La Iglesia italiana: de Camilo Ruini al Don Camilo de Francisco

La Iglesia italiana: de Camilo Ruini al Don Camilo de Francisco

Francisco sonríeEn 1984 Joaquín García Roca, en su famoso artículo El quehacer de la Iglesia española en la actual situación socio-política contraponía los planes pastorales de la Iglesia española, que intentaban acomodarse al modelo ya dominante de la iglesia polaca, con los de la Iglesia italiana que aún creían en que había de partir de una realidad en crisis. Pero un año después, en el Congreso eclesial de Loreto, de mano de Camilo Ruini, se impuso la línea de Wojtyla que partía de los principios inmutables.

A los 30 años, en el reciente Congreso decenal de Florencia, el papa Francisco le ha dado una buena sacudida a la iglesia italiana.

 

Si el Papa pide trabajar sobre un texto de hace dos años

 Francisco en Florencia invitó a la Iglesia italiana a reflexionar sinodalmente a todos los niveles sobre la exhortación apostólicaEvangelii gaudium”, publicada en noviembre de 2013. Evidentemente considera que no se ha hecho bastante

ANDREA TORNIELLI en Vatican Insider

 

Francisco no fue a dar recetas a los «estados generales» de la Iglesia italiana, ni tampoco a presentar un «proyecto bergogliano» con el cual sustituir otros proyectos o cerrar viejas estaciones eclesiales. Sin embargo, sus palabras representan un parteaguas. En su largo y articulado discurso [ver texto completo en español], pronunciado bajo la cúpula del “Duomo” de Florencia, con el fresco del Juicio Universal, el Papa propuso a la Iglesia italiana un minimalismo evangélico centrado en la mirada de la humanidad de Jesús, en la predilección por los pobres y en la apertura al diálogo y a la confrontación con todos. No hizo discursos abstractos sobre el «humanismo», sino que utilizó palabras  «simples y prácticas». Indicó tres sentimientos de Jesús (la humildad, el interés por la felicidad del otro, la beatitud evangélica) y puso en guardia sobre las tentaciones de confiar «en las estructuras, en las organizaciones, en las planificaciones perfectas porque son abstractas», y en una fe «encerrada en el subjetivismo».

Al trazar el camino, Francisco sugiere a todos dirigir la mirada al «cristianismo genérico» del pueblo de Dios, incluso en donde haya un pequeño rebaño un poco destartalado, en lugar de apostar por movimientos organizados, por las élites de asalto, por los proyectos que creen influir el pensamiento de masa mediante las «batallas culturales».

Pero esta vez, la verdadera noticia se encontraba en las últimas líneas del texto. Francisco, después de haber repetido que no será él quien trace el nuevo recorrido de la Iglesia italiana (sino de los mismos religiosos italianos), hizo una única petición: «En cada comunidad, en cada parroquia, en cada diócesis, traten de poner en marcha, sinodalmente, una profundización de la ‘Evangelii gaudium’, para obtener de ella los criterios prácticos y para realizar sus disposiciones». Esta exhortación, un verdadero documento programático del Pontificado, fue publicada hace dos años. Si el Pontífice invita a retomar ese texto, evidentemente considera que la Iglesia italiana no lo ha hecho o no lo suficiente.

No es una cuestión de consignas. No se trata de sustituir en los discursos de siempre los «valores no negociables» con los «pobres» o las «periferias», así como tampoco volver a escribir los currícula para candidatos a obispo poniendo en primer lugar las horas que pasan en los comedores de las Cáritas. La «conversión pastoral» que Francisco indica con su Pontificado es algo mucho más simple y, al mismo tiempo, más radical. Es una Iglesia «inquieta» que se sabe poner en discusión por el Evangelio, que abandona cualquier colateralismo, cualquier «sustituto de poder, de imagen, de dinero». Una Iglesia que no se duerme en los laureles de la propia hegemonía, de sus seguridades económicas y estructurales.

Después de los congresos de Loreto (1985), Palermo (1995) y Verona (2006), por primera vez en treinta años los «estados generales» de la Iglesia italiana se llevaron a cabo sin la guía del cardenal Camillo Ruini. Pero esta vez estaba presente un don Camilo. Pero era ese párroco que se volvió famoso gracias a los cuentos de Guareschi, el «pobre sacerdote de campo que conoce a sus parroquianos uno por uno, que los ama, sabe sus dolores y sus alegrías, que sufre y sabe reír con ellos» [de las palabras dedicadas por Francisco en su discurso a evocar la novela y película de Guareschi].

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Más información en Religión Digital y extractos en español:

José Manuel Vidal: La visita del papa a Florencia el martes 10.

Los nombres de Dios

Los nombres de Dios

Carlos Barberá

Por Carlos F. Barberá, teólogo, suscriptor de Iglesia Viva.

Se sabe que en la tradición musulmana Dios tiene 99 nombres que se extienden en una larga lista encabezada por El Misericordioso y terminada por El Paciente. La espiritualidad cristiana ha utilizado también calificativos muy variados pero al mismo tiempo no han faltado las voces manifestando su insuficiencia o incluso su irracionalidad.

Marius Torres, el poeta catalán muerto en 1942, cuya poesía estuvo recorrida siempre por una vena mística, escribió un poema que reproduzco en su idioma original y en una traducción que acaso sea innecesaria. Se titulaba Els noms y lo encabezaba una cita de Fray Luis de León:

Si el nombre es imagen que sustituye por cuyo es, ¿qué nombre de voz o qué acepción de entendimiento puede llegar a ser imagen de Dios?

 

Tots aquets noms obscurs, resats amb avidesa
pels llavis dels covards, els folls, els moribunds
en el Nom sense nom de la teva grandesa
com els rius en la mar deuen negar-se junts…
Tan enlaire com ets, Senyor, ¿quin mot podria
empresonar el teu infinit en el seu punt?
Però t´hem de cridar; y al teu davant un dia
tot home es un covard, un foll i un moribund.
I encara t´encarnem en pressagis i en faules
i el teu silenci inmens profanem amb paraules
que mai no poden ser paraules de tothom.
Si ens fan errar l´orgull, l´amor, l´impaciència,
perdona´ns i sonriu, arcana providència,
Tu que ens has fet, o Tu que saps el nostre nom!

 

Esos nombres oscuros, con avidez rezados,
por labios de cobardes, locos o moribundos,
en el Nombre sin nombre de tu propia grandeza
cual ríos en el mar deben negarse juntos.
Tan alto como eres ¿qué palabra podría
aprisionar, Señor, tu infinito en un punto?
Pero hemos de llamarte y en tu presencia un día
todo hombre es un cobarde, un loco, un moribundo.
Seguimos encarnándote en prodigios y en fábulas
y tu silencio inmenso profanan las palabras.
que nunca pueden ser palabras para todos.
Si nos pierde el orgullo, el amor, la impaciencia,
sonríe y perdónanos, arcana providencia,
Tú que nos has creado, que sabes nuestro nombre.

 

Con esta formulación luminosa Marius Torres manifestaba su convicción profunda de que es imposible alcanzar con nuestros nombres a la divinidad pero reconocía al mismo tiempo nuestra necesidad de utilizarlos. Somos demasiado desvalidos como para renunciar a dirigirnos a El.

Hay que advertir que las palabras con las que calificamos a Dios no pueden ser definiciones. Dios no puede ser encerrado en el marco estrecho de nuestros conceptos. En realidad no pueden pretender qué o cómo es Dios sino cómo Dios actúa y a partir de ahí nos dan un vislumbre de su esencia. El propio Jesús no habló tanto de Dios como de Su reino. Mirad lo que hace Dios, así venía a decir con sus parábolas.

En su relación con quien le había enviado, Jesús utilizó la palabra Padre. Es una denominación que hizo fortuna y que encabeza la oración de los cristianos, con la autoridad de algo que viene de los labios del propio Jesús. Con todo, percibimos enseguida sus dificultades. No sólo porque para alguien esa denominación evoque malas experiencias y le llegue cargada de un aura negativa. Sobre todo y especialmente porque, interpretada en una marco teísta, lleva al convencimiento de que Dios debe ayudarnos y socorrernos siempre. ¿Qué padre no haría lo imposible por el bienestar de su hijo? Y sin embargo Dios no parece hacerlo. Muchos de sus hijos sufren calamidades sin que un Dios padre y supuestamente todopoderoso mueva un solo dedo para aliviarlos.

Muchas crisis de fe se han gestado en la experiencia de este padre aparentemente desinteresado de sus hijos. Claro está que la imagen puede también sugerirnos una explicación distinta. Un padre da la vida al hijo, lo cuida, hace posible que crezca y se desarrolle, lo acompaña y le da consejos pero el hijo ha de vivir finalmente su propia vida y el padre no puede hacerlo en su lugar. Dios es tan impotente frente a nuestra libertad como un padre lo es frente a la de su hijo.

La teología más actual ha vuelto los ojos a formulaciones clásicas y ha calificado a Dios como misterio absoluto, al que “no pueden contener los cielos ni los cielos de los cielos” (2 Cron 6,17), que está más allá de nuestras ideas y conceptos. Pero a la vez Dios está en lo más profundo de las personas. “´Misterio`, para nosotros, contiene estos tres rasgos esenciales: la absoluta trascendencia de la realidad a la que se refiere, su más íntima inmanencia, como raíz, origen y fundamento del hombre y su mundo; y su condición de presencia en acto permanente de donación, revelación e interpelación a las personas” (Juan M. Velasco)

Dios es, pues, esa Presencia intangible pero real, invisible pero interpeladora. Yo quiero atreverme a proponer otro concepto que califica al anterior, que lo engloba y ensancha. Dios es sobre todo Compañía. ¿Y qué es eso de la compañía? Como ocurre a menudo, ideas que utilizamos frecuentemente se nos resisten a la hora de desentrañarlas o definirlas. En una primera aproximación, la compañía tiene apenas realidad. Quien da compañía no necesita dar nada, quien hace compañía casi no tiene que hacer nada, únicamente estar. Ni siquiera es menester que hable, le basta con prestar escucha. Su silencio está lleno de realidad, su eventual palabra –no sus ideas– proporciona vida. Quien tiene compañía ha ahuyentado el fantasma de la soledad. Si es Dios quien la hace, su presencia entraña un acicate: saca lo mejor de ti mismo, ponte en marcha. Y una promesa: vayas donde vayas y hagas lo que hagas, ya nunca estarás solo.

Buscando un nombre para Dios –uno de esos que Marius Torres decía que nos son necesarios– yo acudiría a uno que se acuñó para otro destinatario: “Compañero del alma, compañero”.