Javier Elzo, sociólogo, es colaborador de Iglesia Viva desde hace tiempo. En su felicitación navideña recurre este año a Marcel Gauchet, con quien ya publicamos una conversación en el número 228. Este historiador y filósofo entendió como pocos el carácter “de salida” al mundo que implica la encarnación en el cristianismo. IV.
El año 1985, el pensador francés Marcel Gauchet significó al cristianismo “como la religión de la salida de la religión”. Pero, ante la confusión creada, Gauchet explica que no se entienda la expresión como si “la gente ya no creyera en Dios. ¡Realmente no creían más en otros tiempos! (….) La salida de la religión es la salida de la organización religiosa del mundo”, esto es: la religión no dicta ya la organización de la sociedad, lo que es otra cosa bien distinta. Esto, concluye Gauchet, es lo que permite hablar del advenimiento de la democracia, pero solamente en regiones de cultura y religión cristiana, y no en la musulmana o judía ortodoxa, apostillará.
Pues, añade:
“lo que es determinante en el caso cristiano, es el propio Cristo. La idea de la encarnación no brilla por su racionalidad. La idea de un solo Dios parece incompatible con la idea de un Dios delegado que ejerza de intermediario. Es posible que (Dios) necesite un mensajero, como Moisés en los judíos o Mahoma en el caso del islam, pero con Cristo se trata de otra cosa, un enviado que es, él mismo, Dios. Un Dios que toma la forma de hombre. Pero esta extraña idea tiene un efecto importante. La encarnación obliga a concebir una alteridad radical de Dios (del Dios extraterrestre de Yahvé y de Alá). ¿Qué (quién) es este Dios que nos habla desde el interior de nuestro mundo de los hombres y que, por lo tanto, aparece completamente exterior al Dios de Yahvé y de Alá?”.
A Marcel Gauchet el Dios de los cristianos le resulta incomprensible. En realidad, le es imposible de concebirlo cuando la idea de Dios, su idea de Dios, se limita a la de un extraterrestre, omnipotente, que todo lo ve y lo juzga, que dicta, soberanamente, lo bueno y lo malo, como la idea del Dios de los vascos antes de la cristianización de Euskadi: “Jaungoikoa”, el Señor de arriba. Pero a Gauchet la idea de un Dios hombre, hombre y Dios, de un Dios humano, de un Dios que nos habla desde la entraña misma de nuestra humanidad, aunque extraño pues ese Dios no ha salido de la categoría del Dios extraterrestre, le permite dar el salto a la autonomía de las realidades terrestres, utilizando, yo aquí, la expresión de Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, el Dios que no elimina la autonomía de la persona humana, mujer y hombre, y permite el advenimiento de la deliberación, de la discusión, incluso la posibilidad del NO a la religión, si esa es la opción de cada uno, el Dios que supera la teocracia para el advenimiento de la democracia.
Escribirá Gauchet en su blog que
“Cristo viene simplemente para testimoniar el interés del Padre por la salvación de los hombres. No nos dice inmediatamente lo que hay que hacer, sino que hay que pensar en otro mundo. La encarnación de Cristo, continua Gauchet, es portador de toda una serie de desarrollos potenciales que necesitarán siglos y siglos para expresarse, pero que permitirán, paso a paso, la emergencia de un mundo humano autónomo a partir del mundo religioso. No hay nada sorprendente, para un cristiano convencido, pensar, sin dejar de ser perfectamente cristiano, que los hombres hacen su ley, que las relaciones entre ellos son un área y que lo que conecta a cada individuo a Dios, es otra”.
Es lo que, personalmente, siguiendo a Peter Berger, entiendo como la necesidad, y la virtud, de superar el dualismo entre lo sagrado y lo profano, como si de dos compartimentos estanco se tratara. Por ejemplo: si nos encontramos mal, rezamos, sí, pero vamos al médico, también.
Así descubrimos la autopista que, al menos los occidentales, tenemos para acceder a Dios, para entender a Dios, para sentir Dios: la persona humana de Jesús de Nazaret, que todas las navidades celebramos como hijo de José y de María, y que manifestaba tener una relación especial con Dios Padre al que, en su idioma, el arameo, denominaba Abba, expresión cariñosa de cercanía y consideración con el padre, con quien mantiene una particular proximidad que, en el lenguaje del siglo V, denominan consustancial al Padre en su divinidad. Esta relación del hijo Dios con su padre Dios, conforma, junto al Espíritu Santo, Dios, el gran misterio de la divinidad de nuestro Dios. Sí, gran misterio, para el que las palabras se quedan cortas. Todas las palabras. Absolutamente todas. Como ante la música, permítaseme el salto en el vacío, que la definía Steiner como el ámbito a donde no llegan las palabras. Pero no por ello la música es menos real, menos perceptible, menos vibrante. Aunque algunos vibren más que otros ante la música, y según qué música. Como ante Dios y según qué Dios.
Hace más de un siglo un teólogo biblista dijo que nosotros creemos porque otros creyeron antes que nosotros. Pero hay más que eso. Otros, los compañeros de Jesús en su corta vida, tras el fiasco de su ejecución, al poco, tuvieron la experiencia vívida de que Jesús seguía con ellos de alguna manera. Seguían experimentando, vivo, al Jesús ejecutado. Decían que Dios le había resucitado. Así, no se dispersaron del todo, sino que conformaron núcleos de seguidores de Jesús, aquí y allá, y muy pronto, de boca en boca, se fueron pasando dichos y hechos de Jesús hasta que, ya muertos los compañeros de Jesús, decidieron poner por escrito esos hechos y dichos de Jesús. Y en esos textos, Jesús nos muestra donde podemos encontrarle, donde está Dios.
Por ejemplo, en la parábola del juicio final leemos en Mateo 25:
“Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.” (…) “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.”
Este inmenso texto, que algunos denominan el evangelio de los ateos, es la otra autopista que nos lleva a Dios. Jesús, para los cristianos, es como nuestro hermano mayor y todo lo que hacemos a los necesitados, del tipo que sea, se lo estamos haciendo a sus hermanos menores, sobre todo a las mujeres y a los hombres en necesidad.
Dios no es el señor con barba blanca que está allá, tras las nubes en los cielos, representado a veces como un triángulo que encierra un ojo que todo lo ve. Dios, a los cristianos, se nos manifiesta en la persona de Jesús de Nazaret, en su experiencia vital con Abba, su Padre, que creó el mundo por Amor y que en la encarnación en Jesús, supera el Dios extraterrestre, autonomiza al género humano (que le puede decir NO) y nos dice que le amemos; que le amemos en nuestros hermanos, particularmente en los más necesitados, porque, –lo vio bien Juan el evangelista, el discípulo amado, nos dicen los evangelios–.no se puede amar a Dios a quien no se ve, a quien nadie ha visto nunca jamás, si no se ama al prójimo que está al lado. Porque, decimos los cristianos, que Dios está en Jesús, sí, en la Trinidad, sí, y está también aquí cerca, al lado para el que quiera ver: en el que tiene hambre, está sediento, desnudo, expatriado, injustamente vituperado, en la cárcel, enfermo, solo…. Para descubrir ese Dios no es preciso ser cristiano. Pues es ahí, precisamente ahí, en la fraternidad universal, donde, nos dicen Schiller-Beethoven, que “todos los hombres vuelven a ser hermanos”.
En el curso de un debate el año 2007, entre el entonces Decano de la Facultad de Teología de Lyon, Henri Cazelle y el filósofo ateo, André Comte-Sponville, este último afirmó:
“Cazelle y yo no estamos separados más que por lo que ignoramos: ni él ni yo sabemos si Dios existe… aunque él crea en Dios y yo no. Pero estaríamos locos si concediéramos más importancia a lo que ignoramos, y nos separa, que a lo que ya sabemos, tanto él como yo, y que nos reúne (…), a saber, la fidelidad común a lo mejor que la humanidad ha producido o recibido”.
¡Eguberri On!, ¡Feliz Navidad, ¡Feliç Nadal!, ¡Joyeux Noël!
Donostia San Sebastián, Navidad de 2018
Javier Elzo