Carta al obispo de Roma

Carta al obispo de Roma

Francisco separados20 teólogos y teólogas entre quienes hay muchos de Iglesia Viva, han lanzado a través de todos los medios y redes una campaña internacional, que pretende recoger una masiva adhesión, afirmando que la propuesta de que el sínodo acepte a la comunión a los divorciados vueltos a casar está plenamente de acuerdo con el Espíritu del Evangelio y con la fe de la Iglesia. Iglesia Viva se adhiere plenamente a la campaña e invita a firmar la adhesión a este documento

CARTA AL OBISPO DE ROMA

Hermano Francisco, “Pedro entrevisto”:

Estas líneas quisieran completar, por el otro lado, el escrito de más de medio millón de fieles, en el que te piden con ahínco que “reafirmes categóricamente la enseñanza de la Iglesia de que los católicos divorciados y vueltos a casar civilmente no pueden recibir la sagrada comunión”. Por amor a Jesús, quisiéramos pedirte con igual afán que seamos todos fieles al Espíritu del evangelio, más allá de supuestas fidelidades a la letra de unas determinadas enseñanzas de la Iglesia.

Hablamos de supuesta fidelidad no para juzgar la intención de quienes te escribieron sino porque, en realidad, la enseñanza de la Iglesia no es que esos divorciados vueltos a casar “no puedan recibir la sagrada comunión” sino que, según el Concilio de Trento, “la Iglesia no yerra cuando les niega la comunión”. Esa formulación, cuidadosamente elegida en aquel concilio, dejaba abierta la posibilidad de que tampoco haya error ni infidelidad en la postura contraria, y que se trate más de una cuestión pastoral que de una cuestión dogmática.

En nuestra opinión, la prudencia pastoral no sólo permite sino que hoy más bien reclama un cambio de postura. Por estas razones.

1.- En la Palestina del siglo I, las palabras de Jesús afectaban directamente al marido que traiciona y abandona a su mujer porque otra le gusta más, o por motivos de este tipo: son primariamente una defensa de la mujer. Ahí sí que resulta inapelable la frase del Maestro: “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”.

No se conocía en tiempo de Jesús la situación de un matrimonio que (quizá por culpa de los dos o por una incompatibilidad de caracteres, antes no descubierta), fracasa en su proyecto de pareja. Dada la situación de la mujer respecto al marido, en la Palestina del s. I, esa hipótesis era impensable. Y aplicar las palabras de Jesús a otra situación desconocida en su época, donde lo que hay no es el abandono de una parte sino un fracaso de los dos, podría equivaler a desfigurar esas palabras. Estaríamos así manipulando a Jesús en aras de la propia seguridad dogmática, y poniendo la letra que mata por delante del espíritu que da vida, en contra del consejo paulino.

El evangelio debe ser inculturado y, cuando no se le incultura, se le traiciona. Los ejemplos que siguen pueden aclarar esto un poco más.

2.- El evangelista Mateo, que es quizás el que cuenta más transgresiones de la Ley por parte de Jesús, es curiosamente el único que pone en sus labios la frase “no penséis que he venido a derogar la Ley… He venido a cumplirla hasta la última tilde”. Se nos da a entender así que, en aquellas transgresiones de la letra, Jesús estaba cumpliendo la Ley hasta el fondo, porque estaba custodiando su espíritu.

Y el espíritu fundamental de toda la ley evangélica es la misericordia: no una misericordia blandengue, por supuesto, sino una misericordia exigente. Pero de ningún modo una exigencia inmisericorde. Quizá, pues, tengan algo que decirnos aquí aquellas palabras con las que Jesús responde a los escándalos que causa su conducta misericordiosa: “a ver si aprendéis lo que significa ‘quiero misericordia y no sacrificio’… ” (Mt 9,13 y 12,7).

3.- La iglesia primera ofrece otro ejemplo palmario de esa fidelidad al espíritu por encima de la letra, con el abandono de la circuncisión. La circuncisión tenía algo de sagrado como símbolo expresivo de la unión entre Dios y su pueblo; podría haber valido también de ella la citada palabra de Jesús: “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”. Sin embargo, la Iglesia abandonó esa práctica tras fuertes discusiones y contra la opinión de algunos que creían ser más fieles a Dios y, en realidad, buscaban su propia seguridad. Gracias a aquella decisión tan discutida, la Iglesia no sólo fue fiel a Dios sino que abrió las puertas a la evangelización del mundo entero. Y hoy aquella decisión nos puede parecer evidente pero entonces les resultó a muchos escandalosa.

El mismo Pedro, en su discurso en defensa de aquella decisión, que hoy nos parece tan fiel al Espíritu de Jesús, habló de “no imponer un yugo que ni nuestros padres ni nosotros somos capaces de soportar” (Hchs 15,10). Este es uno de los mayores pecados que puede cometer la Iglesia. Y es muy discutible que personas célibes puedan comprender lo que significa convivir cada día íntima y pacíficamente con otra persona con la que no hay la más mínima sintonía. Como es discutible que personas célibes pudieran abstenerse de mantener relaciones sexuales con una persona con la que se convive día y noche y a la que se ama.

4.- Tememos que los defensores del rigor piensen que instalar en la Iglesia una “disciplina de misericordia” equivaldría a abrir las puertas a una relajación moral, o a que la Iglesia acepta los mismos criterios sobre el divorcio que nuestra sociedad pagana. En realidad no es así: no se cuestiona en absoluto la indisolubilidad del matrimonio; y la disciplina de misericordia sigue siendo una disciplina a la que no todos podrán acogerse: porque reclama arrepentimiento, reconocimiento de culpa y propósito firme de enmienda. De lo que se trata es de no dejar solos y sin ayuda a quienes han fracasado. Como Jesús: que comía con pecadores no porque fuesen buenos, sino para que pudieran serlo.

Teresa de Ávila, cuyo centenario estamos celebrando, recuerda en su autobiografía, que cuando se sentía pecadora o infiel recurrió algunas veces a abstenerse de la oración porque no se sentía digna de ella. Hasta que descubrió que aquel remedio era peor que su mal. La misma Iglesia ha enseñado siempre (y la práctica lo confirma) que la participación en la Eucaristía puede ser una gran ayuda y una fuerza para vivir evangélicamente. Nos tememos que privar de esa fuerza a quienes fracasaron en su primer proyecto matrimonial y han hecho ya penitencia por ese fracaso, podría acabar apartándolos de la fe.

5.- Finalmente queda la pregunta de si ha de tener la Iglesia una doble medida para las infidelidades al evangelio que afectan al campo sexual y para las que afectan a otros campos de la moral.

Por ejemplo: la iglesia ha enseñado siempre que el único propietario de los bienes de la tierra es Dios y que los hombres somos sólo administradores de aquello que creemos poseer. Esa condición de administrador pide al hombre poner todos los bienes que tiene de más, al servicio de los que tienen menos: de los pobres y de los carentes de medios.

Precisamente por eso, la Iglesia no reconoce un derecho absoluto a la propiedad privada, sino sólo en la medida en que éste sea un medio para satisfacer el derecho primario y absoluto de todos los hombres a los bienes de la tierra. Esa enseñanza del destino primario de los bienes de la tierra, tantas veces recordada por los últimos papas, la incumple una mayoría de católicos sin mostrar además el más mínimo arrepentimiento ni voluntad de enmienda por ello.

Porque esa enseñanza de la Iglesia es también muy contraria a la mentalidad de este mundo pagano. Pero ¿no es una palmaria injusticia que ésos católicos sean admitidos a recibir unos sacramentos que se niegan a los otros casos de pareja fracasada, cuando en éstos haya un arrepentimiento y voluntad de enmienda que no se dan en aquellos?

Dios no tiene dos pesos y dos medidas, o mejor aún: su parcialidad es siempre a favor de los más pobres y de las víctimas. En las parábolas que cuenta el evangelio del fariseo y el publicano o del hermano mayor del pródigo, Jesús estuvo sorprendentemente de parte de los transgresores: porque a quienes los acusaban, todas sus obras buenas no les habían servido para tener un corazón bueno, sino para tener un corazón duro.

Nada más, hermano Pedro. Sólo hemos querido exponer una opinión. Pero agradecemos mucho tus esfuerzos, en medio de tan crueles resistencias, por dar a la Iglesia un rostro más conforme con el Evangelio y con lo que Jesús se merece.

Xavier Alegre Santamaría
José I. Calleja Saenz de Navarrete
Joan Carrera i Carrera
Nicolás Castellanos Franco
Maria Teresa Davila
Antonio Duato
Ximo García Roca
José Ignacio González Faus
Luis González-Carvajal Santabárbara
Mª. Teresa Iribarren Echarri
Jesús Martínez Gordo
José Antonio Pagola
Joaquín Perea
Bernardo Pérez Andreo
Josep Mª Rambla Blanch
Lucía Ramón Carbonell
Andrés Torres Queiruga
José Manuel Vidal
Javier Vitoria Cormenzana
Josep Vives i Solé

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La fuerza de los rituales religiosos

La fuerza de los rituales religiosos

CastilloJosé M. Castillo sigue su reflexión sobre el sentido de la liturgia cristiana que a veces se presenta como la nota distintiva de la Iglesia Católica. Hay mucho contenido en sus síntesis que el autor agradecería que fuera comentada y discutida en este blog.

 

 

Es un hecho que Jesús instituyó la eucaristía en una cena. Y es también un hecho que los cristianos celebramos la eucaristía en una misa. Una cena es una experiencia humana. Una misa es un ritual religioso. Lo que nos está diciendo, en un asunto tan central como éste, que –en el cristianismo, al menos, y sin duda alguna–, cuando está en juego nuestra relación con Dios, los rituales religiosos han tenido (y siguen teniendo) más fuerza que la experiencia humana, incluso cuando se trata de una experiencia tan importante como es la experiencia de comer y beber. Comer y beber compartiendo mesa y mantel con quienes decimos que son nuestros “hermanos”. Esto no es una teoría. Es un hecho.

¿Por qué, en un asunto que es capital para personas creyentes, los rituales religiosos se superponen a la experiencia humana y son más determinantes que lo humano, incluso más decisivos que la vida misma, en tantos casos y en tantos asuntos que son fundamentales para la felicidad o la desgracia de muchas personas? Y conste que, al hacer esta pregunta, no estamos imaginando situaciones extravagantes ni sucesos poco frecuentes. Nada de eso. Esta cuestión se refiere a cosas tan normales y tan presentes en la vida de cualquiera, que, si empezamos por los evangelios, los constantes conflictos, que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos de su tiempo, se referían casi todo ellos, de una forma o de otra, precisamente a este problema. Si curaba a los enfermos en sábado, si comía con gente de mala fama, si dejaba de observar los ayunos que imponía la religión, si no practicaba los rituales purificatorios antes de las comidas, si no mantenía la debida compostura y respeto en el templo, en definitiva, en todos estos casos nos encontramos siempre con el mismo asunto. Un asunto que Jesús formuló en la tremenda pregunta que hizo cuando, un sábado, curó a un manco en la sinagoga: “¿Qué está permitido en sábado, hacer bien o hacer daño, salvar una vida o matar?” (Mc 3, 4). O sea, ¿qué es lo primero: someterse al ritual del sábado o hacer feliz la vida de un enfermo? En definitiva, ¿lo más importante es el ritual religioso o la experiencia humana?

Y no pensemos que este tipo de historias se presentaron en la vida de Jesús y, con Jesús, se acabaron tales historias. Todo lo contrario. Con el paso del tiempo, el problema se fue agigantando. Entre otras cosas, porque sabemos que este asunto está presente en todos los rincones del mundo. Donde hay religión y, con ella, hay dirigentes religiosos, allí está el problema. En la historia del cristianismo, el desastre ha sido brutal. Desde las guerras de religión, las cruzadas y la inquisición, pasando por el colonialismo y acabando con el integrismo de los fundamentalistas, católicos o herejes, cristianos o musulmanes, a fin de cuentas lo mismo da. Además, el mismo problema está presente todos los días y por todas partes: en los matrimonios divorciados que no pueden acercarse a comulgar, en los homosexuales que se ven despreciados hasta en su propia casa, en los matrimonios rotos, en los amores imposibles, en la vida sexual de tantas gentes, ¿qué sé yo?

Esto es una historia interminable. Y siempre tropezamos en la misma piedra. La piedra de algún extraño ritual religioso, que, en el fondo, lo que nos está recordando es que, por encima de lo humano, hay algo que es más fuerte que lo humano, y a lo que lo humano –nos guste o no nos guste– se tiene que someter siempre. Y si no te sometes, te atienes a las consecuencias. Unas veces, porque tendrás que arrastrar, durante toda tu vida, el pesado lastre de la mala conciencia. Otras veces, porque te verás rechazado por la familia, los amigos, la sociedad…. Y en otros casos, porque, a fuerza de pasarlo mal, terminarás siendo carne de confesionario o del despacho de un psiquiatra, teniendo además (tantas veces) que ocultar celosamente en el armario lo que resulta socialmente impresentable.

¿Hay derecho a que la vida sea así? ¿Es tolerable que, por estas cosas, nos llevemos frecuentemente como perros y gatos, teniendo que ocultar en nuestra intimidad secreta muchas cosas que nos hacen sufrir inútilmente y sin pies ni cabeza?

Y como es lógico, siempre acabamos en lo mismo: si Dios es Dios, ¿cómo permite estas cosas? ¿cómo puede querer estas cosas? ¿cómo y por qué no hace aguantar estas cosas?

Seguiré con el tema. Pero, antes de seguir con este desagradable asunto, sólo un par de preguntas: ¿Es Dios el que quiere, provoca o permite todo este asombroso embrollo de oscuridades, miedos y tormentos? Y si no es Dios, ¿son sus representantes en la tierra (curas y rabinos, imanes y bonzos, chamanos y profetas…) los que lo provocan porque les conviene?

 

 * * * 

Lo primero, lo más elemental, en el problema planteado a propósito de los rituales religiosos, es tener muy claro que no es lo mismo hablar de Dios que hablar de la religión. Dios es el fin último que podemos buscar o anhelar los mortales. La religión es el medio por el que (y con el que) intentamos acercarnos a Dios o relacionarnos con él. Por tanto, Dios no es un elemento más, un componente más (entre otros) de la religión.

Por otra parte –si intentamos llegar al fondo del problema–, Dios y la religión no se pueden situar en el mismo plano. Ni pertenecen al mismo orden o ámbito de la realidad. Porque Dios es el Absoluto. Y el Absoluto es el Trascendente. Es decir, Dios se sitúa en el orden o ámbito de la “trascendencia”. Mientras que todo lo que no es Dios (incluida la religión) es siempre una realidad que se queda “aquí abajo”, o sea en el ámbito de la “inmanencia”. Todo esto quiere decir que “ser trascendente” significa “ser inabarcable” o “ser inconmensurable”. Es decir, Dios no está a nuestro alcance. Por tanto, Dios no es una realidad “cultural”. En tanto que la religión es siempre un producto de la cultura. Otra cosa es las “representaciones” que los humanos nos hacemos de Dios. Pero eso ya no es “Dios en Sí”, sino nuestra manera (culturalmente condicionada) de representarnos al Trascendente.

Hecha esta disquisición, que me parece indispensable, tocamos ya las cuestiones que nos interesan más directamente en esta reflexión. Ante todo, es importante saber que, en la larga historia y prehistoria de la religión, lo primero no fue el conocimiento y la experiencia de Dios, sino la práctica de rituales de sacrificio (así, por lo menos, desde E. O. Wilson, incluso ya antes Karl Meuli). De forma que abundan los paleontólogos que defienden que, desde el paleolítico superior, hay huellas claras de este tipo de prácticas rituales (W. Burkert, H. Kühn, P. W. Scmidt, A. Vorbichler). Si bien hay quienes piensan que los rituales religiosos relacionados con la muerte se inician a partir del mesolítico (Ina Wunn). En todo caso, se acepta la convicción que ya propuso G. Van der Leeuw: “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (K. Lorenz, W. Burkert). Lo que es comprensible, si tenemos en cuenta que Dios nos trasciende y no está a nuestro alcance, como lo están los rituales religiosos.

Así las cosas, es un hecho que los rituales religiosos, en sus más variadas formas, están más presentes en cada ser humano, ya desde la infancia, que la claridad y la profundidad en la relación con Dios. Dicho más claramente, creo que no es ninguna exageración afirmar que, tanto en los individuos como en la sociedad, están más presentes los rituales y sus observancias que Dios y sus exigencias. O sea, en la vida de muchos (muchísimos) creyentes, están muy presentes los rituales religiosos y la observancia de los mismos. Mientras que la firmeza, la cercanía y la fiel escucha de Dios es un asunto que son también muchos (muchísimos) los creyentes que no tienen eso resuelto debidamente. Lo que lleva consigo, entre otras cosas, una consecuencia de enorme importancia. Una consecuencia que consiste en que, con demasiada frecuencia, en la conducta de muchas personas se divorcian la observancia de los ritos sagrados, por una parte, y la fidelidad a la honestidad, la honradez y la bondad ética, por otra parte. Y entonces, nos encontramos con un hecho que lamentamos muchas veces. Me refiero al hecho de tantas personas que son fielmente observantes y religiosas, pero al mismo tiempo son personas que dejan mucho que desear en su conducta ética.

¿Cómo se explica esto? El comportamiento religioso consiste en la fidelidad a la observancia de los rituales sagrados. Pero ocurre que los ritos son acciones que, debido al rigor de la observancia de las normas, se constituyen en un fin en sí (G. Theissen, B. Lang, W. Turner). Y, entonces, lo que ocurre es que el fiel observante del ritual se tranquiliza en su conciencia, se siente en paz consigo mismo, se libera de posibles sentimientos de culpa o de miedos que adentran sus raíces en el inconsciente, al tiempo que la conducta ética, con sus incómodas exigencias queda desplazada. Y el sujeto se siente en paz con su conciencia, con sus semejantes y con Dios.

En lo que he intentado explicar aquí, radica (según creo) la clave para comprender el conflicto de Jesús con los hombres más religiosos y observantes de su tiempo. Es notable que, por lo que narran los relatos evangélicos, Jesús no tuvo enfrentamientos ni con los romanos, ni con los pecadores, los samaritanos, los extranjeros, etc. Los conflictos de Jesús se produjeron precisamente con los más fieles cumplidores de la religión: sumos sacerdotes, maestros de la Ley y fariseos. ¿Por qué precisamente con estas personas y no con los alejados de la religión y sus rituales?

Jesús fue un hombre profundamente religioso. Pero Jesús vio el peligro que entraña la fiel observancia de los ritos de la religión. ¿Qué quiere decir esto? Jesús no rechazó el culto religioso. Lo que Jesús hizo fue desplazar el centro de la religión. Ese centro no está ni en el templo y sus ceremonias, ni en lo sagrado y sus rituales. El centro de la experiencia religiosa, para Jesús, está en hacer lo que hizo el mismo Dios, que se “encarnó” en Jesús. Es decir, Dios se humanizó en Jesús. Dios está presente en cada ser humano, sea quien sea, piense como piense, viva como viva. Sólo reconociendo esta realidad sorprendente y viviéndola, como la vivió el propio Jesús, sólo así estaremos en el camino que nos lleva al centro mismo de la religiosidad que vivió y enseñó Jesús. ¿En qué consiste, entonces, el culto a Dios? La carta a los hebreos lo dice con tanta claridad como firmeza: “No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios” (Heb 13, 16). Que no es sino la fórmula tajante que plantea el autor de la carta de Santiago: “Religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre, es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo” (Heb 1, 27).

 

Una misa no es una cena

Una misa no es una cena

CastilloJosé Mª Castillo sigo reflexionando sobre cómo diversos aspectos de la Iglesia Católica deben reformarse en la línea en que apuntaba el Vaticano y confirma una teología renovada, pero yendo mucho más de lo que indicaban los iniciales documentos conciliares. Y en este breve artículo se plantea el sentido y fondo cristiano de la Cena del Señor.

 

 

Jesús instituyó la eucaristía en una cena, no en una misa. Es decir, Jesús instituyó la eucaristía en una comida compartida, no en un ritual religioso. Y sabemos que Jesús añadió: “Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11, 24. 25; Lc 22, 19 b). O sea, el recuerdo de Jesús está inseparablemente unido al hecho de realizar lo que realizó Jesús. Y cualquiera que lea los evangelios sabe que, exactamente en los evangelios y en 1 Cor 11, 23-26, la eucaristía está asociada a la comida compartida. En los seis relatos de la multiplicación de los panes, especialmente en la del evangelio de Juan (c. 6), y en la última cena de Jesús con sus apóstoles, eucaristía y comensalía son realidades vinculadas la una a la otra. Es decir, la eucaristía está vinculada al hecho de compartir con otros lo que se tiene para comer. La eucaristía no está vinculada – ni solamente ni principalmente – a un ritual sagrado que se observa exactamente según lo establecido en las normas.

Pero ocurrió que, con el paso del tiempo, la eucaristía se convirtió en un ritual sagrado y dejó de ser una cena compartida. No es posible saber con exactitud cuando sucedió esto. Parece ser que ocurrió en el s. III. El hecho es que así, una vez más y en un asunto de tanta importancia como éste, la Religión se sobrepuso al Evangelio. Un desafortunado cambio, que ha ocurrido demasiadas veces en la Iglesia. Y que es la causa de un fenómeno muy frecuente y del que tantas veces ni nos damos cuenta. Porque seguramente somos más fieles a la Religión que al Evangelio. Y eso que –como estamos viendo– la religiosidad está en crisis. Lo cual es verdad. Tenemos arrumbada la Religión. Pero tenemos más arrumbado el Evangelio. A fin de cuentas, misas, bodas, bautizos, comuniones, cofradías, curas y obispos seguimos teniendo. Pero, ¿y las enseñanzas de Jesús sobre la honradez, la justicia, la sinceridad, sobre el dinero y la riqueza, sobre la sensibilidad ante el sufrimiento humano, sobre la libertad ante los poderes que oprimen y dominan a la gente más débil y desamparada?

Si digo aquí estas cosas, no es porque yo pretenda ingenuamente que sustituyamos las misas por cenas. Ni eso es posible. Ni eso arreglaría las cosas. El problema más serio, que tenemos ahora mismo, es que vemos que la economía mejora, pero no tenemos políticos que sepan gestionar las cosas de manera que esa mejoría sirva para todos, sobre todo para quienes más lo necesitan. Y las cosas se han encanallado hasta el extremo de preferir –o consentir– que nuestros mares sean un inmenso cementerio de desesperados, con tal que esos desesperados no vengan a molestarnos. Aquí no hablo sólo de España o de Europa. Hablo del mundo entero.

Por supuesto, que hay gente buena. Mucha más de la que imaginamos. Ante el fracaso de la economía, de la política, de las más avanzadas tecnologías, incluso también ante la incapacidad de las religiones para remediar tanto dolor, crece y crece el número de personas que a esto no le ven otra solución que la búsqueda de nuestra más profunda humanidad. Lo que nos va a salvar es la honradez, la honestidad, la trasparencia, la justicia, la bondad. La espiritualidad profunda, que respeta por supuesto la misa, pero que encuentra vida y futuro en la cena. Como dijo san Juan de la Cruz: “la cena que recrea y enamora”.