Por Jorge Costadoat, profesor de Teología en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
En este reciente artículo, publicado en su blog de Religión Digital, remacha el tema de la reforma de estructuras en la Iglesia Católica, en el que se centra el último número de Iglesia Viva. IV.
La Iglesia Católica en Chile declina. Entre los años 2006 y 2019 las personas que se identificaban con ella han disminuido prácticamente en un tercio (Encuesta Bicentenario, PUC). Es difícil encontrar un caso parecido en el mundo.
Las causas de esta crisis son varias, aunque es evidente que los escándalos por los abusos sexuales del clero y su encubrimiento debe ser la principal. Si los ministros de la fe no somos creíbles, los católicos partirán a buscar la confianza en Dios en otra parte o habrán dejado la fe para siempre. Pero la fuga de los católicos tiene también otras causas. Desde hace muchos años se constata en la Iglesia un foso de distancia e incomprensión entre los fieles y sus pastores. Estas causas son doctrinales y estructurales.
En Chile, también en el campo doctrinal, la jerarquía eclesiástica se ha opuesto, desde 1998 en adelante, a una serie de leyes y decretos concernientes al género, a la moral de la vida, a la sexualidad, a la educación de los niños en los colegios, a menudo en contra del sentir y pensar de los fieles.
Además de doctrinales, los problemas son estructurales. La institución eclesiástica es regida por una casta de sacerdotes varones que se autogenera. Ningún laico participa en la elección de sus autoridades. Los sacerdotes, obispos y cardenales dan cuenta de su desempeño solo a los superiores de quienes depende su carrera eclesiástica, pero nunca ante las comunidades cristianas. ¿No tendrían los mismos papas que responder ante alguna autoridad colegiada en casos, por ejemplo, de acusaciones de abusos de poder?
Las autoridades eclesiásticas no tienen por cierto la obligación de dar explicaciones de sus actos a los laicos. Así, la experiencia de Dios de la inmensa mayoría de los católicos no es considerada a la hora de compartir, revisar y recrear la doctrina que haga inteligible y vivible el Evangelio, ni de influir en el gobierno de la Iglesia.
La Iglesia Católica se encuentra en caída en momentos cruciales para escuchar a Dios. En una sociedad que valora el discernimiento de las personas, que sube los estándares de gestión y se esfuerza en dar su lugar a las mujeres, la institución eclesiástica suele ser un testimonio contra la dignidad de la persona. La situación es grave porque no se avizora cambio alguno. Por el contrario, el estamento gubernamental de la Iglesia parece haber perdido su capacidad de reforma.
En estas circunstancias, nuestro país corre el riesgo de extraviar la tradición religiosa de humanidad más importante en cinco siglos. ¿Qué cultura o institución pudiere a futuro reconocer que los niños que vienen al mundo son hijas e hijos de Dios, que existe un perdón incondicional y que no hay nada más grande que amar al próximo como Jesús lo amó? Para los cristianos lo fundamental será siempre transmitir el Evangelio persona a persona mediante testimonios inspirados por Jesús, la Virgen, los mártires y los santos. Pero este tipo de amor cristiano no llegará muy lejos, no podrá pasar a las siguientes generaciones, sin una renovación de la tradición milenaria de la Iglesia.
Tal vez el panorama no sea tan dramático. No debiera serlo si los laicos, en vez de esperar los cambios desde arriba, comienzan a realizarlos con creatividad y entrega. No requieren de permiso alguno, porque inventar nuevas vías para comunicar el sentido profundo del Evangelio es su carga y su derecho. Si toman la iniciativa, quizás nosotros los sacerdotes podremos ponernos a su servicio como quiso que se hiciera el Concilio Vaticano II.