Hace nueve años, en la Pascua de 2011 se inició un diálogo entre Pilar Rahola y José Ignacio González Faus que Iglesia Viva publicó en su número 251 (2012) con el título Dios y sus cosas. Esta pascua, marcada por el confinamiento del coronavirus se ha vuelto a reproducir este diálogo en la Vanguardia, con tres artículos que publicamos juntos. IV.
PILAR RAHOLA
Como ya he expresado en múltiples ocasiones, tengo un gran respeto por las convicciones religiosas, especialmente cuando no son fruto de una simple inercia familiar, sino la consecuencia de un viaje espiritual personal. Siempre he creído que las personas que han hecho del recorrido espiritual una fuente de conocimiento acumulan valores de enorme trascendencia que traspasan los límites de la religión y aterrizan en la sociedad.
Y como lectora de textos sagrados desde mi mirada de no creyente, estoy convencida de que no hay lectura más profunda porque, más allá de la fe y de la creencia en una vida posterior, las escrituras sagradas están repletas de reflexiones trascendentes que trastornan las verdades aprendidas, replantean los hábitos y nos obligan a cuestionarnos. Personalmente retorno a menudo a la lectura del libro de Job, uno de los textos bíblicos más bonitos y luminosos de toda la historia de la literatura, y nunca salgo indemne de la catarsis que representa. Si las escrituras religiosas (e incluso el ritual de la oración) se miran como una introspección de los abismos del ser humano y de la humanidad al completo, son una auténtica universidad del pensamiento.
Pienso, por ejemplo, en el día de la Pascua Florida, un día glorioso para toda la comunidad cristiana, no en vano es la culminación de la fe a través de la idea central de la resurrección de Jesús, que demostraría su naturaleza divina. Para los ateos, agnósticos y el resto de las personas que, como yo, vivimos huérfanos de esa alentadora convicción, la idea de la resurrección no nos sirve para tranquilizar los miedos del alma. Hace falta la fe, y ese es un delicado producto que no se compra en la tienda. Sin embargo, incluso sin la creencia, podemos extraer una auténtica lección de vida de cada acontecimiento religioso, porque tengo la convicción de que no hay nada más humano que aquello que atañe a Dios. Y de la Pascua de Resurrección extraigo el concepto más revolucionario de todos, la clave de bóveda para renovar la vida: la esperanza. La resurrección de Jesús, aquel “estaré con vosotros siempre, hasta el fin de los tiempos” que narra el Evangelio de san Mateo y que busca apaciguar la enorme soledad del ser humano, es, fundamentalmente eso, una sobrecarga de esperanza. Y, con la esperanza, la idea de que el camino de la vida tiene sentido por él mismo, más allá de los pasos. Esta es la metáfora que nos regala la Pascua Florida, en estos días de desconcierto y de incertidumbre: que todo se renueva y resurge si nos acompaña la fuerza indestructible de la esperanza.
(La Vanguardia 12 abril 2020)
Carta de J. I. GONZÁLEZ FAUS a PILAR RAHOLA
Querida Pilar:
Nuestros anteriores diálogos comenzaron a partir de una columna tuya un domingo de Pascua. Este comienza igual aunque creo que no será tan largo porque ya no estoy en el equipo. En cualquier caso gracias por tu columna del pasado domingo. Gracias por proclamar que eso de Dios tiene que ver con lo mejor de nosotros. Eso nos une a creyentes como yo e increyentes como tú.
Leyendo tu columna recordé la narración de los discípulos de Emaús en el capítulo 24 de Lucas: aquellos hombres “incrédulos” llevan tan dentro el problema que, aunque hablan a uno que creen ajeno a todo lo que ha sucedido, empiezan a decir que si es el tercer día, que si las mujeres han ido al sepulcro… Un desconocido no podría entender nada de eso; pero es que ellos llevaban dentro el problema. Pensé que a ti muchos tampoco te iban a entender cuando hablas así de Dios; pero es que llevas dentro el tema.
Creyentes y no creyentes nos encontramos en un dilema parecido. Puedo aceptar como razonable que alguien me diga que ante la experiencia de ausencia de Dios en este mundo, malo y cruel, no puede creer. Pero tendrá que tomar postura: o, negada la realidad de todo Fundamento Absoluto para los grandes valores humanos, opta por no someterse a ellos y utilizarlos solo según le convenga o, vista la experiencia de una como “chispa de absoluto” en el ser humano (en la dignidad, en la solidaridad, en el respeto, en el amor, en la interpelación de cualquier rostro sufriente), opta por someterse a la llamada de esos valores humanos, aunque esto tenga su precio. En la primera postura estaremos ante un increyente total. En la segunda nos encontramos ante un increyente con algo de creyente (esa apuesta no evidente por la absolutez de los valores humanos).
Los creyentes se encuentran ante un dilema bastante similar: o afirman a Dios como un Absoluto del que se sienten propietarios y del que pueden disponer a su gusto o, reconociendo la propia pequeñez y relatividad, optan por someterse incondicionalmente a ese Dios en el que dicen creer. En el primer caso estaremos ante un creyente idólatra (la Biblia que tú dices leer, y el maestro Juan de la Cruz, insisten mucho en que la peor idolatría no es adorar a un ídolo falso, sino adorar falsamente al Dios verdadero). En la segunda postura nos encontramos remitidos a este principio elemental: a Dios hay que honrarle como Él quiere ser honrado, no como nos gustaría honrarle a nosotros. Y lo que Dios pide, según el texto bíblico es: “quiero misericordia y no culto”; “no necesito vuestras ofrendas”; “lo que el Señor reclama de ti es que practiques la justicia, que ames de verdad, con ternura, y camines humildemente”; o “a Mí me lo haces siempre que des al necesitado pan, casa, vestido, compañía…”.
Al escribirte esto, no puedo sino reconocer lo muy lejos que estamos los cristianos de palabras como esas que superan las posibilidades de nuestro ego. Eso nos hace sabernos remitidos a Dios de otra manera y nos obliga a proclamar que, si hemos hecho algo así, es más un regalo recibido del que no podemos presumir, que un mérito nuestro.
Hecha esta aclaración, los ejemplos están demasiado a mano: si la autoridad legítima ordena (en una situación excepcional y por razones sanitarias) no celebrar los oficios de Semana Santa, la voluntad de Dios es que no se celebren. Si alguien pretende que dar culto a Dios es más importante que obedecer esas normas (que, en definitiva son normas de solidaridad), estará cometiendo un acto de idolatría (solo Él sabrá si también de egolatría). Si luego la policía le vacía la catedral y le multa, deberá reconocer que actúan con razón. Y quien comentó interesadamente: “antes nos quemaban las iglesias y ahora nos las vacían”, necesita que alguien le diga fraternalmente que ese comentario es una falta grave de caridad, objetivamente hablando (subjetivamente, puede que no lo sea).
Si ahora volvemos al relato de Lucas citado al principio, recordarás que cuando la pareja llega a su destino y el desconocido hace ademán de continuar, le dicen: “quédate con nosotros, que anochece ya”. La narración es hábil: pues, en ese momento, el lector adivina que aquello va a terminar bien. Tengo la sensación de que la columna tuya que comento era como decirle al Desconocido: “quédate en casa”.
Luego mientras cenan, el relato prosigue (con las mismas palabras que narran la institución de la eucaristía): “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió…”. Pero ahora no sigue lo “tomad y comed” sino que a esos discípulos “se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Los relatos pascuales de los evangelios coinciden en esto: el Crucificado que se presenta allí es irreconocible para nosotros. Hace falta una iniciativa y un gesto suyo, acomodado a cada persona y situación, para se abran nuestros ojos. Unas veces será partir el pan, o llamar por su nombre a María, o poder pescar…
En la iglesia de hoy hemos perdido mucho esa capacidad para encontrar el gesto que necesita cada persona, cada situación, cada cultura. Y que no tiene nada que ver con una permisividad fácil sino con algo mucho más hondo.
La narración comenta que, al abrírseles los ojos, se dieron cuenta de cómo su corazón ardía desde mucho antes. Pienso, hermana Pilar, que si escribes columnas como la del pasado domingo es porque tu corazón “está ardiendo ya” como el de aquellos discípulos. Creo que eso basta: no apagues ese fuego. Solo el Misterio Infinito sabe si algún día encontrarás ese gesto que acabe de abrir tus ojos. Te lo deseo. Pero me parece más importante repetirte: “no apagues ese fuego”.
(La Vanguardia 19 abril 2020)
Carta de PILAR RAHOLA a JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS
Querido José Ignacio, no sabes cuán feliz me hace recuperar nuestra correspondencia. De Pascua a Pascua, con unos años de por medio, pero, por suerte, recuperada. Te agradezco la estima y el honor de dedicarme tus reflexiones, siempre tan profundas. Ojalá tu fe me iluminara como lo hace tu pensamiento, pero ya sabes que ese es un viaje en soledad, que sólo puede emprenderlo uno mismo.
Sin embargo, creo que la ausencia de fe no me impide caminar por un territorio común, ese imaginario trascendente que nos eleva por encima de los miedos y las mezquindades y nos recuerda la necesidad de someternos a los grandes valores que dan sentido a la vida. Entre los creyentes idólatras que señalas –esos que imponen al Dios dogmático y prepotente– y los que usan la negación de Dios para negar el compromiso con el ser humano, hay un mundo entero de encuentros, complicidades y mutuo reconocimiento, donde creer o no creer es algo muy relativo. Ese es el punto en que la idea de Dios se convierte en algo tangible y, sobre todo, humano. Puede que me resulte difícil creer en el concepto de divinidad, pero soy capaz de percibir la luminosidad que esa idea emana. El corazón ardiente, que planteas… Es el Dios de la primera epístola de San Juan, luz, justicia, amor, ese Dios que no puede ser amado si no se ama al prójimo. Y esa idea, querido amigo, la idea del otro como semejante, es, probablemente, la más revolucionaria de la historia de la humanidad.
Por supuesto, estoy de acuerdo en que los cristianos –con nobles excepciones– están muy lejos de asumir, en toda su profundidad, el tesoro que reciben a través de su fe, ese entramado de valores profundos capaz de cambiar el paradigma del mal. Quizás porque, para muchos, la fe no es un agitado viaje interior, sino una costumbre ambiental. Ojalá la Iglesia recupere, como reclamas, “esa capacidad para encontrar el gesto que necesita cada persona”, porque los valores del mensaje de Jesús, más allá de su carga espiritual, son imprescindibles para nuestra sociedad. Creyentes o descreídos, ambos mundos necesitamos que esos valores triunfen. Pero para que ello ocurra, la Iglesia debe alejarse de la arrogancia de la púrpura y bajar al duro asfalto, allí donde la fe se convierte en un compromiso social. Lo mismo diría para los no creyentes, cuya ausencia de Dios no debe impedir la presencia de ese compromiso. Si no nos une la fe en Dios, querido amigo, que nos una la fe en el ser humano. Quizás esa es otra forma de creer en Dios, esa “chispa del absoluto” que nos trasciende más allá de nuestras miserias.
La Vanguardia 26 de abril 2020