La voluntad de la familia no se ajusta a derecho –ni al civil ni al canónico– ni a la conveniencia, ni al sentido común, siendo, además, inaceptable para los cristianos.
Visto lo visto, y considerando que Franco tiene derecho a reposar en un cementerio cristiano, probablemente lo mejor sea proceder al enterramiento del dictador en el cementerio de Mingorubio, donde ya yace la que fuera su esposa, para que espere allí el juicio final –el de la historia ya lo ha tenido, y ha sido duro– encomendado a la infinita misericordia de Dios, que tanto va a necesitar, y reposando en paz.
Y, si no es mucho pedir, dejándonos también en paz a nosotros.
El pasado día 4 de octubre, ocho eurodiputados españoles pidieron entrevista, a las más altas instancias vaticanas, para hablar del asunto: Clara Aguilera del PSOE, Izaskun Bilbao del PNV, Ana Miranda del BNG, Jordi Solé i Josep M. Terricabras de ERC, Ramon Tremosa del PdCat, Miguel Urban de Podemos y Ernest Urtasun de ICV. Ante la ausencia de respuesta –por lo menos oficial o conocida-, el Gobierno Español ha enviado, posteriormente, a la vicepresidenta Carmen Calvo a parlamentar con tan altos dignatarios. Resultado: el Vaticano no se moja y deja las cosas tal como las había planteado Osoro. Sorprende tanta desfachatez, la verdad; pues lo cierto es que se le puede acusar, como mínimo, de doble moral, ya que están negando sus propias leyes o –mucho peor- reconociendo que no se aplican igual a todo el mundo. Nihil novum sub sole, desde luego; no debiera sorprendernos, en realidad, lo que ya es una costumbre secular, inveterada, de la diplomacia vaticana. Nada que añadir ni comentar pues, aparte de expresar nuestras sentidas condolencias a los cristianos progresistas, víctimas, sin duda, del desaguisado.
Franco qui tollis peccata mundi
Cabe considerar, sin embargo, algunas cuestiones que no conviene dejar en el tintero. A saber: aunque la prensa haya divulgado que la conversación mantenida entre la ministra Carmen Calvo y el Cardenal Pietro Parolín -segundo del Papa- versó sobre todo acerca del entierro de Franco, no podemos perder de vista el hecho de que se habló de otros temas que indudablemente interesan mucho más a la iglesia; así lo reconocía la portavoz del Gobierno Isabel Celaá, que se refirió a “un largo listado de temas sobre la mesa”. Vale la pena echarles una ojeada, por lo menos a unos cuantos: concretamente, a las inmatriculaciones de edificios, a la exigencia de la exención del IBI por parte de la iglesia y a la del Gobierno de España sobre los casos de pederastia. Sorprende la poca información que se ha dado sobre estos temas, que no sólo formaban parte del paquete de cuestiones a tratar sino que, con toda probabilidad, importan –sobre todo a una de las partes- mucho más que un cadáver, por mucho que sea el de una persona que ha jugado un papel importante en la historia.
Las inmatriculaciones son posibles al amparo de una ley de 1946, que se reformó, amplió i impulso en 1998, durante la presidencia de José María Aznar, lo que propició que la Iglesia pudiera actuar como un ente público i registrara edificios a su nombre, muchas veces sin acreditación alguna de propiedad. Aunque no se ha publicado el número de edificios afectados, se calcula que pueden ser unos 40.000 y, si para muestra vale un botón, baste con considerar que la inmatriculación de la Mezquita de Córdoba costó 30 euros en 2015, aunque, al respecto, hay que decir que una comisión de expertos ha emitido informe, al Ayuntamiento de la ciudad, demostrando que el monumento jamás ha sido propiedad de la Iglesia Católica i que, por lo tanto, no procede.
Pasemos a otro de los temas tratados durante la entrevista: la exigencia, por parte de la Iglesia, de la exención del pago del IBI. Fue en diciembre de 2013 cuando el pleno del Tribunal Constitucional avaló la decisión de eximir, del pago del Impuesto de Bienes Inmuebles, a todos los edificios cuya propiedad corresponde a la Iglesia Católica; se remitía, como fundamento, al Concordato de 1979. Ahora bien: la resolución del 39º Congreso del PSOE, partido que hoy gobierna España, incluía la exigencia del pago del IBI i del IAE (Impuesto sobre Actividades Económicas) para todas las que generen ingresos monetarios.
Un tema más aún –y peliagudo donde los haya!- ha sido tratado en la interesantísima reunión: el anuncio de la intención del Gobierno de legislar en favor de que los delitos de pederastia no prescriban. La legislación vaticana actual prevé la prescripción a los 25 años después de la mayoría de edad de la víctima; el gobierno, sin embargo, en atención a la enorme dificultad que entraña el hecho de llegar a ser capaz de denunciar el hecho, estima oportuno alargar indefinidamente el derecho a hacerlo y prever, en consecuencia, que el delito no prescriba.
La vicepresidenta Carmen Calvo ha negado rotundamente que los temas referidos hayan sido utilizados por el Vaticano, como moneda de cambio, para conseguir su veredicto contrario al entierro de Franco en La Almudena. Son ustedes muy libres para creerlo o no. La hipótesis de que el cadáver del dictador pueda servir para “lavar los pecados” no exactamente del mundo, pero sí de España, queda, de todas maneras, abierta; sería la última desgracia que Franco habría acarreado al país.