Las ‘objeciones contra el celibato sacerdotal’ que conocía Pablo VI

Las 'objeciones contra el celibato sacerdotal' que conocía Pablo VI

RUFORufo González Pérez es sacerdote de Madrid, profesor de teología jubilado y suscriptor de Iglesia Viva desde hace años. Ha enviado este artículo, publicado antes en su blog ¡Atrévete a orar!para que pueda ser leído y comentado aquí un tema sobre el que el papa Francisco acaba de decir que “está en su agenda”.

 

En la introducción de la Sacerdotalis Caelibatus, el Papa expone siete “objeciones contra el celibato sacerdotal” en los apartados numerados del 5 al 11:

  • 1.- “El Nuevo Testamento… no exige el celibato de los sagrados ministros… más bien o propone como obediencia libre a una especial vocación o a un especial carisma (cf. Mt 19, 11-12). Jesús no puso esta condición previa en la elección de los Doce, como tampoco los Apóstoles para los que ponían al frente de las primeras comunidades cristianas (cf. 1 Tim 3, 2-5;Tit 1,5-6) (n.5).
  • 2.– Padres de la Iglesia: “Muchas veces en los textos patrísticos se recomienda al clero, más que el celibato, la abstinencia con el uso del matrimonio”. Las razones parten del “excesivo pesimismo sobre la condición humana de la carne, o de una particular concepción de la pureza necesaria para el contacto con las cosas sagradas”. Argumentos no válidos en ambientes socioculturales de hoy (n. 6).
  • 3.- “¿Es justo alejar del sacerdocio a los que tendrían vocación ministerial, sin tener la de la vida célibe?” (n. 7).
  • 4.- La obligación del celibato influye en la escasez de clero, según algunos (n. 8).
  • 5.- Algunos “están convencidos de que un sacerdocio con el matrimonio quitaría la ocasión de infidelidades, desórdenes y dolorosas defecciones…, y permitiría a los ministros de Cristo dar un testimonio más completo de vida cristiana, incluso en el campo de la familia…” (n. 9)
  • 6.- “El sacerdote, por su celibato, se encuentra en una situación física y psicológica antinatural, dañosa al equilibrio y a la maduración de su personalidad humana... Se agosta y carece de calor humano, de plena comunión de vida y de destino con el resto de sus hermanos, se ve forzado a una soledad, fuente de amargura y de desaliento. Esto ¿indica una injusta violencia e injustificable desprecio de valores humanos que se derivan de la obra divina de la creación, y que se integran en la obra de la redención, realizada por Cristo?” (n. 10).
  • 7.- “Formación inadecuada: poco respetuosa de la libertad humana…, conocimiento y autodecisión del joven y su madurez psicofísica son bastante inferiores…, desproporcionadas a la entidad, a las dificultades objetivas y a la duración del compromiso que toma sobre sí” (n. 11).

Vuelta a la Ley y no al Evangelio

Mucha gente esperaba una “vuelta a las fuentes”, al Evangelio, a la libertad de las primeras iglesias. Pero una vez más el dubitativo Pablo VI no tuvo valor para elegir la libertad, para desatar el vínculo legal que unía ministerio y celibato. No le bastó el testimonio de Jesús y la primera Iglesia. Aceptó el “pesimismo sobre la condición humana de la carne, o la particular concepción de la pureza necesaria para el contacto con las cosas sagradas”. No quiso escuchar a cientos de sacerdotes que le escribían su ardor misionero y su equivocación celibataria. No quiso ver en la escasez del clero y en las parroquias sin misa signo alguno del Espíritu. Los males del celibato (deserciones dolorosas, las dobles vidas, niños sin padres, mujeres clandestinas, desequilibrios psicológicos,…) no se deben a la ley “santa y conveniente”. La ley es perfecta, está por encima de la persona. Los males provienen de la debilidad humana: problemas educativos, vida piadosa en ruina (falta de oración, de amor a Dios, etc.), vivencia afectiva inmadura (capricho, inestabilidad emocional, amistades tóxicas, etc…). El fallo está en la persona, no en la ley. Como si la ley innecesaria no pudiera ser perjudicial. El apego a la ley explica la dureza clerical, tan ajena a Jesús, para quien lo primero es la persona, no la ley.

Pablo VI no es neutral y su diagnóstico equivocado

Reconoce la encíclica que pueden proponerse “otras objeciones contra el sagrado celibato<”. Por atañer a la “concepción habitual de la vida” e intentar iluminarla con la “divina revelación”. Más aún, “a los que “no entienden esta palabra” (Mt 19,11), no conocen u olvidan el “don de Dios” (cf. Jn 4,10) y no saben cuál es la lógica superior de esta nueva concepción de la vida, y cuál su admirable eficacia, su exuberante plenitud”, se les presentarán dificultades sin número (n. 12).

Quienes defendemos la separación entre ministerio sacerdotal y celibato no combatimos el celibato, sino su vinculación obligatoria con el ministerio. Las dificultades u objeciones, que proponemos, no arrancan de la falta de “entendimiento de esta palabra” (Mt 19,11), ni “del no saber u olvido del “don de Dios” (cf. Jn 4,10), ni del no saber cuál es la lógica superior de esta nueva concepción de la vida, y cuál su admirable eficacia, su exuberante plenitud” (n. 12). Nuestras objeciones parten de la libertad del Evangelio que permite la santidad en el ministerio a célibes y a casados. Ahí radica el empeño perfectamente evangélico de conseguir que el ministerio no esté reservado sólo a célibes. También los casados por el Reino pueden ser ministros muy meritorios y santos. Así ocurre en la Iglesia católica oriental (PO 16). En absoluto negamos viabilidad del celibato por el Reino de Dios. La idea de que sólo el celibato es “por el Reino” es mentalidad clerical.

El argumento de Pablo VI no es evangelio, sino ideología clerical

Frente a las objecciones, el Papa propone:

  • la voz secular y solemne de los pastores de la Iglesia, de los maestros de espíritu, del testimonio vivido por una legión sin número de santos y de fieles ministros de Dios, que han hecho del celibato objeto interior y signo exterior de su total y gozosa donación al ministerio de Cristo”.
  • “innumerables ministros sagrados… que viven de modo intachable el celibato voluntario y consagrado; y… los religiosos, religiosas y aun de jóvenes y de hombres seglares, fieles todos al compromiso de la perfecta castidad… por amor superior a la vida nueva que brota del misterio pascual..”(n. 13).

Desde la libertad evangélica no tiene valor este argumento en que se apoya Pablo VI para seguir manteniendo la ley. En el pasado y en la actualidad, admiramos “el soplo del Espíritu de Cristo” en el celibato cristiano. Pero también admiramos “el soplo del Espíritu de Cristo” en el matrimonio de los ministros casados en la Iglesia oriental. El Vaticano II lo reconoce: “existen presbíteros casados muy meritorios” (PO 16). La parcialidad papal es evidente al fijarse sólo en la Iglesia Occidental, donde los sacerdotes casados están prohibidos. ¿Cómo van a existir sacerdotes casados santos si está prohibida su existencia? Es lo mismo que si dijera que no hay ministras sagradas santas, y, por ello, se les niega el ministerio a las mujeres. Parece claro que el apego a la Ley “embruja”, como dice Pablo (Gál 3,1ss). El fanatismo clerical, como todo fanatismo, sólo argumenta para sostener su tesis. Todo lo que no vaya en la línea de la Ley está fuera de lugar, no puede existir.

El matrimonio cristiano es signo del amor esponsal de Dios y de Cristo

Por el hecho de existir una “una legión sin número de santos y de fieles ministros de Dios, que han hecho del celibato objeto interior y signo exterior de su total y gozosa donación al ministerio de Cristo”, no se sigue en absoluto la necesidad de vincularlo con ministerio alguno. En los presbíteros casados orientales hay “santos y fieles ministros de Dios, que han hecho del matrimonio objeto interior y signo exterior de su total y gozosa donación al ministerio de Cristo”. El matrimonio “por el Reino” (que debe ser todo matrimonio en la fe cristiana) es más signo del amor esponsal de Dios y de Cristo por su Pueblo que el celibato. Un sacerdote casado en Cristo hace de su matrimonio el signo eficaz de “su total y gozosa donación al ministerio de Cristo”. Empezando por su casa, y hasta el último rincón de su parroquia, a todos les explica el Evangelio, les convoca a la celebración y les vincula en el Amor divino. ¡Qué soberbia nos han inoculado a los clérigos católicos occidentales para creer que sólo los célibes pueden entregar su vida a Jesucristo y a sus comunidades! El amor a Dios “con todo el corazón, con todo el alma, con toda la mente” está abierto a todos los creyentes. Es un amor “indiviso”. Cuando focalizamos el amor en las personas, no por ello sufre el amor de Dios. Dios nunca es rival del ser humano. Esa rivalidad aparente es invento nuestro. En cristiano lo deberíamos tener clarísimo: todo lo que hacemos a las personas se lo hacemos a Dios que las habita.

 

Sólo el evangelio nos sacará del atasco

Sólo el evangelio nos sacará del atasco

Castillo José María Castillo acaba de publicar en su blog Teología sin censura este artículo que suena mucho a llamada precursora a la meta-noia (cambio de mente) para poder acoger el Proyecto de igualdad humana de Jesús. Esa será la verdadera Cuaresma que hoy empieza.

 

El papa Francisco les dijo a los cardenales el domingo 15 de febrero: “Nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: la lógica de los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada; y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en anuncio”. Esto es lo que dijo el papa. Lo que pasa es que ni nos enteramos del todo de lo que Francisco quiso decir. Y menos aún entendemos las consecuencias que lleva consigo asumir de veras la “lógica de Dios”.

 

La “lógica de Dios” es el meollo del Evangelio. Esto supuesto, la pregunta que tendríamos que afrontar es ésta: ¿nos puede sacar el Evangelio del atasco en que estamos metidos? Me refiero a la crisis y al atasco económico, social, político, cultural, jurídico y sobre todo ético en que nos tiene estancados y hundidos esta maldita crisis.

 

Así las cosas, yo me pregunto si el Evangelio nos podrá sacar de este atasco. Porque está visto que la economía y sus magnates, la política y sus gestores –al menos hasta ahora– ni nos sacan del atasco, ni dan visos de querer, incluso de poder, sacarnos. ¿Podrían hacerlo? Hay quienes piensan que sí. Pero, ¿podrán hacerlo, tal como están las cosas? Sinceramente, lo veo muy difícil. Extremadamente difícil, al menos en varios años, que quizá van a ser demasiados años. ¿Por qué? Yo no soy economista. Pero no estoy ciego. Y lo que veo es que la economía mundial funciona de tal manera, que, cada año que pasa, la riqueza mundial se va concentrando más y más en menos y menos personas. Con lo cual la desigualdad entre unos pocos (muy pocos) ricos y el resto de los habitantes del planeta es increíblemente asombrosa. Instituciones de ámbito mundial muy autorizadas nos dicen que el uno por ciento de los habitantes del planeta acumula ya tanta riqueza como el noventa y nueve por ciento restante. Ahora bien, una sociedad tan asombrosamente desigual es inevitablemente una sociedad, no sólo estancada, sino sobre todo desquiciada y sin futuro.

 

Pero no es esto lo peor. Lo más grave del asunto es que, en las sociedades democráticas, en que vivimos, la gente sigue votando a quienes nos han llevado a este desastre total. Y esos votantes quieren que nos sigan gobernando los mismos que nos han llevado a esta ruina y al futuro tan dudoso y sombrío que nos espera. Los mecanismos del sistema (no los partidos) hacen posible este desquiciamiento aterrador. Y no sólo lo hacen posible, sino que hasta lo hacen inevitable. Porque han llegado a producir un modelo de sociedad, una gestión del poder y un estilo de vida al que nos hemos acomodado y que –aquí está el secreto y la clave del asunto– nos resulta irresistiblemente seductor. Ya no es el “poder opresor” el que nos domina. Es el “poder seductor” el que hace con nosotros lo que quiere y lo que le conviene. Teniéndonos y manteniéndonos convencidos de que somos libres, más libres que nunca. Y persuadidos, además, de que esto no puede ser de otra manera. Porque es “el mejor estado de cosas” que se ha inventado hasta ahora. Nos han metido en la cabeza que este modelo (de economía y de política), hoy por hoy, no tiene alternativa.

 

Por todo esto digo que veo muy difícil que, al menos por ahora, salgamos de este atasco en el que estamos metidos. Y en el que, además, nos sentimos a gusto. Precisando más, estamos a gusto los que hacemos falta para apuntalar, mantener, asegurar y hacer que dure este sistema canalla, que tanto sufrimiento, tanta violencia y tanta desvergüenza sigue produciendo, y acumulando de día en día. Por supuesto, hay millones de criaturas que ya no pueden más. Pero también, para esos desamparados del sistema, hay “bancos de alimentos” y otras “ayudas” por el estilo. Para que sigan aguantando y no alboroten demasiado. Por eso insisto en mi pregunta: ¿podremos salir de este atasco? Esta es la cuestión que no me deja en paz.

 

Llegados a este punto, a muchos les parecerá ridículo el solo hecho de preguntarse si el Evangelio nos podrá sacar de este atasco. Podrá, por supuesto y en el mejor de los casos, atraer a los “alejados” y a los “excluidos” para que se acerquen a la Iglesia. Y eso, sin duda, es bueno. Es necesario. Más aún, es urgente. Pero con eso nada más no cambiamos el sistema. Ni, por tanto, salimos de la crisis. Sinceramente y pensando en serio, ¿puede el Evangelio modificar el camino que lleva la economía, la cultura, la sociedad y la historia?

 

Hace más de medio siglo, el profesor de la Universidad de Oxford, E. R. Dodds, nos recordó cómo, en el imperio romano, en el largo período que medió entre Marco Aurelio y Constantino (del a. 161 al 306), se extendió por el mundo occidental la más grave crisis de su historia. Los ciudadanos de aquel enorme imperio se daban cuenta de que todo se desmoronaba: el mismo Imperio, las instituciones, la vida social, la economía y la religión, todo se venía abajo. Así cundió lo que el mismo Dodds denominó “una época de angustia”. Y fue en esta dura situación en la que ya, por primera vez, el Evangelio, no vivido como una religión de ritos, normas morales, promesas eternas, convento y sacristía, sino como “una conciencia nueva de sí mismo” que modificó aquella cultura, fue el factor determinante de una recuperación que ahora no estamos en condiciones de imaginar.

 

Fue entonces cuando el cristianismo se presentó “como una fe que merece la pena vivir porque es también una fe por la que merece la pena morir”. Así lo reconocieron, a pesar de sí mismos, hombres como Luciano (Peregr., 13), Marco Aurelio (11, 3), Galeno (R. Walzer, Galen and Jesus…, 15) y Celso (Orígenes, Contra Cels. 8, 65). Por otra parte, es notable que aquellos cristianos, por la fuerza del Evangelio, llamaron poderosamente la atención porque estaban abiertos a todos. No hacían distinciones sociales: aceptaban al obrero manual, al esclavo, al proscrito y al ex criminal. Todo el mundo encontraba acogida en cada grupo o comunidad de cristianos. Nadie era censurado, ni enjuiciado. De forma que, como bien notó Cipriano, en la comunidad cada cual se encontraba igual o mejor que en su propia casa (Ad Donat. 4 y 14). Es verdad que, durante el s. II e incluso el III, el cristianismo era aún en gran medida un “ejército de desheredados” (A. D. Nock). Pero también es cierto que los beneficios que acarreaba el Evangelio, vivido en serio, no se reducían a ofrecer esperanzas para el otro mundo. Cada grupo, cada “iglesia local”, poseía un sentido comunitario más fuerte que cualquier otro grupo laico o religioso (sobre todo las religiones de Mitra e Isis de aquel tiempo).

 

Así, los creyentes en Jesús se sentían unidos no sólo por unos ritos comunes, sino sobre todo por una forma común de vida, cosa que ya percibió Celso (Orígenes, o. c., 1, 1). Y también unidos por el mismo peligro que juntos corrían (E. R. Dodds). Su pronta disposición para prestar ayuda a quien la necesitase es cosa que quedó atestiguada no sólo por los autores cristianos, sino incluso por el mismo Luciano (Peregr., 12 s). Ya a comienzos del s. III, Tertuliano hace, en una apología pública y dirigida a los gobernantes, la audaz afirmación según la cual los cristianos “lo tenían todo en común, excepto la esposa de cada cual” (“Omnia indiscreta sunt apud nos praeter uxores”. Apol.39, 11).

 

Pero, como bien nota Dodds, más importante que los beneficios materiales era el sentimiento de grupo que la fe en Jesús estaba en condiciones de fomentar. Los modernos estudios sociológicos nos han familiarizado con la universalidad de ese “sentimiento de grupo” como algo absolutamente necesario para el individuo, así como con las formas inesperadas en que esa necesidad puede influir sobre la conducta humana, particularmente sobre los individuos desarraigados en las grandes ciudades. Epicteto (3.13.1-3) nos ha descrito el horrible desamparo que puede experimentar un hombre en medio de sus semejantes. Y el mismo Dodds nos describe con admirable sencillez y profundidad cómo debió de vivirse aquel desamparo. “Debieron ser muchos los que experimentaron ese desamparo: los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los rentistas arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía de ser el único medio de conservar el respeto hacia sí mismo y dar a la propia vida algún sentido. Dentro de la comunidad se experimentaba el calor humano y se sentía la prueba de que alguien se interesa por nosotros, en este mundo y en el otro”. Y termina el insigne estudioso de la antigüedad: “Los cristianos eran “miembros unos de otros” en un sentido mucho más que puramente formal”. Con esta conclusión final:”Pienso que ésta fue una causa importante, quizá la más importante de todas, de la difusión del cristianismo” (Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid, 1975, 179).

 

Reflexión conclusiva

 

¿Seria esto posible en este momento? Mi modesto punto de vista es que, no sólo es posible, sino que es tan necesario que, a mi manera de ser, es la salida que nos queda. No digo que todos nos hagamos cristianos. Lo que digo es que el Evangelio, en el que tanto insiste el papa Francisco, es la salida que nos queda. Hoy ya no manda en el mundo lo que es más noble en la condición humana, la bondad, la honradez, la justicia, el amor y la ternura. No. Lo que manda sobre nosotros es la tecnología y sus mil artilugios, utilizados en interés de los potentados que lo manejan todo para su propio provecho.

 

¿Qué hacer? Vamos a fiarnos del gran líder mundial que ha surgido, que no es otro que el papa Francisco. Este papa repite constantemente que el Evangelio de Jesús es lo que nos puede sacar de este atasco que nos tiene paralizados en la falsa idea de que estamos saliendo y vamos adelante. Si la Curia Vaticana, si el Episcopado mundial, si el clero y los religiosos/as, si las parroquias…, las comunidades y grupos cristianos, todos y todas, dejamos de lado nuestros intereses y conveniencias, y nos centramos en organizarnos como grupos humanos en los que todo el mundo encuentra acogida, protección, ayuda, respeto, y sobre todo verdadero cariño, por ahí iremos viendo la luz de un Evangelio con menos carga de religión y costumbres de tiempos pasados, y más fuerza para hacer presentes y tangibles las tres preocupaciones que centraron la vida y las enseñanzas de Jesús; la salud para todos/as, la alimentación para todos/as, y las mejores relaciones humanas de que somos capaces. Lo demás vendrá por sí solo.

¿Entiende el papa cómo funciona ‘el mercado’ estadounidense?

¿Entiende el papa cómo funciona 'el mercado' estadounidense?

vatican insider

En este artículo se resume otro extenso del obispo McElroy, publicado por la revista América, con el título La Iglesia de los pobres, en el que afirma que el papa entiende el funcionamiento del mercado “demasiado bien”.

El mercado no es sacro; Francisco pone en crisis el modelo estadounidense

 El obispo auxiliar de San Francisco, McElroy, explica que el magisterio de Bergoglio ha encendido un debate en el país sobre la desigualdad, la libertad de empresa, la política y la dignidad humana

FRANCESCO PELOSO, Vatican Insider, 6-Febrero-2015
ROMA

 

La doctrina social propuesta por Papa Francisco no es bien vista por todos en los Estados Unidos. Desde hace un año, las críticas que ha dedicado Bergoglio al modelo del capitalismo financiero en su versión globalizada han suscitado algunos malos humores en ciertos ámbitos liberales o ultraliberales de los Estados Unidos. Pero hay también algunos que, con menos prejuicios, consideran que tal vez Papa Francisco no ha comprendido cómo funciona el “mercado”, por lo menos en su versión estadounidense. El obispo auxiliar de San Francisco, monseñor Robert W. McElroy, reflexiona al respecto en un largo artículo publicado por la revista mensual de los jesuitas “Actualizaciones sociales” que se titula “La ideología del mercado”. También fue publicado por la revista de la Compañía de Jesús en Estados Unidos, “America”.

 

Por una parte, el obispo indica que el estilo y las novedades que ha introducido Papa Francisco han sido muy bien recibidos entre la opinión pública de los Estados Unidos; la reforma de la Curia vaticana, la decisión pastoral de dirigirse «a las necesidades de los hombres», la invitación a la conversión y a la renovación personal mediante la fe, la promoción de una visión eclesial que no solo emita condenas, han sido factores que han contribuido a llamar la atención hacia Papa Francisco.

 

Exclusión en Nueva York

Exclusión en Nueva York

Sin embargo, los problemas comenzaron cuando (en particular con la publicación de la exhortación apostólica “Evangelii gaudium”) el magisterio del Papa afrontó argumentos económicos y fue tomando forma la crítica a un sistema financiero que «mata» a quienes están excluidos, a los que no son «consumidores». «Las críticas contra Papa Francisco –explicó mons. McElroy– se basan en tres elementos principales: el Papa no comprende la importancia del mercado; el capitalismo criticado por Papa Francisco es muy diferente del sistema económico de los Estados Unidos; el punto de vista del Papa está distorsionado por sus orígenes latinoamericanos y no estarían en sintonía con las enseñanzas de sus predecesores». Sin embargo, según el obispo, el problema no es tanto la falta de comprensión del Papa sobre el sistema capitalista o sobre la «centralidad de los mercados», sino más bien «que lo comprende demasiado bien, por lo que plantea cuestiones de fondo sobre la justicia y sobre el sistema económico estadounidense». Francisco, explicó el obispo auxiliar de San Francisco, pone en discusión algunos de los principios sobre los que se funda el modelo económico de los Estados Unidos: es decir el significado real que tiene la desigualdad económica, «la moralidad del libre mercado y la relación entre las actividades económicas y el lugar que cada quien tiene en la sociedad».

 

Los puntos afrontados por el magisterio del Papa, reveló McElroy, se relacionan con la presunta sacralidad del mercado de la que surge la inevitabilidad de la pobreza (es decir que el pobre lo es por responsabilidad propia) y la capacidad del sistema de producir bienestar y mejorar las condiciones de vida sin intervenciones exteriores; en este contexto, la libre empresa conjugada con el talento individual son los elementos clave de la ideología capitalista. De esta manera, «la desigualdad nace del derecho de hombres y mujeres a utilizar el proprio talento de la mejor manera que consideren y de la justa exigencia de recompensar a los individuos por su aportación a iniciativas específicas».

 

Y, si es justo que una sociedad establezca un mínimo de subsistencia para los propios ciudadanos, no se combate la desigualdad, porque en cierto sentido forma parte del sistema. «Pero, para la doctrina católica –escribió McElroy–, este presupuesto, tan profundamente arraigado en la cultura estadounidense, es radicalmente inaceptable. El punto de partida del pensamiento de la Iglesia no es la necesidad de maximizar el crecimiento económico o el derecho de los individuos a ser recompensados, sino la par dignidad de todos los hombres y mujeres, creados a imagen de Dios». En este caso, por lo demás, hay una alusión al punto 29 del documento conciliar “Gaudium et spes”, en el que se afirma: «las desigualdades económicas y sociales excesivas entre miembros y pueblos de una única familia humana, suscitan escándalo y van en contra de la justicia social, de la equidad, de la dignidad de la persona humana, cuando no contra la paz social e internacional». En esta perspectiva, indicó el religioso estadounidense, «graves desigualdades entre las naciones y en su interior son automáticamente sospechosas según la doctrina católica: no constituyen la materialización del orden natural, sino que representan una profunda violación del mismo».

 

McElroy observó que la sacralidad del mercado ha sido «traicionada» en diferentes ocasiones, incluso en los Estados Unidos y, en particular, con la reforma agraria del siglo XIX y a principios del siglo XX durante la Gran Depresión. En estas ocasiones las decisiones políticas sobre la economía fueron concebidas para favorecer cambios y reformas o afrontar periodos de crisis. El mercado, pues, debe ser siempre un instrumento, «un medio al servicio de las personas y de las comunidades», y no transformarse en un «imperativo categórico».

 

Para concluir, McElroy, con una referencia a la última campaña electoral presidencial de 2012, subrayó otra tendencia cultural de los Estados Unidos, según la cual la sociedad se divide entre «productores» («makers») y «asistidos» («takers»). «Los primeros son los que pagan impeustos mayores que los beneficios que reciben de la administración pública, mientras que los segundos son los que reciben mayores beneficios que los impuestos que pagan». La idea principal, se lee en el texto, «es que una porción consistente de la sociedad estadounidense drena constantemente recursos del sistema económico».

 

Se trata de una idea, observó el obispo, que se ha reforzado «debido al aumento de la desigualdad y de la reducción de la movilidad económica de los que nacen en familias que constituyen el 20% más pobre de la población». «El resultado –afirmó McElroy– es que justamente la exclusión contra la que Papa Francisco nos pone en guardia ha hecho mella en la retórica pública y en la unidad de la sociedad estadounidense. Los pobres, que era nel centro de la acción política y de la atención pública en los años 60 y 70 del siglo pasado, ahora se encuentran relegados a un rincón del debate público». «Los programas para beneficiarlos –explicó– deben ser justificados con base en las ventajas colaterales para la clase media. La idea, que a menudo no es explícita, pero que está profundamente arraigada en este cambio cultural, es que los que son pobres son, en gran parte, responsables de su pobreza».

 

Y entonces, «pensar que es posible dividir una sociedad entre “productores” y “asistidos” encarna exactamente ese individualismo condenado por Papa Francisco». Y esta división se basa en el principio de que la «producción de la riqueza es esencialmente una empresa individual, sin reconocer la enorme importancia del aporte de la sociedad en cualquier iniciativa empresarial. Niega la afirmación central de la doctrina católica de que la Creación es obra de Dios donada a la humanidad en conjunto, y que los bienes materiales tienen una distribución universal que no debe ser contradicha». Es, en definitiva, una forma ideológica que, además de los datos económicos, asignan al mercado el papel de «árbitro ético del mérito, del esfuerzo y del talento», y «ejerce una influencia subversiva en la sociedad estadounidense, sembrando discordia y división». «Sin reformas estructurales del sistema económico, que pretendan remover los obstáculos al crecimiento del empleo –concluyó McElroy–, el círculo vicioso de la exclusión económica y social, que es el centro del desafío lanzado por el Papa, solamente empeorará».

La teología del papa Francisco

La teología del papa Francisco

CastilloArtículo enviado a iviva.org por José Mª Castillo, que fue catedrático en la Facultad de Teología de Granada y sigue escribiendo libros y artículos de teología a pesar de la degradación que sufrió en dicha facultad como teólogo católico. Sus escritos en Iglesia Viva.

 

Como es bien sabido, no todos los católicos están de acuerdo con el papa Francisco. Y también se sabe que, entre quienes se oponen a este papa, abundan los que, de una forma o de otra, se lamentan de que el actual Sumo Pontífice de la Iglesia católica no es un papa “teólogo”, sino más bien un papa “pastor”. Es decir, a juicio de quienes le ponen serios reparos al papa Francisco, la Iglesia se ve gobernada, en este momento, no por la teología, sino por la pastoral. Pero, ¿a dónde va una Iglesia sin teología? En esto consiste una de las acusaciones más fuertes que no pocos opositores de este papa se plantean y nos plantean. ¿Qué decir sobre este asunto capital?

 

El profesor Gerhard Ludwig Müller, que escribió su enorme tratado de Dogmática en la universidad de Múnich y actualmente es el cardenal prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, afirma que “la teología es siempre la iluminación científica de la confesión y la praxis de fe de que Dios está presente en la creación y se autocumunica en su palabra en la historia y en la persona de Jesucristo” (2ª ed., Barcelona, Herder, 2009, p. 20). Es evidente que ni la persona ni la palabra del papa Francisco se ajustan a esta definición de teología que presenta la Dogmática del cardenal Müller. Si un buen día la gente escuchase a Francisco hablar de esta manera, lo más seguro es que seríamos muchos los que nos preguntaríamos: “¿Qué le pasa?”. Es evidente que, desde el punto de vista de la “dogmática” de Müller (y de lo que esa “dogmática” representa), Francisco no es un papa-teólogo. Pero, ¿quiere esto decir que Francisco es un papa sin teología?

 

La pregunta, que acabo de plantear, se podría formular de otra manera preguntando: ¿fue Jesús –por lo que de él relatan los evangelios– un profeta sin teología? Parece que lo más razonable es responder que la sabia y amplia definición del cardenal Müller, se realiza en el Jesús terreno que encontramos en la teología narrativa de los evangelios. Lo que nos lleva derechamente a una conclusión: existe una teología especulativa, que nos propone ideas, teorías, conceptos. Como existe una teología narrativa, que presenta una forma de vivir. Ambas teologías se encuentran ya en el Nuevo Testamento. La especulativa, en el apóstol Pablo; la narrativa, en los evangelios. Por supuesto, es importante saber, aceptar y tener muy claras las verdades teológicas que fundamentan la religión de redención que nos presenta Pablo. Pero tan cierto como eso es que de poco nos servirán las profundas “enseñanzas teológicas” de Pablo, si no hacemos nuestra “la forma de vida” que nos presenta el Evangelio, la forma de vivir de Jesús, que encontramos en cada relato de los evangelios.

 

Es evidente que el papa Francisco, tanto en sus enseñanzas como en su estilo de ejercer el papado, parece –a primera vista– más un papa-pastor que un papa-teólogo. Pero no es menos cierto que el estilo marcadamente pastoral del papa Francisco, sin cuestionar para nada la dogmática de la Iglesia, está destacando, con su vida y su palabra, la necesidad y la urgencia, que a todos nos incumbe, de asumir y poner en el primer plano de la vida de la Iglesia lo que fue la forma de vida que nos presenta cada página del Evangelio. Lo que, en definitiva, no es ni más ni menos que hacer visible y tangible la forma de vida de Jesús. ¿No es ésta la “teología implícita” que nunca puede faltar en nuestras vidas? En esto, creo yo, consiste la genial aportación que el papa Francisco está haciendo a la Iglesia y al mundo.